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Gracias al estreno de la cinta ‘2012', en donde Roland Emmerich destruye el mundo basado en las teorías del calendario Maya, El Espectador regaló un viaje a Cancún.
A los participantes se les pidió que enviaran una historia de no más de 30 renglones contándonos ¿Cómo se imagina el fin del mundo y que haría usted para salvarse?
El Espectador publica la historia ganadora escrita por Andrea Cheer.
'De Taganga a Cancún'
Maria me llamó esa mañana para decirme que podía jurar haber visto a Adolfo Hitler pidiendo limosna en la Candelaria. Llegué a la oficina y un colega nos quiso convencer a todos de que Napoleón Bonaparte, encaramado en una zorra, se paseaba por la 26 buscando papeles y botellas para reciclar. Ese mismo día, mi hermano, que vive en Washington DC, me llamó angustiado porque su rata de laboratorio había cantado un pedazo de la canción de Perales "Si tú te vas, que seas feliz...." y minutos después se dejó morir, debajo del ojo del microscopio.
Por la tarde, los noticieros presentaron las imágenes de Hugo Chávez, manoteando ante la pantalla porque se había quedado mudo en medio de otra cumbre de UNASUR. Se quedaron mudos Chávez y todos los presidentes de la región. El daño era irreversible. A partir de ese día, todos nos fuimos quedando sin algo: en Perú algunos perdieron la memoria, otros en Australia los reflejos, en China muchos dejaron de llorar y en México los paladares se volvieron alérgicos al picante y dejaron de comer. En Estados Unidos los computadores se inventaron nuevos alfabetos que nadie descifraba y en Ámsterdam todos perdieron el equilibrio y ya nadie volvió a salir en bicicleta.
Había transcurrido un mes sin que tuviera noticias de Maria. Pasé a visitarla. Después de varios intentos, usé las llaves que tengo, cuando en su ausencia paso a echarle comida a Evaristo, su loro. Había dejado una nota encima del teléfono y un mapa. Cuando Evaristo advirtió mi presencia en la cocina, no me llamó por mi nombre como de costumbre. Había logrado salir de su jaula y revoloteaba por toda la casa gritando Tagaaangaaa!, cual voceador de periódico. En la nota, un garabato se me pareció a la palabra Taganga y el mapa tenía una huella digital cubriendo ese minúsculo territorio.
Con Evaristo al hombro y desplumado, llegué a esa playa, enclavada en medio del Caribe Colombiano. Nada podía ser más insólito: reconocí a Van Gogh buscando alguna oreja para hablar y a Policarpa Salavarrieta regando al aire gritos de independencia. También vi a Modigliani pintándole unos ojos a Maria que se había quedado ciega, y vi a mi abuela arrastrando su pelo blanco y enseñándole a escribir en arameo a un puñado de niños sordos. Había hombres y mujeres del común. Ni pobres ni ricos, ni desgraciados, ni tímidos, ni bonitos ni feos, ni de eso que llamamos estrato 2 o 5. Todos habíamos perdido algo.
El sentido, los sentidos: y es que al final da lo mismo que el ron exista o no, si es imposible sentir cómo nos quema la garganta, da lo mismo reír o no reír, si somos incapaces de escuchar esa carcajada. Para salvarme, simplemente debía tejer y esperar a que volviera Ulises, sin razones, sin pretextos.