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Supone el Gobierno con esa designación, en esencia, dos cosas. La primera, y nos lo ratifica el propio presidente Álvaro Uribe cuando se le presenta la oportunidad, que estamos ante grupos de delincuentes comunes. Bandas de criminales, lo cual supone la negación de cualquier dimensión política, que trafican con drogas ilegales. Los ejemplos abundan. Cada cierto tiempo figuran en las noticias Los Paisas, Los Rastrojos, Los Cuarenta, la banda de El Loco Barrera, de Cuchillo, etc. Pero también parte el Gobierno, y de ahí que les apode “emergentes”, de la premisa según la cual no existe relación alguna entre estas nuevas organizaciones delictivas y el paramilitarismo.
El paramilitarismo habría llegado a su fin con la Ley de Justicia y Paz y la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc). El paramilitarismo, se nos dice, ya no existe. A lo sumo, miembros que nunca se desmovilizaron o que reincidieron tomaron el camino del narcotráfico y pasaron a engrosar las filas de las “Bandas Criminales Emergentes”. Y la verdad es que no le falta razón al Gobierno cuando insiste en que los mancusos y castaños que se enfrentaban a las guerrillas, muchas veces en connivencia con miembros del Ejército, son cosa del pasado.
En el caso de las ahora denominadas Bacrim, se habla de 250 municipios afectados, en 26 departamentos, por más de 100 núcleos armados e identificados bajo 21 nombres diferentes. Se dice también, y en muchas regiones, como el suroccidente y el suroriente del país, es comprobable, que antes que oponerse a la subversión, realizan acuerdos temporales y estratégicos. Su finalidad última sería el control de la droga y los corredores requeridos para su transporte.
Con todo, cualquiera sea su futuro —y ciertamente persisten en el tiempo—, es preciso cuestionar algunas de las premisas centrales del Gobierno. Si estamos ante simples y llanos grupos de narcotraficantes, no son claras las razones por las que, pese a que se han dado órdenes explícitas para que se les enfrente, parecería que se multiplican y proliferan a lo largo y ancho del territorio, hoy en mucho mayor control de la Fuerza Pública que antaño. Como tampoco es lógico que el 40% de los grupos, según cálculos de la Corporación Nuevo Arco Iris a partir de las cifras oficiales de la Vicepresidencia, se concentre en la Costa Atlántica, donde no pululan los cultivos ilícitos.
Aunque sea una tragedia, es hora de reconocer que el narcotráfico produce actores políticos. Lo vivimos hace algunos años con el paramilitarismo, del que se pensó no pasaba de constituir un fenómeno marginal, regional y fácilmente desmontable. Para muchos, incluso, un mal necesario. Y no fue sino hasta que tres jefes paramilitares hicieron su entrada al Congreso de la República y anunciaron que buena parte de ese recinto sagrado de la democracia les pertenecía, cuando nos convencimos del poder, ya no sólo económico y militar, sino político, que en efecto detentaban. Pues bien, nada muy diferente debe estar ocurriendo en la actualidad con las tristemente famosas “Bandas Criminales Emergentes” que en más de una zona imponen la ley y hostigan a sindicalistas, concejales, defensores de los Derechos Humanos, etc. Negar que ejerzan un control regional, un control que en muchos parajes sin duda es político, es hacer caso omiso de la realidad para pensar con el deseo y equivocar en la manera de enfrentarlas.