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¿Cine de festival o el festival del cine?

Este año la cinematografía nacional cruzó el mapa para estar en los eventos internacionales que celebran el mundo en imágenes.

Hugo Chaparro Valderrama
21 de diciembre de 2009 - 09:16 p. m.
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La relación pasional entre la vitrina de los festivales y el cine colombiano se inició para los largometrajes de ficción en 1958, cuando El milagro de sal (Moya Sarmiento) se presentó en San Sebastián. La crítica española aseguró entonces que las modestas intenciones de la película habían conquistado la simpatía de la concurrencia. El público se expresó en términos condescendientes aceptando el drama de los mineros hecho melodrama de exportación social en la pantalla. Todo esto a pesar de que al Ministerio de Comunicaciones le desagradó la película, “que no le servía al turismo ni a la propaganda”. El síndrome de la buena imagen fue entonces el pretexto para hacer del país un paraíso en la tierra que disfrazara su infierno.

Este año prolongó el viaje del cine colombiano por los festivales: Los viajes del viento (Guerra), El vuelco del cangrejo (Ruiz Navia) y La sangre y la lluvia (Navas) cruzaron el mapa hacia Cannes, Toronto, Venecia, Mannheim, Thessaloniki y Londres. Un repertorio reciente que traduce el paisaje doméstico a las imágenes soñadas y después filmadas por una generación que se inicia y que ha tenido la suerte de ser acogida por los curadores de eventos distintos y distantes. El fervor patriótico fue evidente —acaso desmesurado por la ansiedad de acabar con el hechizo de estar siempre al margen de la fiesta—. También la suspicacia del nacionalismo que niega los riesgos creativos de un cine considerado —por los que no van al cine— como minusválido crónico.

Ayudó una coincidencia: el interés de parte de los festivales por investigar acerca de las “cinematografías menores” provenientes de países con una fortaleza creciente —Rumania, Filipinas, Colombia—, en contraste con los megahits frecuentes de industrias establecidas.

Un cine filmado en contravía de la escasez y de los prejuicios, que sobresalta a las buenas conciencias y les advierte del malestar que las cerca; que admite la pesadilla de la violencia o trata de escapar al peso del asesinato como tragedia frecuente, sin desmentir la realidad que propicia el tono de sus historias.

Para el director interesado en renovar sus hallazgos el premio de un festival es una consagración pasajera. Una estrategia estimulante para situarse en el mapa y comprender que no todo ha sido en vano. Útil para conseguir productores, vender la película o simplemente mostrarla y escuchar el juicio de un espectador que más allá de las referencias locales comprende una historia y la celebra o rechaza. El cine —y por extensión el arte interesado en reinventarse a sí mismo— tiene un transcurso que el tiempo define cuando la memoria admite una película con el mismo entusiasmo que animó su estreno.

 La preocupación por el número de espectadores en la taquilla local, por la angustia del director ante el teatro vacío, se equilibra con otra incertidumbre: el más allá, en términos geográficos, existe y sugiere la posibilidad de otros territorios para la exhibición. Aunque el mercado es caprichoso. Pero ante el eco de una película que nace y muere como un hecho noticioso en Colombia, que requiere una crítica formal antes que de farándula, es preferible viajar a los festivales, mostrarse ante un público exigente, ante un jurado implacable o en una muestra tan vasta que la seducción es difícil, pero no imposible cuando el catálogo es grueso. Una solución certificada para documentales como Bagatela (Caballero Ramos, 2008), Un tigre de papel (Ospina, 2007) o El corazón (García, 2006), con buena fortuna en los festivales del mundo por la solidez de un género con destrezas y hallazgos distintos a los que deciden la suerte de la ficción en Colombia.

Aun así, los programadores que se reunieron en el Festival de Guadalajara para ver Los viajes del viento; la sesión de preguntas y respuestas que tuvo en Toronto El vuelco del cangrejo; la exhibición en el Teatro Olympion de Thessaloniki de La sangre y la lluvia son elocuentes para señalar el interés de otro público ante un cine que empieza a viajar de nuevo y puede comprobar así el material de sus sueños.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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