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La grandeza humana de Rigoberto Urán radica en su incapacidad para victimizarse. Ni la escasez antes de ganar dinero a pedalazos, ni el asesinato de su padre —y tocayo— a manos de paramilitares en agosto de 2001, en Urrao, Antioquia, son motivos para compadecerse de sí mismo.
Adquirió un optimismo incoherente con su contexto y como consecuencia de ello habla sin lástima de la depresión eterna de su madre Aracely, de la violencia que azotó la zona de su crianza, de la falta de suerte durante los tres años que vendió el chance, de la responsabilidad de su hogar que heredó prematuramente tras la muerte de su padre, del asma que lo afectó durante su niñez, de su dificultad para graduarse del bachillerato, de que en su tercera carrera en Europa se fracturó la clavícula y en el Tour de Francia de 2011 contrajo una gripa, y también de las lesiones que ha sufrido.
Recuerda todas sus caídas: desde la que sufrió en patines a los ocho años y le abrió la quijada, hasta la que padeció en Alemania en 2007, cuando no alcanzó a rectificar en una curva a 16 kilómetros de la meta y terminó lacerado en una quebrada, con fracturas en una muñeca y en el área cervical, y con los huesos de los codos casi pulverizados.
Ese entusiasmo ha sido su motor y al mismo tiempo el mejor aliciente contra tantos dolores en una vida de penurias y un deporte en el que la muerte bien podría ser un riesgo profesional. El 29 de septiembre, minutos antes de correr la ruta élite del Mundial de Ciclismo de Italia, antes de bajarse del vehículo del equipo, le entregó un uniforme limpio al seleccionador boyacense Jenaro Leguízamo.
“Repita conmigo”, le dijo Urán, con la sonrisa que lo caracteriza. “Este lo vamos a usar en el podio”. La confianza en sí mismo había aumentado por el segundo lugar que había obtenido en el Giro de Italia, donde ganó una etapa y por el que El Espectador y Movistar lo premió como uno de los mejores de 2013. Sentía ese día en Toscana que podía convertir los podios en un hábito. Por eso, como acostumbra antes de cada competencia, no le pidió a Dios una victoria, sólo que no se cayera. Entonces sí arrancó sin medir energías a pesar del mal clima.
Pero a 9,4 kilómetros, en una curva en pleno ascenso, con las piernas estragadas por 260 kilómetros de recorrido y cerca de los punteros Vincenzo Nibali y Joaquim Rodríguez, Rigoberto sucumbió ante el piso mojado y terminó con la cara contra un barranco. Y con el uniforme sucio, como previó, sólo que sin medalla, como lo había soñado.
Lo curioso es que su rostro, antes y después de la carrera, desde la arenga con su seleccionador, hasta terminar de 41 con heridas en la rodilla y en el cuello, nunca cambió. La tolerancia al fracaso, como al dolor, cada vez es más grande en Urán, tal vez porque no hay mayor victoria que integrar una élite después de no haber tenido más que a su bicicleta como instrumento de superación.
Nada puede ser tan grave para que su rostro cambie por completo. “Siempre mantiene la sonrisa, al ganar o al perder. Ya es muy típico en él”, asegura Leguízamo, cuyo mejor adorno en su casa en Sogamoso es la camiseta con que Rigo ganó la medalla de plata en la ruta de los Olímpicos de Londres.
“Para mi amigo Jenaro, con mucho cariño”, se puede leer en la prenda enmarcada, que sirve como una muestra del desapego material y a la vez de la capacidad de gratitud de Urán, otras grandes virtudes del ciclista antioqueño de 26 años.
En el Mundial de Ruta de Holanda, hace un año, los integrantes del equipo colombiano decidieron regalarle una camiseta firmada a un mesero que los atendió con amabilidad poco común. “Rigoberto se la entregó, pero le pareció insuficiente, entonces se quitó la chaqueta y la sudadera, se las dio también y subió a la habitación en calzoncillos. Nadie tiene una personalidad tan arrolladora y especial como la de él. El molde con que lo hicieron lo extraviaron por siempre”, añade Jenaro Leguízamo.
La prueba más cercana de esa espontaneidad de Urán es su Twitter, por donde se queja de la impuntualidad de las aerolíneas, descarga fotos orinando, de las arepas que logra conseguir en Europa, de sus entrenamientos. “De cuenta de este señor me he tomado más de un aguardiente”, escribió al respaldo de una imagen que subió junto a Darío Gómez.
Todo le sale así, sin filtros, pero sin ánimo de dañar: las groserías en entrevistas, las burlas a compañeros, las confesiones sobre noches de juerga y licor, las carcajadas estentóreas en eventos. Esa naturalidad la extiende en todas las circunstancias, con ropa deportiva o fuera de contexto.
—Rigoberto, ¿me puedo tomar una foto con usted? —le indagaron en la ceremonia del Deportista del Año de El Espectador y Movistar.
—¿Conmigo? ¿No ve como soy de feo?
No se victimiza y, por el contrario, se ríe de sí mismo. Y esa cualidad tan poco común en los deportistas de élite mundial, lo aleja a kilómetros de la soberbia de la fama.