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La decisión de dejar en libertad a 17 militares implicados en el escandaloso episodio de los falsos positivos de Soacha (Cundinamarca) fue un espejo de dos caras. Al escuchar la determinación del juez cuarto municipal de ese municipio, varios de los uniformados se persignaron, apretaron las manos o hicieron gestos que dejaron ver su complacencia. Sin embargo, las madres de los tres jóvenes, por cuya desaparición estos uniformados fueron llamados a juicio, quedaron estupefactas. Entre lágrimas reclamaron la falta de compromiso de la justicia y dijeron que la muerte de los suyos no quedará en la impunidad.
“Lo de mi hijo yo, así como las otras mamás, voy a pelearlo hasta lo último, porque él no era ningún guerrillero. Es que a mí me tienen que demostrar lo contrario. Esto no se queda así”, expresó una de las dolidas madres, Luz Edilia Palacio, momentos después de haberse conocido la disposición del juez Orlando Robayo. El personero de Soacha, Fernando Escobar, también manifestó sus inquietudes al respecto, pues afirmó que como éste, seguramente, en otros casos se verán otras determinaciones similares por vencimiento de términos. “Pero no es prudente hablar ahora de impunidad, todavía hay un juicio pendiente”, manifestó el funcionario.
La audiencia en la cual se tomó esta determinación, que duró tres horas y media, transcurrió sin sobresaltos. Estaban los 17 militares, sus tres abogados —Jorge Ramos, Lorena Leal y Pedro Condía—, la fiscal de la Unidad de Derechos Humanos, Martha Jaimes, y la delegada del Ministerio Público, María Eugenia Cárdenas Giraldo. Los primeros en tomar la palabra fueron los defensores de los uniformados, quienes indicaron que a partir del día en que la Fiscalía presentó el escrito de acusación, el 12 de junio de 2009, debían transcurrir 90 días para que el juicio comenzara. Pero que sus representados llevaban 209 días recluidos sin que éste iniciara.
Los litigantes sostuvieron que sus solicitudes de remitir el caso a la Justicia Penal Militar y de que éste no se llevara a cabo en Soacha, no eran maniobras dilatadoras, sino su deber. Y como el tema era de tiempos, fueron precisos en sus señalamientos: el 24 de julio pasado, el expediente llegó al Consejo Superior de la Judicatura, el cual tenía que analizar si la justicia ordinaria podía o no continuar con éste. La Judicatura comunicó su decisión el 14 de septiembre. Dos días más tarde, el caso llegó a la Corte Suprema de Justicia, la cual debía definir si la territorialidad (Soacha) era la apropiada. El alto tribunal hizo lo propio el 13 de noviembre.
El alegato de los defensores era uno: “Los términos exigidos por la ley ya están vencidos”, y éste fue acogido por la Procuraduría. María Eugenia Cárdenas señaló que la defensa tenía el derecho de objetar la competencia del juez o el lugar donde se realizaba el juicio, y aseveró que los investigados no debían responder con su libertad por el tiempo de más que tomó atender los requerimientos de la defensa. El juez Robayo, no obstante, no acogió estos argumentos. Fue él mismo quien, el pasado 20 de octubre, acusó a los abogados de estar recurriendo a maniobras dilatadoras para entorpecer el proceso.
El juez Robayo reiteró su posición. Manifestó que ante un crimen tan grave como la desaparición forzada, la Justicia Penal Militar no tiene lugar. La fiscal Martha Jaimes dijo lo mismo y expresó que, a su juicio, sólo habían pasado 77 días desde que se radicó el escrito de acusación. A la larga el juez no se inclinó por ninguna de las dos posiciones e hizo sus propias cuentas: pasaron 99 días —nueve más de lo reglamentario— y la libertad de los militares era evidente. Pidió una fecha “razonable” para que el juicio empezara y concluyó que para los investigados una detención preventiva no podía traducirse en una condena.