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Del toreo y sus suertes

NO IMPORTA QUÉ TAN ARRAIGAda se encuentre una tradición, si ésta atenta contra los principios, debe reconsiderarse.

El Espectador
29 de julio de 2010 - 11:00 p. m.
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Defender la tauromaquia por su remoto origen es sugerir que aquello que siempre ha sido, debería seguir siendo. Lo cual, sin mayor explicación, representa un sinsentido. La antigüedad de una práctica dice poco o nada de su bondad. Y si bien es cierto que no es prudente derrumbar tradiciones sin motivo, también lo es que no deben mantenerse a cualquier precio. La revisión de las costumbres —mayoritarias o minoritarias— es un paso obligado en toda sociedad. Si los valores se quiebran, poco importa que la práctica aparezca en Altamira y en su arte rupestre.

La condición de arte del toreo tampoco libra las corridas de sus críticas. Es cierto que, para algunos, hay algo mágico en el hecho de que cada toro tenga su lidia. En hacer que la muleta no se vaya corta ni larga. En obligarlo a que acometa y ver cómo el torero, en su traje y zapatillas, baila con la bestia. Una escena fascinante por su fuerza y su delicadeza, aseguran. Un maravilloso espectáculo, en el que ambos, ignorando el peligro, se enfrentan en magnífico duelo. Una impactante lucha entre la inteligencia y el brío. Pero así se deslumbren las miradas, la moral y la belleza son esferas lejanas. De forma que, por hermosa que se considere, no por ello se justifica.

Tampoco se justifica por su capacidad de convocatoria. Es verdad que se genera cierta cercanía entre espectadores durante la corrida. Las élites y el pueblo convergen en un solo espectáculo y, por lo menos durante la lidia, las diferencias se atenúan. No obstante, y más como hijos de nuestra época, si hay algo claro es que las comunidades no son de suyo benévolas. Basta recordar los grupos que se han configurado en torno a la supremacía de la raza blanca, la homofobia, el antisemitismo, el racismo y la xenofobia. De aquí que —y sin pretender una analogía de fondo— la capacidad de convocatoria tampoco salve las corridas.

No podía faltar el argumento económico para defender las corridas. Pero la racionalidad económica tiene sus límites y en asuntos como éstos termina estando en el lugar equivocado. Por muchos ingresos que produzca, una práctica que viole algún principio debe suspenderse.

Con todo, aunque resulten rebatibles los argumentos de siempre para defender las corridas de toros, no quiere ello decir que declararlas por fuera de la ley sea el paso siguiente y lógico. Es importante evaluar si cada vez que se quiere cambiar una práctica, ésta debe hacerse ilegal. Si bien la prohibición es un medio para cambiar costumbres, que serán a su vez las que cambien el orden, esa no es la única ni siempre la mejor forma de impulsar transformaciones. El afán del prohibicionismo ya nos ha traído suficientes problemas como para que no hayamos aprendido de ellos. Y si bien es un atajo para cambiar ciertas maneras de relacionarnos, hay que valorar si puede utilizarse para todos los casos. No se trata del gran comodín. En especial, porque con respecto a la reivindicación de los derechos de los animales es mucho lo que queda por hacerse. Realmente no conviene tomar la última opción cuando las primeras no se han agotado.

Por El Espectador

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