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Tancredo es un jorobado que habita en una iglesia y que además de sufrir por un deseo prohibido que siente Sabina Cruz, lo que más teme es volverse un verdadero animal. Él lidia los lunes con las putas, los martes con los ciegos, los miércoles con los mendigos, los jueves con los ancianos. Padece jornadas olorosas, viscosas, sucias, sudorosas todos los días porque tiene que llevar y traer platos, recoger y limpiar los trastos de los almuerzos de la Piedad, una comida de caridad que ofrece tradicionalmente el padre Almida a quien Tancredo le ha servido y a quien no se sabe, pero se siente, odia.
Esa iglesia, ese jorobado, esa Sabrina Cruz, ese padre y otros cuantos oscuros y complejos personajes forman parte de la novela de Evelio Rosero, Los almuerzos, que después de nueve años de ser escrita y publicada en la editorial de la Universidad de Antioquia ha sido reeditada por Tusquets y ha recibido muy buenas críticas en España.
“Al igual que la mayoría de mis obras editadas en Colombia, Los almuerzos no tuvo un solo comentario y menos crítica alguna: silencio absoluto alrededor, algo a lo que ya estaba acostumbrado, pero que en todo caso era difícil asumir”, comenta Rosero y añade: “Con la reedición de Tusquets en España ha ocurrido todo lo contrario, y eso, por supuesto, me reanima. Otra de mis obras, Señor que no conoce la Luna, de hace 17 años, va a reeditarse en Mondadori. Igual, la primera de mis novelas, Mateo Solo, aparecida hace 25 años, la publicó recientemente Entreletras, su primera editorial. Eso conforta a cualquier escritor”.
Los almuerzos es una novela que devela los secretos que se cuecen dentro de una parroquia. Con una narrativa limpia y muy íntima, la historia muestra que ni el párroco ni los sacristanes de esta iglesia son dignos de perdonarles pecados a los feligreses y que quizás el único cura que podría pasar por esa puerta divina del tamaño “del ojo de una aguja” es un borrachín que canta misas sin poderse mantener en pie.
“La idea del reverendo padre San José Matamoros nació de una anécdota que le ocurrió a mi amigo, el poeta Rafael del Castillo, quien se subió a un taxi y, a pesar de todo lo poeta que es, fue confundido por cura; el conductor prácticamente se confesó con él, le decía “Padre” y “Padrecito”, y le contó cada una de sus desesperanzas. Eso sí, le cobró la carrera. De todos esos detalles, y de tantos otros desconocidos —que vienen seguramente a través de la memoria oculta— nació esta novela”.
Esta historia se coló en su libreta de escritor cuando en sus años de universidad visitaba a su novia en el tradicional barrio Teusaquillo de Bogotá y no dejaba de impactarle la cola de ancianos mendigos a un costado de la iglesia, aguardando su almuerzo de cada miércoles. “En cuanto al jorobado de la novela, es el mismo que existió en la parroquia del barrio La Castellana, en los años 70”, explica Rosero, quien ganó el premio Tusquets de Novela en el 2006 y el Independent Foreign Fiction Prize en el Reino Unido este año con su novela Los ejércitos.
Como suele pasar en las obras de este escritor bogotano, Los almuerzos nace directamente de la realidad. En Los ejércitos el ejercicio literario le ayudó a Evelio Rosero a exorcizar el dolor de la violencia de patria, en esta pieza, por su parte, parecen haber catarsis más íntimas. Es inevitable pensar en sus años de educación en colegios católicos, es difícil no traer a la memoria esos pensamientos acérrimos que le han hecho confesar en entrevistas pasadas que la Iglesia, como los otros padres de la patria, “es el responsable de la catástrofe de este pueblo” y es casi de esperarse que su voz crítica y siempre directa no pase por alto los deslices sexuales y la falta de generosidad de los discípulos del Señor.
Ese vínculo con la realidad, esa pulsión casi necesaria de intranquilizar la vida con sus historias, quizá tengan que ver con que Evelio Rosero está convencido de que la novela tiene una capacidad transformadora no sólo sobre el escritor mientras la escribe, sino después también en el lector. “Yo he sido modificado para bien y para mal por las novelas que he leído, desde niño. Si la novela no implicara esta transformación no sería arte; su magia es esa, su mejor posibilidad”.
Sin duda transformado, más preciso sería decir trastocado, cuando el lector haya avanzado en las 136 páginas de esta novela, de repente, casi sin darse cuenta, sentirá cómo una narrativa abrupta, brutal, vertiginosa lo arroja a un abismo en donde todos los personajes pierden el nombre y en donde la historia cobra un giro inesperado que devora cualquier suposición. El desconcierto destapa una verdad que todo lector quizá desde que lee la primera página de Los almuerzos quiere oír.