Publicidad

Un oprobio inmarcesible

Una mirada crítica a la publicación del libro del último de los nadaístas, recién fallecido.

El Espectador
01 de noviembre de 2010 - 10:00 p. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

El último de los nadaístas en conservar el espíritu generacional libertario y literario de los poetas y narradores vinculados a ese movimiento, Jaime Espinel, -mi grande amigo, recién muerto-, fue objeto de un oprobio inmarcesible. Los editores del libro que le publicaron y que fue una antología personal de cuentos, introdujeron una nota previa al texto completo de su prosa, diciendo, -palabra más, palabra menos-, que el escritor que irían a leer a continuación no sabía escribir.

Jaime tuvo poca suerte con la publicación de sus cuentos. Todos difundidos por las universidades, porque como marginal que fue siempre, no tuvo proximidad con las editoriales comerciales, que no ven en el libro sino el producto o resultado del interés mercantilista. Pero jamás le había ocurrido lo que le pasó con esta impresión de su cuentística esencial.

Imagínense una nota previa del editor hablando de legibilidad o de uso de mayúsculas, signos de interrogación o de exclamación, o peor aún de paréntesis no cerrados en una novela de William Faulkner, Malcolm Lowry, James Joyce, Samuel Beckett diciendo que había inconsistencias literarias y formales de la construcción lingüística en tales maestros, porque utilizaban sus propias herramientas para escribir.

Fernando González se lo puntualizó a su hermano cuando quiso suprimirle frases a la edición de su libro acerca de los pantaloncitos de Tony en El remordimiento: "El libro tiene que quedar tal como me nació, sin cambios, sin supresiones, porque si no, tendríamos sermonario para señoritas histéricas... Todo es esencial en mi libro. Si suprimiste, renuncio a la publicación". (Marzo 19 de 1935)

Un libro es un todo. No meramente el proceso de elaboración digital, de corrección de su ortografía y de recomendaciones gramaticales, sino que supera la mera reproducción técnica. Hay que ser un editor que cavile con la propia expresión del autor y sepa dónde dirigir sus pasos ante las inquietudes que le sugiera el texto. Que haya leído al autor, que lo conozca, en una palabra. Con Barquillo, -así conocido popularmente-, no se consideró algo al respecto. El academicismo hirsuto (cercado de púas y rejas) de los editores de una universidad tan prestante como la Eafit no hizo posible desentrañar el estilo de Espinel y se le descartó la posibilidad de entender que esa es la escritura de quizás el mejor de los cuentistas que escribió sobre Medellín y el país en los años finales del siglo 20. Jaime fue el creador literario que mejor desenvolvió la jerga de los pandilleros y bandidos que tanto despertaban su interés literario y vital.

No es entonces gratuito lo que afirma el poeta Juan Manuel Roca cuando destaca precisamente esos logros de Barquillo con el lenguaje:

"En Agua de luto nos encontramos con un escritor cuya raigambre parte directamente de su entorno, de la exaltación de la cultura popular, pero que sabe cuidarse de dosificar su argot, pues la temporalidad de la jerga marginal, a cada momento renovándose, también acecha volviendo transitorios lenguajes que se consideraban vigentes".

Y consigue desentrañar el ambiente donde transcurren los relatos: "Como en una galería de espejos deformes, una legión de seres y de sombras chinescas deambula por la ciudad de Medellín, por sitios vedados donde el hampa canta una canción de olvidos. Barroco, poblado de alusiones que podrían ahogar el texto, Espinel salva sus cuentos de la asfixia gracias al hilo secreto con que teje sus historias, un hilo fuerte como el cáñamo. La gran virtud narrativa de Espinel está acaso en esa manera de encarar la realidad, con un sesgo burlón y a la vez amoroso. Textos que proceden acaso de una tradición oral de barrio, de la crónica roja, de esos héroes marginales que alternan fútbol y bar con bandoneón de fondo, hombres fronterizos que oscilan entre sueños de gloria, cuchillos o disparos. (Boletín Cultural y Bibliográfico, Banco de la República, Número 1, Volumen XXI, 1984)

Pero los correctores del libro recién editado no tenían elementos para descubrir y describir lo anterior sino que se ciñeron a los tradicionalismos de la facilidad en aras a entregar otro nuevo producto comercial que entregar al catálogo de publicaciones del prestigioso fondo editorial.

Hoy nuestro Barco debe revolcarse en sus cenizas porque, como marginal que fue, toda su intensa vida cayó en manos de personas que ni siquiera lo habían leído antes para saber de quién se trataba y así darle expresión debida a su actuar creativo en la producción de sus elaboraciones y decires.

Dicen los editores que "no se unificó el uso de los signos de exclamación e interrogación, que en muchas ocasiones no son utilizados con el rigor que exige el idioma español. Tampoco el uso de los guiones cortos y medianos dentro del texto, que no obedece a una lógica que se pueda establecer a posteriori... lo leemos, dentro de su intención de unir las frases, como una corta huida hacia lo inconcluso. Se conservó la ausencia de comas en lo que puede considerarse enumeraciones simples y entre oraciones yuxtapuestas, y también el trocamiento de palabras que posee un efecto de interacción y complementación del sentido, que permite apreciar que se trata de una intención y no de un descuido".

¿Qué dirían sobre esa nota autores como nuestro premio Nobel de literatura al escribir El otoño del patriarca, porque podrían darle igual tratamiento, o Julio Cortázar, o el Jorge Luis Borges de Hombre de la esquina rosada?.
Bendita seas academia aunque así nos mates...

Editar es conocer todos los dispositivos disponibles para elaborar un libro, en este caso. No es saber corregir ortografía, algo de gramática y vulnerar el estilo del escritor que es en última instancia el que define su particularidad y su modo de ser y de narrar en la escritura.

Y es impensable que un editor desconozca la obra de quien es el objeto de su pesquisa necesaria en el adecuado proceder para su cabal y digna publicación.

Y para agravar la cuestión tampoco la portada se compadece con el contenido del libro. ¡Pero si apenas lo leyeron en pruebas para aceptar su impresión, qué iban a encontrar tema de los ámbitos trabajados por este auténtico narrador antioqueño¡

El academicismo quita vida a la realidad. Y si es ejercido con ortodoxia se convierte en ramplonería de la peor especie. Lástima tanta gente aprendida que no aplica a la existencia el sentido común que parece ser el menos común de los sentidos.

Por El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar