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Desde Jacobo Arenas, quien calculó que eran cinco, hasta versiones que hablan sobre una docena, mucho se especula sobre la descendencia de ‘Marulanda’. Ahora le apareció otro.
Casi año y medio después de su muerte, sobre la cual se tienen aún muy pocos datos, son muchas las dudas que quedan acerca de la familia del extinto jefe de las Farc, Manuel Marulanda, uno de los actores clave de la guerra en el país y cuyo perfil tantas veces han tratado de dibujar expertos de distintas corrientes. Jacobo Arenas, su amigo y compañero de lucha, lo describió en el Diario de resistencia de Marquetalia, escrito hace tres décadas y media, como “de 35 años, casado y con cinco hijos”.
Durante los diálogos del Caguán se dijo con insistencia que tuvo más de una docena de hijos y que con toda seguridad varios de ellos estuvieron con él combatiendo durante muchos años. Y el dato más reciente sobre la materia había sido la aparición de un hijo suyo en la inspección de Gaitania, municipio de Planadas, al sur del Tolima. Según documentaron los medios de comunicación hace tres años, el muchacho padece de retraso mental.
En los últimos días parece haberse descubierto la pista sobre otro de sus descendientes. El hallazgo está documentado en Confesiones de una guerrillera, el libro de Zenaida Rueda, la ex integrante de las Farc que desertó en enero pasado con Juan Fernando Samudio, uno de los secuestrados de esa guerrilla. Zenaida, quien durante 18 años se hizo llamar Miriam, relata su desilusión con la guerrilla y detalles inéditos de la vida de los comandantes de las Farc, entre ellos el de cómo conoció a Rigo, un hijo enano de Tirofijo.
A instancias de El Espectador, Rueda hizo una síntesis de su relato en el libro, editado por Planeta:
Rigo era muy inteligente, hablaba perfectamente inglés. Lo aprendió con la holandesa del escándalo, Tanja, la que aparecía en los diarios que encontraron en el campamento de Carlos Antonio Lozada. A Rigo le habían encomendado la misión de monitorear las conversaciones de los pilotos de los aviones bombarderos y de los aviones fantasmas. La tripulación de esos aparatos sólo se comunicaba en inglés.
Un día Yair nos advirtió que si llegaban los helicópteros o nos atacaban por tierra, a lo primero que había que echarle mano era al enano. Por nada del mundo lo podíamos dejarlo ahí. Primero debíamos perder la cabeza antes que perderlo a él.
Con Rigo tuve una gran empatía. Al principio estaba aterrada de verlo. Nunca en mi vida había visto un enano. Rigo tenía su camuflado y botas de caucho. Le habían hecho un chaleco pequeñito y cargaba un morral con hamaca, sábana, dos mudas de ropa y una pistolita Pietro Beretta, aunque nunca lo vi disparar. Caminaba todo torcido, las piernas eran chuecas y el trasero grandísimo. Yo le decía que tenía puro culo de tonta y él se enojaba.
Le cargaban los radios, la comida, la munición y otros aparatos para el monitoreo. Sólo llevaba a la espalda el morralito.
Todos sabían que si aparecía una roca o un árbol caído en medio del camino, que le diera a la altura del pecho, él no podría pasar. Nadie lo cargaba, a pesar de las advertencias; pero ¿quién lo iba a cargar con ese reguero de guerrilleros huyendo de la selva?
Le gustaban las mujeres monas, altas. Y las conseguía. Como era el hijo de Marulanda, las guerrilleras se le arrimaban. También le gustaba el trago y el baile y así la mujer fuera grande.
Esa misma semana íbamos para un campamento cuando, de camino, nos encontramos con Marulanda. La caravana paró y el viejo bajó el vidrio. Recuerdo que la piel de la cara y de las manos era como de la un recién nacido, delgaditica y suave. Nos paramos al pie del carro con respeto.
— Buenos días, camarada —lo saludé.
— Buenos días, mija —respondió con esa voz profunda que tenía.
El enano se acercó al carro y Marulanda abrió la puerta cuando lo vio venir.
— Quiubo, papá —lo saludó Rigo.
— Quiubo, mijo —le respondió Marulanda. Ese fue todo el diálogo entre ellos.