Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La primera vez que vi a Miguel Ángel Bastenier estaba durmiendo en un sofá de un periódico. En esos días, yo había sido nombrado en la Junta Directiva de El Espectador y no podía dormir tan plácidamente como el periodista, que además lo hacia con desparpajo en la propia oficina del Director. La razón de su sueño y el origen de mi insomnio coincidían en un periódico centenario que había resistido con valentía, la bomba de los narcos, el asesinato de su director y el cierre del grifo publicitario. Pero nuestros propósitos eran diferentes: mientras él trataba de cambiarlo, a nosotros nos correspondía el amargo papel de venderlo.
Bastenier no estaba haciendo nada diferente de lo que siempre ha hecho: cambiar las cosas y comprobar que esta tarea es una aventura posible. Para ello analiza con una lucidez de miope las piezas periodísticas que le pongan al frente, desarma la máquina y la vuelve a dejar perfecta pero funcionando de mejor manera, hunde el bisturí de su crítica con una elegancia y a la vez una precisión, que vuelve a mostrar al Emperador en su inocultable desnudez. Hay que temblar cuando en su libro Bastenier dice algo como “ese magnífico periódico” o “ese talentoso periodista”, porque de inmediato se descolgará como un halcón sobre su presa y empezará a tachar, subrayar y resaltar hasta los problemas más recónditos de un texto periodístico.
Todo el libro Cómo se escribe un periódico, desde el comienzo hasta el final, es una lección de periodismo, atravesada por algunas ideas persistentes: la defensa de la lengua, la libertad de expresión que según sus palabras “es también una dimensión de la calidad, de las condiciones de trabajo, del desenvolvimiento de los periodistas en los medios”, la crítica a todos los poderes y el misterio descifrable de los consejos de la tribu. Pero entre todas ellas, me impresiona la creencia que tiene Bastenier del periodismo como un oficio de la lengua, una convicción que resalta la precisión de las palabras y que a la vez reniega de las confusiones de la retórica, que desentraña la lógica implacable que fundamenta el hablar y que afirma la necesidad de soltar los lastres que hunden el verdadero sentido de lo que decimos.
Cuando el libro se traslada a su Taller de Periodismo en Cartagena, se nota aún más esta relación estrecha y viva del periodismo con la lengua. Por eso escudriña como un lince las imprecisiones, el mal uso de los sinónimos, el exceso de las comillas o el abuso de la voz pasiva. El primer párrafo de su libro es revelador: “Este libro —escribe— comienza con una profesión de fe. Mi primera lealtad no es a Dios, que en caso de necesidad sólo podría ser el de los católicos; a la Patria, aún teniendo dos, España y su cómplice natural Colombia; ni a ninguna institución —monarquía, república— o ideología —socialismo, liberalismo, anarquismo—. Mi primera lealtad sólo se la debo a la lengua de España y gran parte de América Latina”.
Después desmenuza sin concesiones algunos de los males que detecta en el periodismo: el síndrome de la complicación, la declaracionitis, el administrativismo, el buenismo y el ombliguismo. El primero consiste —dice— en “que raramente se afronta la tarea informativa de manera lineal y, al contrario se la adorna de mil maneras diferentes”. El “administrativismo” es la continuación de un “lenguaje del poder que quería ser abrumador, distante, enigmático y todo aquello que marcaba la lejanía y el sometimiento del súbdito al gobernante” y en que el lenguaje “se vuelve verboso, adepto a dar mil vueltas a las cosas, a marcar las diferencias en lugar de hallarse razonablemente próximo al lenguaje hablado”, la “declaracionitis” es “la sustitución de la acción por la declamación, la realidad por su mueca” que hacen periódicos fríos como el “palacio de hielo de Supermán”. El “buenismo” es la obsesión por dar buenas noticias, como si los periodistas fueran pastores de almas y el “ombliguismo” de la prensa latinoamericana, es su profundo desinterés por el mundo. Todo lo que resume con el estigma de lo que llama “el chip colonial”, la huella de un lenguaje que no deja de matar mientras no muere.
El libro de Bastenier no es apocalíptico, así sea absolutamente consciente de que vivimos los últimos tiempos de un tipo de periodismo. Tampoco es negativista, como le parecería al lector precavido que se asusta con la exposición de los males de periodismo, como si fueran el resultado de la mirada implacable de un nihilista. Por el contrario, en cada uno de los dardos que lanza Bastenier más que sevicia, hay esperanza. Entre esos males están, el mercado exiguo de la prensa en el continente, la fragilidad de los Estados nacionales, el caciquismo, la porosidad entre poderes económicos y políticos, la estructura patriarcal de la propiedad, la presión de los poderes tanto fácticos como formales, y la baja densidad de nuestras democracias.
Cuando en el año 2000 hice la interpretación de los datos del módulo de libros, lectura y bibliotecas de la encuesta continua de hogares del DANE, advertí, por una parte, la diversificación de las lecturas, y por otra, un leve desplazamiento de la lectura por deber hacia la lectura por placer. Pero cinco años después, cuando ya pude hacer un primer análisis histórico de los datos de lectura en Colombia, constaté que la única lectura que había crecido era la lectura en internet.
Años antes Walter Ong confirmó que grandes multitudes de latinoamericanos pasaron directamente de la oralidad a lo audiovisual sin transitar por la cultura ilustrada. Y cuando la movilidad social se acentúa y la educación aumenta, las nuevas tecnologías como internet, paralizan de tajo y para siempre el esperado crecimiento de la prensa escrita. Entre 2003 y 2008, los usuarios de telefonía móvil en Bogotá pasaron de 30 a 91%. La televisión demoró más o menos 30 años para llegar a la misma cobertura.
El libro de Bastenier irrita, contradice, lleva la contraria. Es decir, hace pensar. No es un manual, ni mucho menos, un recetario. Está escrito desde la experiencia y una profunda convicción del oficio. Si lo leen sentados en un sofá, les aseguro que no van a dormir tan plácidamente como su autor, el día que lo conocí en la redacción de un periódico.
* Investigador y Maestro Consejero de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano