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No obedece al esterotipo del rockero consumidor de drogas. Desarma cualquier prevención y sin que uno sepa siquiera cómo.
Alguien dijo, ya no sé quién, que “se desprecia lo que no se conoce”. En el caso de Juanes esta frase me parece más cierta: al que no le guste Juanes es porque no lo conoce. Yo no lo quería, antes de conocerlo, y nunca quise ir a sus conciertos ni aunque fueran gratis; por prejuicios, por celos, por bobadas. Me parecía exagerada su fama, propagandística su filantropía, demasiado simple su música, hechiza su belleza.
En cambio, cuando lo vi por primera vez (no en televisión, no en un concierto, no en la carátula de un CD ni en la portada de una revista), cuando lo traté un instante en la casa de unos amigos, de inmediato me di cuenta de lo equivocado que estaba: en un segundo Juanes te desarma cualquier prevención y sin que uno sepa siquiera cómo, bastan pocos instantes de conversación para derribar cualquier barrera o resistencia y quedar conquistado. Algo así deben de sentir —sin prevenciones— los millones de jóvenes que en el mundo lo quieren, lo cantan, lo bailan y lo aclaman. Las grandes estrellas del pop (como algunos hombres o mujeres de Estado) tienen algo de lo que carecemos el común de los mortales: un magnetismo y un poder de fascinación inmediatos, eso que en otros tiempos se llamaba carisma.
Juanes es un tipo encantador, que destila sencillez y espontaneidad por cada poro, que no se cree más de lo que es (ni menos), que no finge, ni simula, ni disimula: es un monstruo de la música pop contemporánea, una figura conocida y reconocida en todos los continentes, una estrella para propios y ajenos, y sin embargo no ha dejado de ser un sencillo muchacho antioqueño, el hijo menor (entre seis) de un abarrotero de Carolina del Príncipe, un pueblo que, como diría León de Greiff, está “salido del mapa”.
Lo veo por segunda vez para escribir esta nota y nos encontramos en un restaurante típico, cerca de Medellín, Queareparaenamorarte, en La Fe. El nombre del sitio recuerda esas canciones populares de las que se nutre la música de Juanes: “¿Qué haré para enamorar a esa pérfida mujer?”. Por lo que veo en la sesión de fotos que hacemos a la entrada del sitio, la pregunta que Juanes debe hacerse es la contraria: ¿Qué haré para NO enamorar a todas las mujeres? Las de quince, las de veinte, las de treinta, las de sesenta, se le tiran encima, le piden fotos y autógrafos, lo estrechan en abrazos, lo besan, con las pupilas dilatadas, la boca entreabierta, las manos aleteantes, las piernas nerviosas y el pecho erguido. No existe, entre las profesiones modernas, un poder de seducción superior al que tienen los cantantes. Le pregunto a Juanes sobre la manera en que consigue resistir a los encantos de tantas sirenas, pero él, padre reciente de Dante, su tercer hijo, desecha la pregunta: “¿Sabés que yo no me fijo mucho en eso? Ni siquiera me doy cuenta”, me dice, y lo dice con tanta serenidad que le creo: no es el típico cantante seductor que aprovecha toda ocasión de pecar.
Tampoco obedece al estereotipo del rockero consumidor de drogas, ni siquiera en su primer período, cuando era un metalero duro con su grupo de metálica, Ekhymosis. Con una guitarra eléctrica descompuesta (comprada en una prendería por Guayaquil —el barrio de las putas de Medellín—), ensayando en la casa de sus padres, empezó el grupo. La cosa se complicó en quinto de bachillerato, pues por pensar sólo en música perdió cinco materias y el año, en el mismo instituto de donde se graduó el presidente Uribe, el Jorge Robledo. Eran completamente sanos en cuanto a la droga. Lo máximo que consumían eran garrafas de vino dulce barato, comprado en una fabrica que había por El Poblado. “Los que metían droga eran los ejecutivos de chofer y corbata; nosotros nunca, pero los estereotipos dicen otra cosa, por prejuicios tontos contra la ropa negra, el pelo largo o vainas así. Nosotros, en eso, no nos queríamos parecer a Kurt Cobain”.
“Lo que nosotros queríamos expresar era una especie de resistencia musical contra lo que estaba pasando en esos años en Medellín, que era horrible. Eran los años duros de la mafia, a finales de los 80 y principios de los 90: bombas, asesinatos, tiroteos. Para nosotros la música era una manifestación de rabia, de frustración por lo que pasaba, pero también un símbolo de esperanza, una salida del agobio de la violencia. Creo que todavía mi manera de tocar la guitarra tiene algo del metalero que fui. Y conservo esa misma rabia y esa misma esperanza contra la violencia de Colombia”.
Dice que está cambiando; que este ha sido el año más importante de su vida. En primer lugar estuvo el nacimiento de Dante, su primer hijo varón. “Por mis dos niñas siento algo que supera, en amor, todo lo imaginable. Pero el nacimiento de un hombre le hace sentir a uno cosas distintas, más complejas, como enfrentarse con la imagen de sí mismo y de mi papá, al mismo tiempo, como si él hubiera resucitado. Esa experiencia es muy fuerte”.
Después vino el concierto de Cuba, quizá el más importante de su carrera y sin duda el más apoteósico, que le ha cambiado muchas cosas por dentro: “es como si me hubiera sacudido toda la mierda que me cayó encima”.
La idea surgió en España con Miguel Bosé y una asociación española que trabaja por los derechos humanos. Las opciones del concierto de Paz sin Fronteras eran o los límites entre México y Estados Unidos (Ciudad Juárez) o Cuba. “Escogimos Cuba, aunque mi conexión con ese país, que yo no conocía, era una sola: mi amor por la música de Silvio Rodríguez. Fuimos a Cuba a hablar con el ministro de Cultura. Él nos propuso que cantáramos en la tarima antiimperialista. Nosotros tuvimos que explicarle que la idea era otra: un concierto por la paz, sin ideología, sin fronteras en todos los sentidos, incluyente, de los cubanos de la isla y de los de afuera. Yo le pedí la Plaza de la Revolución y el ministro dijo que necesitaba unos días para consultarlo, porque era muy difícil. Después de La Habana nos fuimos para Washington a contar la idea que teníamos: hacer un concierto por la paz en ‘territorio enemigo’”. Necesitaban al Departamento de Estado para que les ayudara con los permisos a otros artistas. “En Washington también dijeron que nos avisaban después, porque no era fácil. A las dos o tres semanas hubo la aprobación de lado y lado, al mismo tiempo; esa fue una primera buena señal a favor de la paz, un gesto de los dos países”.
“Yo quería conocer a Silvio Rodríguez; lo conocí, lo vi dos veces en esa visita. En el Miami Herald colgaron una foto mía con él. Y ahí empezó una guerra mediática violenta, todos los días contra mí y contra el concierto en Cuba. Lo mínimo que me decían era hijueputa e hipócrita. Dejaban mensajes amenazantes en el celular. Salía a la calle con miedo, con miedo por mis niñas: pero en cambio los cubanos de la calle me abrazaban, me decían que no les hiciera caso a los de la radio, la televisión o la prensa. Lo que esa gente decía no estaba conectado para nada con lo que pasaba en la calle. Algunos colegas artistas cubanos también me criticaron y me dieron la espalda. Cuando explotó el escándalo en Miami, todos los artistas que me habían dicho en principio que sí, se quitaron, uno a uno, menos Miguel y Jovannotti. Un político cubano del Partido Republicano me decía: Te lo advierto: tu carrera se va a acabar si haces ese concierto”.
“Fue el concierto más grande de mi vida: más de un millón de personas, bajo un sol tenaz, siete horas de música, casi 40 grados. Y lo mejor fue que todos quedaron contentos: los cubanos del régimen, pero también los del exilio. Todos vieron que no era una manipulación política de ningún lado. Era la música sonando por la paz y la libertad. Lo que sí descubrí fue un lado muy oscuro de la política y de los medios de comunicación: todos intentando manipular a la gente; y la gente simplemente con ganas de gozar con la música. También los empresarios, los sponsor, se fueron quitando uno por uno, y todo lo tuvimos que financiar con fondos propios de los artistas, Miguel y yo sobre todo. Pero no importa, cuando Silvio empezó a cantar Ojalá, yo sentí que un ciclo de mi vida se había cumplido y que había llegado, a los 37 años al sitio más importante de mi carrera, como si se cerrara un círculo desde cuando yo aprendía a sacar en la guitarra, sin saber leer partituras, esa misma canción de Silvio Rodríguez”.
Desde ese concierto, Juanes se cuestiona mucho la idea de la libertad que hay en Occidente: “a veces la libertad es un pretexto para mantener a la gente libre de ser ignorante, libre de ser muy pobre, libre de comprar y comprar bobadas. Allá los fuerzan a estudiar, y eso no está mal: la educación es lo que permite después ejercer la verdadera libertad. Claro que tienen también cosas horribles, pero dónde no”.
