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Titular tras titular se denuncia la reconfiguración de los paramilitares en bandas criminales, la generalización de las extorsiones y la creciente ola de asesinatos. Poco importa si es de madrugada o pleno mediodía, estar en la calle implica siempre riesgos. En Medellín, cerca de cuatro mil jóvenes se enfrentan en una guerra que involucra a 145 bandas. Como lo registró El Espectador en su edición del pasado miércoles, la situación es tan difícil que la ciudad se inundó de puntos rojos que demarcan los límites entre los dominios de unos grupos y otros. Además de evitar encuentros, los famosos puntos permiten llevar mejor el control de las “vacunas”. Cualquier transgresión, bien por parte de un “deudor” o bien por miembros de otras bandas, es severamente castigada.
El año pasado fueron asesinadas cerca de 1.500 personas sólo en Medellín y las recientes confrontaciones indican que las cifras de este año no serán menores. Entre otras, porque el negocio está siendo realmente lucrativo. Sumando todas sus entradas, se calcula que las bandas criminales en Medellín estarían alcanzando ingresos superiores a los $17 mil millones mensuales. Aunque no se han hecho los cálculos, la situación en Bogotá no debe ser distinta. Tampoco lo es la tasa de homicidios. En 2009 se registraron 1.700 asesinatos, cifra que implica un promedio de casi cinco muertos por día. Tal como va este año, y a pesar de las declaraciones del alcalde Samuel Moreno, la tendencia seguramente se mantendrá. Sólo entre enero y marzo se sumaron 386 homicidios. Panorama que además se replica en el resto del país. Una ciudad tradicionalmente tranquila como Bucaramanga registró 65 muertes violentas entre enero y mayo.
La Policía Nacional ya ha reaccionado y ha aumentado el pide de fuerza en las zonas más calientes. El Ejército, incluso, ha hecho presencia en las comunas de Medellín. Sin embargo, la delicada situación no se soluciona inundando las calles con más armas. Es necesario crear mecanismos que le desaten las manos a la Policía y le permitan desmantelar con mayor eficacia las bandas criminales. Además de tecnología y recursos, hace falta una legislación razonable. No es capricho de los jueces —aparte de algunos casos sospechosos— dejar en libertad a los malhechores por falta de pruebas; es su deber aplicar la norma. La tarea —que lleva un buen tiempo pendiente— es del Congreso, que sigue sin generar leyes acordes con la realidad de las ciudades.
La Policía debería poder detener e investigar a los portadores de armas blancas y no sólo decomisarlas. El porte ilegal de armas de fuego debería implicar todas las veces cárcel y se deberían autorizar allanamientos en todos los casos. Incluso, se debería ser mucho más estricto en la regulación y el control a la posesión de armas por parte de particulares. La escoltitis privada no surte ningún efecto, en particular, porque la inmensa mayoría de atentados se realizan con información de adentro. También es importante sancionar duramente a los comerciantes ilegales y demás colaboradores. Sanciones que deberían incluir, entre otras, la extinción de dominio. Grupos mafiosos compran apartamentos y locales que permanecen como centros de inteligencia así se capture a un par de sus miembros. Darles golpes financieros a los delincuentes ayuda a desarticularlos.
También se pueden considerar medidas más drásticas como las que anunciaba el ministro del Interior, Germán Vargas Lleras. No es descabellado pensar en la posibilidad de acciones judiciales contra miembros de bandas sólo por su pertenencia. Si bien es cierto que los no pocos abusos de las autoridades generan reticencias a este tipo de medidas, también lo es que por exceso de garantías los crímenes están permaneciendo impunes. Y no son de cualquier tipo. Negocios tan oscuros como el tráfico de niños y mujeres forman parte de la lista. Ya ha sido suficiente. Urge una arremetida nacional apoyada y coordinada por los tres poderes. Las cifras no están dando espera.