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Pregunta: además de ser o haber sido electos como presidentes de sus respectivos países, ¿en qué se parecen Hugo Chávez, Vicente Fox, Álvaro Uribe, Rafael Correa, Evo Morales, Martín Torrijos, Néstor y Cristina Kirchner y Daniel Ortega?
Respuesta: fuera de las diferencias que han llegado a enfrentarlos, todos ellos comparten cierto estilo. Aunque sus seguidores jamás aceptarían reconocerlo –“¿Quién osa comparar al fascista de Uribe con el revolucionario de Chávez?”, “¿quién se atreve a unir al tiránico Chávez con el liberal Uribe”?- y estarían dispuestos a cualquier sacrificio con tal de borrar esa odiosa hermandad, todos esos líderes, al igual que otros que por muy poco han fracasado en las urnas como Ollanta Humala o Andrés López Obrador, poseen la misma propensión al populismo, los mismos tics mesiánicos, la misma tentación salvadora y, sobre todo, la misma íntima desconfianza hacia las reglas democráticas.
En mayor o menor medida, unos y otros se han presentado ante su público en el papel que la sociedad del espectáculo exigen sin falta a los líderes contemporáneos: outsiders, descastados, rebeldes, que se enfrentan al estamento tradicional dominado por la ineficacia, la corrupción y el amiguismo. Para tener alguna posibilidad de triunfo en nuestra época, un político no puede parecer un político. Ante el acelerado descrédito que la democracia ha sufrido en América Latina –un proceso que no ha durado diez años y, en casos como el mexicano, ni siquiera seis-, quienes aspiran a convertirse en gobernantes deben revelarse como implacables críticos del sistema, renovadores absolutos, self-made men que, sólo gracias a su talento y energía individuales, han logrado abrirse paso en el fango de la vida pública.
A fin de probar su insumisión, hasta los dirigentes más conservadores se apropian del discurso revolucionario: basta escuchar las invectivas de Álvaro Uribe o incluso de Felipe Calderón para constatar este saqueo del viejo romanticismo de izquierdas. “La política está podrida, se ha vuelto coto exclusivo de hienas y chacales –repiten una y otra vez-, y sólo yo, el hijo rebelde, el insobornable, el inconforme, seré capaz de salvar a la patria de esos monstruos”. Poco importa que el héroe en turno haya pasado la mitad de su vida medrando en las estructuras que ahora ataca o que posea vínculos de sangre con los personajes que hoy desprecia; para ganar las elecciones, sus asesores necesitan reescribir su biografía a fin de mostrarlo incontaminado, puro, al margen de esa bazofia que los ciudadanos tanto aborrecen: la política.
En campaña, incluso los candidatos de los partidos en el gobierno se ven obligados a abjurar de su pasado, de sus protectores y colegas, para disponer de una mínima credibilidad como abanderados del cambio: la palabra mágica que ningún líder, ni siquiera el más conservador, puede dejar de pronunciar. ¿Cambio hacia dónde? No importa: lo relevante es fingir un rompimiento con el statu quo, dejar claro que no se es cómplice de las componendas y corruptelas previas, que se es libre de ataduras, por más que subrepticiamente hasta los candidatos más radicales establezcan acuerdos con los empresarios, el ejército y la Iglesia, o incluso con distintos grupos criminales.
El descrédito de la política acarrea el inevitable descrédito de la democracia: si el sistema no funciona, si las desigualdades no se limitan, si el país se mantiene en la ruina o no cree lo suficiente, si perseveran el crimen y la impunidad, no es culpa de la ineficacia de los funcionarios, sino del sistema en su conjunto.
¿Y quiénes son las rémoras que impiden la transformación prometida por el nuevo caudillo? Los otros políticos, por supuesto. Y en particular quienes medran en las sucias aguas de los otros poderes estatales: representantes populares y magistrados. Los ataques contra los corruptos o abúlicos miembros de los poderes legislativo y judicial resultan tan frecuentes como previsibles: son ellos quienes atajan la capacidad de acción del caudillo democrático y lo condenan a la parálisis. Principal objetivo al llegar a la presidencia: sanear el poder judicial –lo cual casi siempre significa atajar su independencia- y echarles la culpa de todos los males a los primitivos, antipatrióticos y gansteriles miembros del legislativo.
No resulta extraño, pues, que los caudillos democráticos inviertan toda su energía en lograr la aprobación de leyes que amplíen sus facultades y disminuyan el poder de los tribunales y el congreso: los proyectos constitucionales de Chávez, Correa o Morales, al igual que la reforma constitucional que permitió la reelección de Uribe, comprueban esta tesis.
Da igual si el líder es de izquierda o de derecha –términos que resultan cada vez más irrelevantes-: la crisis económica, la seguridad nacional o la lucha contra el narcotráfico serán invocadas una y otra vez para justificar los asaltos a la legalidad. Comprados o diezmados, jueces y legisladores extravían sus facultades, se supeditan a los deseos del caudillo y se transforman en comparsas. El diorama democrático se mantiene para evitar las acusaciones de autoritarismo, aunque en la práctica el equilibrio de poderes se reduzca al mínimo. Gracias a este tipo de maniobras, el caudillo evita rendir cuentas a través de las vías institucionales y puede consagrarse, en cambio, a seducir a su público.
Las herramientas básicas para evaluar su trabajo no son los votos o las comparecencias ante los parlamentarios, sino las encuestas y sondeos de opinión: la popularidad inmediata, evaluada día con día y a veces hora con hora como la audiencia de una telenovela, se vuelve la única forma de medir su tarea de gobierno. El show del caudillo democrático concede un gigantesco poder a los medios electrónicos y en particular a la industria televisiva. La caja idiota se disfraza de caja democrática: el único contacto que la mayor parte de la población tiene con sus dirigentes. Fuera de los pocos ciudadanos que leen periódicos, revistas y libros en América Latina –un porcentaje ridículo-, el resto no tiene otra posibilidad de mantenerse informado sobre las acciones y resultados del gobierno si no es a través de los noticieros. Mientras la radio e internet permanecen como espacios para la diversidad de opiniones, la televisión se presenta como espejo de la realidad política: el traslado inmediato de los hechos, en directo, a la comodidad del hogar. Por ello, el caudillo democrático se ve obligado a pactar con los dueños de las empresas mediáticas, las únicas que pueden garantizarle popularidad, y, como una estrella de culebrón, firma cláusulas secretas para que los productores resalten sus mejores ángulos (y escondan sus defectos).
Los vínculos de los nuevos caudillos con la industria mediática constituyen uno de los mayores peligros para la democracia en América Latina: destruyen el equilibrio de poderes y anulan la posibilidad de que los dirigentes rindan cuentas de sus actos. Arropado por su popularidad –es decir, el cobijo de los medios-, el caudillo democrático acumula un poder anómalo que no puede ser limitado a través de mecanismos institucionales. El show business desfigura la política: presenta la democracia como una telenovela y a los gobernantes como héroes o villanos según la lógica del rating y las tarifas comerciales. Poco importa que la gestión del gobernante sea aprobada por la mayor parte de la población –el primer Chávez o el último Uribe-: la falta de cotos al poder personal siempre constituye una grave amenaza para las libertades cívicas.
Decálogo del caudillo democrático
1. Utilizar la palabra democracia en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importar las medidas que adopte.
2. Utilizar la palabra cambio en toda ocasión, cada vez que sea posible, machaconamente, sin importar las medidas que adopte.
3. Acusar a todos los adversarios de “antidemocráticos”.
4. Presentarse como una persona normal, capaz de entender los problemas de la gente, nunca como un político profesional (por más que haya pasado los últimos veinte años en la política) y emplear siempre un lenguaje coloquial (de preferencia trufado con palabras altisonantes, frases populares y dobles sentidos).
5. Vituperar una y otra vez la política y a los políticos y denunciar con violencia las prácticas corruptas del antiguo régimen (aunque haya formado parte de él).
6. Hablar despectivamente de “lo que se decide” en México, o en Lima, o en La Paz, o en Buenos Aires, o en Bogotá, o en Washington, o en cualquier otra capital.
7. Arremeter contra los privilegios de los ricos (aunque en secreto se pacte con ellos) , defender la soberanía en contra de los espurios intereses extranjeros (mientras se hacen negocios con toda clase de empresas trasnacionales); y señalar, de vez en cuando, algún intento golpista diseñado para detener el cambio.
8. Presentarse como la única persona en el universo capaz de combatir el crimen y acabar con la impunidad (pese a pactar en secreto con distintos grupos criminales o proteger a sus subordinados aunque conozca sus actos delictivos).
9. Mandar al diablo a las instituciones y señalar su complicidad con los enemigos de la democracia.
10. Prometer un nuevo orden legal que por fin recogerá la coluntad democrática de la nación (aunque en realidad sólo busque acrecentar el propio poder) y de preferencia exigir la aprobación de un nuevo texto constitucional.
Jorge Volpi, pluma mexicana de alto vuelo
Jorge Volpi (México, 1968) es licenciado en Derecho y maestro en Letras Mexicanas por la Unam y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. Es autor de las novelas A pesar del oscuro silencio (Joaquín Mortiz, 1992; Planeta, 2000), Días de ira, en el volumen Tres bosquejos del mal (Siglo XXI, 1994; Muchnik Editores, 2000), La paz de los sepulcros (Aldus, 1995; Seix Barral, 2007), El temperamento melancólico (Nueva Imagen, 1996; Seix Barral, 2004) Sanar tu piel amarga (Nueva Imagen, 1997; Algaida, 2004) y El juego del Apocalipsis (DeBolsillo, 2000) y de los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (Editorial Era, 1998) y La guerra y las palabras. Una historia del alzamiento zapatista (Editorial Era en México y Seix Barral en España, 2004). En 1999 obtuvo el Premio Biblioteca Breve por su novela En busca de Klingsor (Seix Barral, 1999), con la cual inició una "Trilogía del siglo xx", y de la cual se han publicado ediciones en veintisiete idiomas y más de treinta países. En 2004 publicó la segunda parte de la trilogía, El fin de la locura (Seix Barral) y en 2006 la última parte, No será la Tierra (Alfaguara). Ha sido profesor en las Universidades de Emory, Cornell y Las Américas de Puebla.
Por El Espectador
