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Desde entonces, quienes vivían desprotegidos judicialmente encontraron la forma para defenderse. Así, por ejemplo, Manuel Mena, cartagenero de 60 años, pudo salir este julio de la cárcel. La más mínima investigación habría descartado su culpa; pese a ello, un juzgado promiscuo del circuito de Yolombó, Antioquia, lo condenó a 20 años de prisión. De la misma manera, Ana Rosa Villanueva, habitante de Colombo, Atlántico, consiguió que la empresa de alcantarillado arreglara una tubería de excretas que tenía en emergencia sanitaria a su comunidad y Carmenza Díaz, madre soltera, que se le concediera un crédito para ofrecer agua potable a sus tres hijos.
Sin embargo, así como son de populares sus bondades, son de populares sus excesos. Es bien sabido que la tutela es un negocio de usos y abusos que ha llegado a poner en entredicho la credibilidad del sistema judicial y que más de una vez ha amenazado la sostenibilidad fiscal del Estado. También es conocido que hay jueces de jueces, de lucidez limitada, capaces de dilatar 300 becas de Colciencias por el proceso indebido en una de ellas y, por ello, es comprensible que muchos sostengan, como el magistrado Nilson Pinilla, que “se ha extralimitado la razón de ser de la tutela, y se debe reglamentar su uso para que cumpla con el fin de restablecer los derechos fundamentales”. De hecho, hay quienes, como Alejandro Gaviria, argumentan que la tutela ha conllevado a “una excesiva judicialización de la vida privada” en que, por ejemplo, los educadores ya no discuten las distintas alternativas de un caso disciplinario, sino que tratan de minimizar el riesgo de una demanda.
Así, o bien sea por embelecos dentro del sistema judicial como el que reversó la destitución del Gobernador del Valle, o bien por la inestabilidad financiera en otras ramas como la de la salud, o bien por el tedio de la omnipotencia de los jueces —a veces incompetentes— en la cotidianidad, la lista de opositores se alarga cada día. No obstante, sin desconocer que los excesos deben ser controlados, cabe revaluar si una limitación normativa del poder de la tutela es la salida apropiada, en especial si se tiene en cuenta que la democratización de su uso reside en su radical simplicidad. También es de discutir si la “tutelitis” es una enfermedad autoinducida o la consecuencia de un sistema judicial complejo e inmóvil, de normativas y servicios deficientes o de recurrentes excesos del poder. Finalmente hay que ponderar entre abusos y beneficios y revisar si realmente el daño es de la magnitud del escándalo que han suscitado.
Hay salidas menos radicales para controlar el desbordamiento de las tutelas que no implican una restricción de su poder, como por ejemplo la creación de un sistema de precedentes con el que las altas cortes puedan controlar a los pequeños juzgados y, en virtud de este registro, sancionar a un juez que, por ejemplo, obliga a una EPS a cubrir una cirugía estética. Además, el número de tutelas, más que para cuestionar su razón de ser, debería utilizarse como indicador de normativas fallidas que merecen revisión. Y, por molesta que sea la siempre posible intervención de los jueces, este es el precio de la democracia y aquellos que quisieran conservar autonomía en sus feudos de poder no pueden sino ceder. Así, aunque es cierto que la tutela ha tenido excesos, hay que tomarse la molestia de revisar qué los origina y no salir a culpar sin más al único instrumento jurídico que puede decirse es popular.
Por El Espectador
