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No cabe duda de que nuestra identidad bogotana, muestra “bogotanidad”, es hoy una noción mucho más rica que la vieja denominación, prácticamente un olvidado cuadro de costumbres, del “cachaco bogotano” que, por lo demás, solo aludía a los hombres, es decir, por ese aspecto patriarcal. Como si el carácter de lo bogotano fuera exclusivamente masculino.
Si lo que algunos demógrafos advierten tiene lugar, es decir, si el crecimiento vegetativo empieza a estancarse y las migraciones comienzan a mermar, llegará el momento en que una próxima generación de ciudadanos habrá nacido íntegramente en Bogotá.
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Entre otras cosas, por eso es perentorio actualizar nuestra noción de “bogotanidad”, nuestra comprensión de lo que es hoy nuestra identidad. Para que nos dispongamos de una vez por todas a querer a Bogotá, a cuidarla, a preservarla para las generaciones que están por llegar. Ya no nos sirve la disculpa de que Bogotá no es de nadie, porque la “invadieron” millones de personas que venían “de afuera”. No, eso no tiene sentido.
Bogotá es esta, la que tenemos ante los ojos, que recoge todos los momentos del pasado. Tenemos que ligarnos a ella para poner a salvo el porvenir. Y el sueño es colectivo, no individual. La ciudad moderna es acaso la creación más compleja de la humanidad y es donde se da esta apuesta vital, la de la convivencia. Debemos tener éxito en hallar y hacer prevalecer lo bogotano que nos pueda unir a todos, como habitantes de la ciudad que nos alberga.
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Es claro que enormes sectores de la población migrante, que se vinieron y se asentaron en Bogotá buscando mejores ingresos, mejores servicios públicos, mejor educación, mejor salud y mejor vivienda se encontraron, en no pocas ocasiones, con el desarraigo, con una especie de anomia cultural, con lo que parecía la disolución de sus creencias religiosas, de sus rituales familiares, de sus usos sociales. Y se lastimaron, se asustaron, como era natural.
Por esa vía, a lo largo de esa veta, se podrían rastrear problemas de dolorosa soledad personal, de trágico fracaso familiar, de fugas hacia lo marginal y lo ilegal, de violencia, de desunión, de dificultad en la formación de comunidad y en la construcción de civilidad. No era fácil, nunca no lo ha sido, sembrar en el corazón de la ciudadanía la fraternidad y la solidaridad que hacen posible la convivencia.
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Ese fue el monumental reto que se fue levantando delante de nuestros ojos, en la medida en que con el paso de las décadas las densas migraciones seguían llegando. Y la ciudad, sus autoridades, sus instituciones trataban de acogerlas, de darles agua potable, un techo, un trabajo, un aula de clases, una vacuna, un parque, un libro y el sueño personal.
Sí, hoy en día la “bogotanidad” es la mezcla vital de rasgos étnicos, culturales, sociales, humanos y familiares de millones de personas que llegaron a la capital del país desde todas las comarcas del territorio nacional. Los bogotanos de hoy somos una mezcla de centenares culturas regionales y locales. Somos como un palimpsesto, como esos textos que yacen bajo otros textos en los libros antiguos, que subyacen dando testimonio del paso del tiempo y de la mezcla de la sangre y el alma, y la voz de naciones sucesivas. Basta mirar con cuidado para encontrar todas las capas que dan sustento a la más reciente, tal como pasa con nosotros en Bogotá, donde hoy somos el producto de generaciones anteriores hechas, palmo a palmo, a partir de la mezcla de los que estaban y los que llegaron.
Somos una yuxtaposición de culturas, de atavismos, de maneras de habitar el mundo, de sensibilidades, de anhelos, de sentidos de lo trágico y sentidos del humor, de sentimientos y recuerdos. Somos la mezcla viva, vibrante, de todas esas migraciones que, sobre todo en los últimos 100 años, llegaron incesantemente a Bogotá.
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De los días interminables de lluvia y de la neblina cubriendo permanentemente a Monserrate, de los sombreros de paño y los abrigos y los suéteres de lana, y las botas para los charcos, del cielo encapotado y las conversaciones en voz baja, de la melancolía de los ademanes y la severidad de las maneras, pasamos a las muchachas de hombros morenos tomando el sol en los parques, a los niños con los perros y las niñas con sus globos de colores y sus pompas de jabón, corriendo sobre la grama. Pasamos a las canciones a plena luz del día, a las risas a plena luz de la calle, resonando en las flores de los magnolios y los festones amarillos de los alcaparros.
Y, sin embargo, a pesar de la inmensa heterogeneidad, de la ancha diversidad, logramos construir un sistema de normas y de preceptos que nos rigen y nos dan cierto orden, cierta garantía, cierta protección. ¡Lo logramos! Mal que bien, todos los que llegaron han podido enraizarse en Bogotá. Han podido cumplir sus sueños. Es, en verdad, una conquista monumental la que hemos conseguido. Y al final, además, salimos fortalecidos, como seres humanos, como ciudadanos, como colombianos. La mezcla de nuestra población nos hace más vivos, más cromáticos, más vitales. Y como se dijo antes, quizá más alegres y más empáticos.
*Presidente de la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá.
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