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Los Darwin modernos

Científicos que con sus experimentos refuerzan la teoría de la evolución. De Darwin se desprenden desde hallazgos arqueológicos hasta quimeras de laboratorio.

El Espectador
11 de febrero de 2009 - 11:00 p. m.
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“Todos los seres orgánicos que han habitado en la Tierra descienden de alguna forma primordial”. La frase, que para entonces (1859) tomaba visos de sentencia infundada, fue interpretada por algunos como el delirio arrogante de un pecador, de un retador del statu quo.

Tuvieron que pasar 94 años para que las ideas de Darwin, las responsables de una polémica que parece reservada a la eternidad, fueran revestidas de cierta evidencia científica. En 1953, James Watson y Francis Crick, develaron que había una estructura diminuta, resguardada en los núcleos de las células, que se replicaba de forma exacta en cada una de ellas: el ADN, una hélice doble de proteínas enlazadas a la que se le llamó “la molécula de la vida”.

Watson y Crick, a quienes los escrutadores de la ciencia mundial premiaron con el Novel de Medicina en 1962, fueron unos de los primeros que hicieron pensar que los postulados de Darwin no estaban tan desencajados de la realidad.

Detrás de ellos vinieron más y más científicos que miraban con lupa el Origen de las especies y salían incluso a recoger los pasos que Darwin dejó diseminados en todos los continentes por cuenta de sus periplos científicos.

Peter y Rosemery Grant, de la Universidad estadounidense de Princeton, visitaron las Islas Galápagos a comienzos de los 70 para analizar a los fringílidos, uno de los grupos de aves que más apasionó a Darwin. Los Grant obtuvieron indicios de que las características de estos pájaros cambiaban, en algunos casos de forma anual, a medida que las condiciones ambientales de las islas variaban, sugiriendo que la selección natural planteada por Darwin podría estar en lo cierto.

 Años más tarde, en 2001, Simon Fisher, de la Universidad Oxford en Inglaterra, descubrió el gen FOXP2, un componente que tienen en común las aves y los humanos. Pero fue Constance Scharff, de la Universidad Libre de Berlín, quien identificó una impresionante coincidencia: mientras en los humanos el gen determina la capacidad para articular los movimientos del habla, en las aves su incidencia es determinante durante la etapa en que aprenden a cantar.


Si las anteriores pistas científicas parecen indicar rasgos comunes en la genética de seres de diferentes familias, el hallazgo arqueológico del Tiktaalik, en 2004, se perfiló como el refuerzo de las convicciones darwinianas. Neil Shubin, de la Universidad de Chicago, y su equipo encontraron un fósil (bautizado Tiktaalik), de 375 millones de años que ha sido considerado como el eslabón definitivo entre los peces y los animales terrestres: tenía la cabeza plana, escamas y aletas, pero debajo de ellas se escondían huesos muy similares a los de las extremidades de los habitantes de tierra firme.

Continuando con el listado, en la Universidad de Chicago también se lleva a cabo uno de los experimentos más llamativos en materia genética. Un grupo encabezado por el genetista Bruce Lahn, en colaboración con las universidades de Sun Yat-Sen (China) y Liverpool (Inglaterra), trabaja en la producción de seres tipo quimera en los que mezclan, utilizando células madre embrionarias, animales de una misma familia pero de especies distintas.

Su más reciente experimento, que resultó exitoso, consistió en cruzar a un ratón casero con un roedor salvaje conocido como Apodemus. Según han explicado los científicos, la distancia genética entre las dos especies es 18 veces más grande que la existente entre el hombre y el chimpancé, haciendo pensar que gracias al conocimiento del ADN todo es posible, como si la tecnología pudiera acelerar aquello a lo que Darwin llamó evolución.

Por El Espectador

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