Darwin Atapuma, pedaleando contra el dolor

No quería ser ciclista, pero pertenecer a un linaje de corredores lo llevó al profesionalismo. Aprendió que la mejor forma de alejar las penas era montando bicicleta. Está disputando su segundo Tour de Francia.

Señal Deportes - Camilo Amaya
07 de julio de 2017 - 04:48 a. m.
Darwin Atapuma, ciclista colombiano que está corriendo el Tour de Francia. / EFE
Darwin Atapuma, ciclista colombiano que está corriendo el Tour de Francia. / EFE
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En su recuerdo más antiguo tiene presente que destruía para construir mas no para generar caos. No controlaba sus impulsos. Algunas veces tomaba las tablas de la cama que compartía con su hermano Álex y hacía un butaca. Otras, se inventaba una silleta que tomaba forma de silla tras una detallada y meticulosa explicación. Así pasaba su niñez Darwin Atapuma en una casa en la que abundaban los hermanos, pero ninguno contemporáneo. Desafiar la soledad lo llevó a una búsqueda de la amistad, y en ese camino se topó con Jesús, el hijo de su hermana Carmen, unos meses más joven que él. Fueron inseparables. Para donde iba uno había que llevar al otro. Lo que pensaba uno lo ejecutaba el otro.

Todo fue fraternidad hasta que a Jesús le dio por ir en bicicleta al alto El Espino y un conductor testarudo lo atropelló. “No lo vi en la carretera”, dijo el hombre que ese día olvidó prender las luces de su carro y que notó que algo había pasado cuando sintió el golpe. Tenía 14 años, la misma edad de Darwin. Ese suceso fue su primer contacto con la muerte. Más adelante tendría una experiencia peor. Lloró por dentro, sufrió en silencio y terminó aceptando lo inevitable.

Ya había madurado a la brava, ya no era “el rabito de mi mamá”, como le decían sus hermanos, pues era imposible despegarlo de ella cuando chiquito. “Tranquilo que ella ya viene”, era la mentira que le decían cuando doña María Berzabé se iba a recoger papa o a sembrar maíz y no lo llevaba. Una frase alentadora que ahogaba su berrinche, porque sí que era berrinchudo. En ese entonces vivía en Túquerres (Nariño), con su hermano Remijio. La bicicleta ya era su medio natural de vida. Llegó allí para cumplir el sueño de un linaje que vio en él la última oportunidad de tener un ciclista profesional en casa. Por cumplirles a los demás, por personificar sueños ajenos, por entrenar donde más le convenía, con gran ambición, a pesar de la humildad.

“Se escapaba para donde mi mamá y se escondía en las partes más lejanas de la finca para que no lo encontráramos. Decía que quería trabajar en el campo y que no le interesaba nada más, mucho menos ser ciclista”, cuenta Álex. Y aunque por un tiempo se engañó y fue testarudo, terminó entendiendo que cuando el talento viene, sólo es de tercos rechazarlo. Las victorias prematuras en categorías superiores aceleraron el proceso. El triunfo derrotó el temor de no lograr nada y disipó las dudas.

Durante cinco años entrenó sin falta todas las mañanas con su hermano. Llenaban unas cuantas caramañolas con agua de panela o malteada de bienestarina y tomaban la vía a Ipiales o bajaban hasta El Pedregal por la ruta a Pasto, en un camino serpentino y lleno de tractomulas y conductores imprudentes. Incluso desafiaban los prominentes huecos de la vía a Tumaco para no caer en el pecado de la rutina. Después ambos trabajaban en Ciclotúquerres, la bicicletería de Remijio, donde aprendieron a despinchar, a enderezar los aros y a raspar los marcos para volverlos a pintar.

Remijio fue quien le armó la primera bicicleta de ruta. Tomó un marco de acero, lo cortó a la medida exacta, lo pintó de un azul aguamarina y le puso unas llantas de rin 27. “¡Uy! Esa cicla se ve deforme”, dijo Darwin cuando vio el resultado de la improvisación, que con el tiempo simplemente fue una imperfección casi perfecta. Con ella ganó sus primeras carreras, derrotó a niños más grandes y por fin entendió que ser ciclista era su mejor opción de vida, como si fuera un pasatiempo y no una profesión.

La muerte volvió a aparecer, esta vez antes del Giro de Italia de 2015, cuando se enteró un día antes del inicio de la prueba que su mamá había fallecido. “Me duele el corazón y, más que el cansancio del día, es el dolor de perder a mi madre”, dijo luego de que su equipo, en ese entonces el BMC Racing, terminara séptimo en la contrarreloj que abrió la Corsa Rosa. Sus lágrimas conmovieron al país; su valentía aún más. La nobleza de atender a los medios en un momento de resignación demostró sencillez. El recuerdo aún le provoca llanto. En esa carrera expulsó el dolor con cada pedalazo y homenajeó a su madre con el puesto 16 de la clasificación general.

Avanzando con la potencia de sus piernas y corriendo diferente cada día para poder cruzar la meta en solitario y así mirar al cielo en una dedicatoria silenciosa, Darwin Atapuma, uno de los siete colombianos que disputan la edición 104 del Tour de Francia, buscará terminar por primera vez la ronda gala, algo que no pudo hacer en 2014 cuando una caída lo obligó a retirarse en la séptima jornada.

Estar ahí, entre los mejores del mundo es, en parte, la retribución al esfuerzo de una familia que trabajó para él. Ese niño que en la categoría juvenil dejó muchas veces regado en la montaña a Nairo Quintana en una que otra competencia, aplicó a la lógica para ser un pedalista World Tour, algo que simplemente no añoraba cuando en lo único que pensaba era ser un campesino nariñense al igual que su madre.

Por Señal Deportes - Camilo Amaya

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