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“Mi nombre es Juan Camilo Chávez y tengo 23 años. La pesadilla mía y de mi familia empezó el pasado 17 de septiembre, cuando fue encontrado el cadáver de mi hermana menor, Ana María, en el apartamento en el que ella residía en Bogotá. Yo vivía con ella, pero viajé un semestre a estudiar inglés en Estados Unidos. Allá me encontraba el día de los hechos. Estaba con unas compañeras viendo una película, eran como las 10:30 p.m. Otra compañera, rusa, me llamó a decirme que había visto un mensaje en mi perfil de Facebook en el que me pedían que me comunicara urgentemente con Colombia. Inmediatamente llamé a mi casa por Skype. Me dijeron simplemente que me devolviera en seguida. Intranquilo, entré a Facebook y me encontré con una amiga a quien le pedí que llamara a mi mamá y le preguntara qué estaba sucediendo. Al rato, mi amiga me dio la noticia: “Véngase, que a su hermana la asesinaron”.
Lo primero que se me vino a la cabeza fue que se trataba de un accidente de carro. Mi familia no me quería contar la verdad y sólo fue hasta mi llegada a Villavicencio, ciudad en la que vivimos, que mi hermano mayor, Fabián, –éramos tres— me lo dijo: “Nos la mataron, nos la mataron”. En el velorio me enteré también de que los asesinos se habían metido al apartamento para robarla. Unos apartamenteros, pensé.
Mis pesquisas para descubrir a los delincuentes comenzaron cuando me di cuenta de que el investigador de la Sijín —policía judicial— que había sido asignado al caso el día del levantamiento del cuerpo, no había hecho nada. ¡Casi una semana después del asesinato de mi hermana! Horas más tarde, mi padre envió una carta a la cúpula de la Policía pidiendo celeridad, lo que generó que nos concedieran un equipo especializado muy eficiente.
Antes de eso, yo había hablado con los administradores del edificio pidiéndoles que nos salvaran las grabaciones de las cámaras de seguridad, pues éstas se borran automáticamente del computador cada dos semanas. Mirándolas pude observar que no se trataba de apartamenteros, sino de dos hombres que conocían a mi hermana, quien estudiaba arquitectura en la Javeriana, pues ella los saludó de beso el día que la mataron.
Un día reuní a todas las amigas de Ana María, de Bogotá y Villavicencio, en el apartamento, casi todas contaban con un portátil. La idea era que entre todos tratáramos de encontrar a los asesinos entre los amigos que ella tenía en Facebook. Desde ese arranque de la investigación y durante todo el proceso contamos con los investigadores, a quienes debíamos entregar cada prueba encontrada, pues sólo en manos de ellos sería considerada válida.
Una amiga me llamó a contarme que había visto dos comentarios en el perfil de mi hermana de un tal “Chiqui”, que luego fueron borrados. Así que les dije a todas las niñas que me estaban ayudando que buscaran entre los amigos de Ana a ese “Chiqui”.
El tipo tenía todas las características físicas del hombre que se ve en las cámaras de seguridad entrando a mi apartamento. Las autoridades, sin embargo, nos dijeron que no pensáramos que ya lo teníamos, pues este tipo de procesos suele tardarse años. Uno de los investigadores nos advirtió que para judicializarlo necesitaríamos el número de la cédula. La pregunta entonces era ¿cómo carajos conseguirlo?
Todas las noches me metía en el perfil del asesino para tratar de descubrir pistas. Lo bueno era que el tipo publicaba absolutamente todo lo que hacía. El día después del homicidio escribió: “Con celular nuevo, pero con el mismo número” y “¿Quién pone la casa que yo pongo el chorro?”. Se refería a dos cosas que le robó a mi hermana: Un celular y unas botellas de whisky.
Por esas cosas de la vida, sucedió un milagro. La novia de mi hermano, quien no estaba familiarizada con esas pesquisas por la red, escribió en el buscador google el nombre con el que se identifica en Facebook el asesino: “Chiqui Locomotion”, y la primera página que le salió era la de una comunidad de música en la que se encontraba el nombre completo de esta persona —John Anderson Sierra Molina— y su número de cédula.
Con el dato, llamé a los investigadores y al día siguiente ya había orden de captura contra ese señor. Lo capturaron en la Terminal de Transporte de Bogotá. Cuando le preguntaron por mi hermana, el descarado respondió: “Pensé que nunca me iban a encontrar”.
El siguiente reto era Sebastián Obando, el otro asesino y de quien no teníamos pistas en absoluto. Bueno, eso hasta que Sergio, hermano de “Chiqui” y quien los estuvo esperando el día de los hechos en las afueras de mi edificio, lo delató creyendo que así salvaba al hermano.
La Policía lo capturó en un café internet en el barrio El Pedregal, de Medellín. Tenía puesta una chaqueta blanca de mi hermana. ¡Asesino!
Poco tiempo después me mandaron una amenaza a mi Facebook. Siento que mi vida y la de mi familia podría peligrar, pues aún se encuentra libre Sergio, el hermano de “Chiqui” y a quien las autoridades no han querido vincular al caso. De todas formas, creo que ha valido la pena esta investigación, para no dejar impune el asesinato de Ana María, una estrella que apenas empezaba a brillar”.
Piden condena de 60 años para homicidas
Después de más de cinco meses de angustia, Juan Camilo Chávez y su familia escucharon esta semana, por fin, la condena contra los asesinos de Ana María: 25 años de cárcel para cada uno. Sin embargo, no era el fallo que estaban esperando. Lo mínimo que pueden pagar en prisión los dos jóvenes, según ellos, es la máxima pena de 60 años. Por eso, van a apelar la decisión de la justicia y a pedir que se le abra un proceso a Sergio Sierra, hermano de uno de los homicidas, quien los acompañó el día de los hechos, aunque no entró al apartamento. “Es absurdo que la justicia les dé tantos beneficios a los delincuentes. Necesitamos hacer una reforma a esta justicia penal. Espero que la apelación prospere y podamos estar tranquilos”, dice Juan Camilo.
Lo mismo esperan miles de amigos de Ana María, quienes han creado varios grupos en Facebook pidiendo la pena máxima para los asesinos de la joven estudiante, quien era amante del canto.