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Pocos le dicen el Mono a James Rodríguez. Muy niño, mucho antes de ese pelo negro que ahora engomina en Mónaco todos los días, lucía un cabello rubio en forma de hongo. Le tapaba la frente o al menos así sale en una foto que guarda su madre Pilar en su apartamento en Bogotá. El fondo es el estadio Manuel Murillo Toro, tenía siete años y era la primera vez que asistía a un partido del Deportes Tolima.
En Ibagué todos lo distinguían por rubio, su mayor característica. Sus tíos y primos en el parque de Arkaparaíso, donde aprendió a jugar fútbol. Doña Betty, la vecina en cuya casa James ingresaba para tomar refrigerio después del colegio y ver Supercampeones. El técnico Jorge Luis Bernal, que veía cómo se metía a patear balones en los entrenamientos del Cooperamos Tolima, extinto club de la C. El profesor Danilo Barón, que lo regañaba en el colegio El Tolimense por comer dulces en clase, por quedarse en los descansos jugando fútbol y porque únicamente se interesaba en geografía, pues “se acordaba de los países, sólo por los futbolistas que allí habían nacido”.
Los pelos rubios fueron desapareciendo y así lo comprueban las fotos de los álbumes. Con el uniforme del colegio (pantalón beige, camisa blanca, bléiser y corbata vino tino) ya se ve con el cabello más castaño. Con el uniforme amarillo de la Academia Tolimense de Fútbol (en la que siempre tuvo la dorsal 10), también empieza a verse con el cabello oscuro. Entonces su característica mayor dejó de ser esa excentricidad física y con el tiempo empezó a ser su talento en el fútbol. En especial, su pierna izquierda.
La pegada se la heredó a su padre Wilson James (exvolante profesional), pero el estilo de juego salió más parecido al de su tío Arley Antonio Rodríguez, quien jugaba en el Independiente Medellín cuando fue asesinado a balazos el 10 de julio de 1995. La pasión por el fútbol se la contagió su madre Pilar, quien asistió por primera vez al Manuel Murillo Toro cuando tenía cuatro años. Y la virtud propia de James radicó en trabajar su talento. En potenciar su zurda.
La cultivó desde siempre, como consciente de que esa pierna fue el don con el que nació. En los torneos que disputaba, cobraba todos los tiros libres. Su padrastro Juan Carlos, quien lo crio y le regaló los primeros guayos de su vida, se paraba en las gradas y como haciendo un altavoz con las manos, gritaba: “Distancia, juez. ¡Distancia!”. Todos sabían que con la barrera legalmente ubicada, era gol casi seguro. Ensayaba la media distancia en los parques y también después de los entrenamientos.
Ómar Suárez, 16 años futbolista profesional y hace 10 entrenador de las divisiones menores de Envigado, exhibe con orgullo un álbum que guarda en casa. Les muestra a los visitantes la foto que tiene con James Rodríguez cuando era niño y dice: “Yo lo entrené. Me acuerdo de que nos sentábamos cada uno en un balón. Yo lo aconsejaba mucho, le decía que por ser un 10 tan talentoso, los rivales lo iban a buscar para provocarlo y golpearlo. Le pedía que se tranquilizara, porque era de mal genio y le irritaban ese tipo de cosas”.
Suárez recibía unos 100 mil pesos mensuales por la labor. “Pero no era difícil: él parecía diez años mayor por su madurez y capacidad de entendimiento. Siempre fue así, un anciano en cuerpo de niño. ¿O a qué niño se le ocurre pagar clases extra porque quiere ser el mejor?”, recuerda. Su primer gol en Banfield, contra Rosario Central, fue una oda a esa pierna izquierda, que es lo más cercano al santo grial del fútbol.
Su padrastro Juan Carlos veía el juego en las tribunas del estadio Florencio Sola. Vio como James recibió un balón por el centro y apenas la acomodó, disparó al ángulo. Vio como su propia piel se le erizó y escuchó como empezaron a corear en la barra popular: “Colombiano, colombiano, colombiano…”. Esa zurda ha provocado los episodios más felices de su familia y de todo el país futbolero desde que empezó a vestir la camiseta de la selección de Colombia de mayores (septiembre de 2011).
En el Mundial, sin quererlo, ni hizo extrañar a Falcao. Y, a pesar de no ser delantero, ayer se convirtió en el máximo goleador de Brasil 2014 (lleva 61 en su carrera). Uno de cabeza, uno de derecha y cuatro con la izquierda. Siempre la izquierda. Su gol ante Uruguay superó en significado al que marcó Rincón en Italia, al de Preciado en Francia y al de cualquier otro colombiano en un certamen internacional. Ese tanto se coló en la estantería nacional donde están exhibidos el escorpión de Higuita, la vaselina de Asprilla a Goycochea en el 5-0 y otras genialidades de jugadores vistiendo la amarilla.
Además, llegó al apogeo de su fútbol en Brasil 2014 para dejarnos una lección. En Colombia sí podemos escoger mejores ídolos, que no sean polémicos, demagogos o con muchos menos honores de los que dicen tener. James es un ídolo que da buenos ejemplos: espiritual, de principios, leal con sus amigos, familiar y mucho más altruista que oportunista. A él sólo le interesa el balón como instrumento para dejar bien parada a Colombia.
Y James demostró algo más: para ser un ídolo en Colombia no hay que venir de un contexto de violencia y pobreza extrema. Su historia es la de un niño al que su madre (en especial ella) y su padrastro le inculcaron la idea de ver el deporte como un oficio. Sólo que ahora lo cogió como el campo para convertirse en leyenda. Y lo mejor es que apenas tiene 23 años y le restan muchos escenarios en su carrera para sumar miles de adeptos más.