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Mientras el país ardía en llamas por cuenta de los conflictos entre guerrillas, narcotraficantes, paramilitares y el rugido de sables de las Fuerzas Armadas, la muchachada popular se perdía en sus veleidades; el futuro parecía no deparar nada bueno.
La música, no obstante, se vuelve un instrumento de salvaguardia. La eclosión cultural de los setenta puso en la órbita el rock, el jazz y otros sonidos, el punk y el metal vendrían a ser unos de ellos. En ciudades como Bogotá y Medellín este género atrapó la atención de la juventud. Su contenido antisistema y su decadente luminiscencia hicieron de esta manifestación musical un estilo de vida.
En acetatos y casetes se escuchaban bandas como The Damned, The Exploited, 4 Skins, Sex Pistols o Dead Kennedys, en fanzines como Piraña Zine, Diabolic Force, Necrometal, Nueva Fuerza, Visión Rockera, Hellzine, Black Zine y Medellín Subterráneo, se divulgaba el sonido que devoraba a la juventud. Ello en el marco de una ciudad que era víctima y verdugo de los excesos y las bondades de Pablo Escobar.
Las apuestas literarias del momento venían acercándose a estas realidades. Novelas como Aire de tango (1973), de Manuel Mejía Vallejo; Crónica de tiempo muerto (1975), Óscar Collazos; Que viva la música (1977), Andrés Caicedo; Los parientes de Ester (1978), Luis Fayad; Sin remedio (1984), Antonio Caballero; El cielo que perdimos (1990), Juan José Hoyos, entre otras apuestas estéticas, desmontaron el anquilosado estilo de los escritores costumbristas y pusieron como protagonistas las urbes y, con estas, los fantasmas, los conflictos y los desvaríos de los individuos que las habitaban.
El cine, como arte que congrega sus expresiones hermanas, no se podía quedar atrás. Víctor Gaviria lo entendió así y, haciendo uso de su acervo literario y un gran capital cultural, utilizó la técnica del neorrealismo italiano para poner en la pantalla un desnudo de la vida de un joven de las comunas de Medellín.
El sinsentido de la vida
En efecto, con Rodrigo D. No futuro se enseña que la pobreza y la juventud son potentes condicionantes en la anulación de las proyecciones humanas.
El protagonista Rodrigo es un muchacho que busca suplir su vacío maternal y existencial con el punk. Esta intención, sin embargo, no es permitida porque no tiene el instrumento para conseguir su instrumento, esto es, la batería.
Es así, con algo tan simple como real, la manera en que Gaviria explota una poética y una estética que condensan la sagacidad de la muchachada, la contramarea del entorno, la explosión de la música.
Con pasajes revestidos de una oscura inocencia, como Rodrigo y sus baquetas, el realizador antioqueño encierra lo que Pedro Adrián Zuluaga denominaría como “los resortes de los personajes”.
De ahí se desprende otra cualidad de la película y el realizador, que es capaz de sacar de los recovecos de sus personajes una meditada sensibilidad, entonces hace del mismo muchacho que le grita a su hermana y no oculta su machismo, un ser que suscita simpatía y ahogo por la imposibilidad de conseguir su batería.
Desde luego, hay otros elementos que hacen de esta película un hito en la historia del cine colombiano, el lenguaje en su expresión más cruda y el uso de actores naturales (su virtud radica en que no actúan; viven), son dos factores que contribuyen en el triunfo de una apuesta que sería reconocida en Cannes con su exhibición ante un público mundial y exquisito (huelga recordar que fue la primera película colombiana exhibida en la selección competencia).
De hecho, si hay que hablar de personajes es indudable que los de Víctor se circunscriben a esa línea inextinguible: Rodrigo (interpretado por Ramiro Meneses) y su desasosiego, el Zarco (hoy fallecido) y su visaje, y la misma Lady Tabares son figuras que permanecerán en la memoria colombiana. Todo lo cual devela otra virtud del realizador, virtud que, por lo demás, se ajusta más a la expresión literaria.
La inmersión en el entorno
A todo lo anterior hay que agregar el trabajo de investigación que el realizador antioqueño hizo para poder desarrollar con suficiencia y verosimilitud la película.
Gaviria se sumergió en esas calles empinadas y laberínticas y además dejó que los actores participaran en la creación del guion. Pues bien, dicho método resulta clave para el entramado discursivo y espacial de lo expuesto en Rodrigo D y podríamos incluir, cómo no, a La vendedora de rosas.
Por supuesto, no es un imperativo (nada lo es en la creación), pero el trabajo in situ le incorpora al largometraje otra importante característica: la de retratar el infortunio sin caer en la pornomiseria.
No. Nada de eso. Rodrigo D. No futuro es una producción que se presenta en el marco sociopolítico de un país en crisis (siempre lo ha estado), que abre las ventanas a otra narrativa y estética, que sabe hibridar lo testimonial con lo ficcional.
Otra cosa no menos importante es que el largometraje sabe expresar su descontento ante la realidad sin caer en la disputa desgastada del arte militante. Si un escritor no lo es por lo revolucionario, sino por lo creador, que fue como escribió Julio Cortázar en la conocida querella con Óscar Collazos, un cineasta no es ajeno a dicha condición.
Víctor Gaviria logró lo de pocos: retratar la pobreza sin caer en el canibalismo; manifestar la indignación sin caer en el obnubilado visceralismo. Parafraseando a Baudelaire: con Rodrigo D se hace de lo ordinario algo extraordinario.
Mirándolo en retrospectiva, 25 años después, se aprecia mejor su valor. Gaviria, el poeta, hizo del verso de Keats su línea de trabajo: la verdad es belleza, la belleza es verdad. Esto es todo.