Durante el almuerzo hay una dificultad gastronómica: nos traen empanadas rellenas de chorizo y de pierna de cerdo. Juanes se sobresalta: “¿No tendrán otra cosa? ¡Yo no como cerdo!”. Julián Estrada, el dueño de Queareparaenamorarte, le pregunta si no come cerdo por ideología o por remilgo. Juanes lo piensa un momento y dice: “Será por remilgo, pero es un remilgo con historia. No como cerdo, ni loco, desde que estaba pelado, hace como 30 años. Viene de mi infancia en Carolina, cuando hacían la matada del marrano el 31 de diciembre; al amanecer llegaba el marrano y desde el primer momento chillaba, gritaba con miedo. Después entraba el carnicero con el cuchillo de matarife en la mano, terrible, violento. A mí se me volvió un trauma de niño la matada del marrano. Yo veía la cuchillada, oía los chillidos casi humanos, después la quemada, y cómo lo descuartizaban en pedazos llenos de sangre y lo metían a la nevera: la cabeza, las patas, las orejas, la rellena, la morcilla, y yo veía esos pedazos durante semanas invadiendo la nevera, el olor en toda la casa. Me parecía que mi mamá, cuando comía morcilla, estaba comiendo sangre, y yo me tenía que ir para la casa de mi tía. Yo no puedo con eso: desde entonces yo odio la carne de cerdo, detesto el chicharrón, los frisoles con garra... Eso de las marranadas deberían prohibirlo”.
Como Juanes no conoce los mataderos de reses, se come sin problemas tres medallones de solomito; eso sí, bien cocidos, para que la sangre no se vea. Eso me lleva al tema de su Fundación, que lleva el nombre de Mi Sangre. Pero de eso hablaremos después del almuerzo, ya en su bonita casa del Alto de las Palmas, rodeados de árboles nativos y perros suizos, unos perrazos berneses bonachones y dulces como su mismo amo. Le digo que si llegan a criar le compro uno y él dice que si llegan a criar me lo regala. Aquí queda el compromiso, y por escrito. Lástima que Alighieri, el perro macho, al parecer no tiene el más mínimo interés en montar a Aurora, la hembra, ni siquiera cuando está acalorada y le busca el lado. Confiemos en que la madurez lo haga recapacitar, en el próximo celo, y venga una camada de cachorros. Yo creo que los tiene sobrealimentados, le digo a Juanes, y que comen tanto que ya no tienen ganas de nada más; ese es uno de los problemas de la abundancia.
En el bonito estudio semisubterráneo donde Juanes ha compuesto sus últimas canciones (su próximo cd saldrá en septiembre), hablamos de la Fundación y de su música. La que ya hizo y la que viene. Lo primero que se le viene a la cabeza cuando compone es la melodía; le va metiendo ritmo de batería y otros instrumentos con sus sofisticados aparatos. Lo más complejo es ponerle letra a todo eso, pero al fin la canción va saliendo y luego invita a los otros de la banda, para hacer arreglos. Cuenta su método de composición con sencillez, sin alardes. No es magia, es trabajo.
Después hablamos de su compromiso filantrópico y humanitario, a través de la Fundación Mi Sangre, a favor de las víctimas de las minas quiebrapatas, de cualquier edad, de cualquier origen. Hay tantas víctimas en Colombia que la Fundación no da abasto para las labores de educación, para el apoyo que se les da a los mutilados en rehabilitación. Hoy en día los héroes del pop no son sólo cantantes: tienen una función política y social; si no dedican parte de su prestigio, de su dinero y de su esfuerzo en un trabajo por los demás, no son nadie. Y Juanes lo hace con la misma sencillez y eficiencia con la que habla, con la que compone, con la que come y camina.
Cuando le digo que yo no lo conozco en absoluto, que no soy un experto en su música ni en nada de lo que hace, y que no sé cómo haré para escribir su “retrato hablado”, me mira a los ojos, sonríe, y me pregunta con su misma sencillez desarmante de todo momento:
“¿Te cuento mi vida o qué?”. Y empieza: “Mis papás, Javier Aristizábal y Alicia Vásquez, eran, cómo se dice…, eh, de clase baja, pues, pero mi papá fue un tipo muy trabajador y disciplinado desde cuando tenía 15 años; mi papá fue ganadero, pero no tenía tierra, yo no sé cómo hacía…”. Y así sigue, contando con sencillez los hilos de la infancia que tal vez expliquen al hombre de hoy. Pero yo ya no lo oigo: su vida, sus canciones, sus conciertos, están en Wikipedia o en la red. Yo solamente digo que me encontré, sin buscarlo y sin quererlo, con un tipo bueno, con un ser humano encantador, con alguien a quien el éxito y la fama no se le han subido a la cabeza. Ojalá Juanes, siempre, siga siendo como es. Él ni siquiera sabe dónde está su secreto. Ojalá no lo averigüe nunca, porque el secreto de la bondad es ese: que no debe saberse de dónde sale, de qué depende ni dónde está. Termino como terminan los adolescentes sus cartas: Juanes nc, es decir, Juanes, no cambies.