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En una de las zonas industriales de Bogotá, conocida por sus talleres y fábricas de colchones, se encuentra el lugar que conoció Edilberto Pérez a la edad de 27 años: el Cementerio Hebreo del sur, situado desde 1929 en el barrio Inglés. Por esa época el suroriente de la ciudad no estaba poblado y los primeros judíos que emigraron a Colombia, no teniendo donde enterrar a sus muertos, compraron un terreno y construyeron el primer cementerio para la comunidad judía.
El 27 de septiembre de 2005, antes de enterrar a Polea Blicstein, una anciana judía, su familia la veló en su propia casa y dejó una vela encendida toda la noche para simbolizar la presencia de Dios. Luego, siete mujeres kadishas, quienes en la tradición del judaísmo se encargan de los preparativos fúnebres, consiguieron el ataúd y lo llevaron a este viejo cementerio del barrio Inglés. Allí le quitaron su vestido y sus joyas; bañaron el cuerpo y lo envolvieron en un gigantesco pañolón con la estrella de David, que significa envolverlo en la palabra de Dios.
Los judíos comenzaron a llegar a Colombia después de la Primera Guerra Mundial. Procedentes de Rumania, Rusia, Polonia, Lituania, Austria y el norte de África, buscaban ganarse la vida y huir de los tristes recuerdos que les traían las tierras donde crecieron. Según cuenta Azriel Bibliowicz en su novela El rumor del Astracán, las primeras colonias que llegaron a Colombia le habían escuchado decir a un judío que había visitado Bogotá: “Latinoamérica es el lugar donde se prospera”. Así que muchos llegaron llenos de ilusiones y se dedicaron al comercio. Pusieron almacenes de textiles e impusieron prácticas novedosas: vendían la mercancía a crédito y ofrecían productos de casa en casa. Si en el almacén se vendía a tres pesos, a plazos se vendía a 10. Los clientes pagaban veinte centavos por semana y tenían la oportunidad de pagar toda la deuda al terminar el año. Para 1950 ya había comunidades organizadas con cementerio, club y colegio propio.
Hoy quedan unas 5.000 familias de judíos en Colombia. La mayoría se concentra en Bogotá. Luego en Cali, Medellín, Barranquilla y San Andrés. Se agrupan en comunidades: la sefardita, conformada por inmigrantes turcos, portugueses, españoles, egipcios y sirios, y la Askenazí, que proviene de Europa Oriental, construyó el cementerio y actualmente dirige el Centro Israelí.
Edilberto Pérez no sabía nada de eso hace 18 años. Trabajaba en una compañía de construcción, pero un día lo despidieron por problemas con un compañero. Como tantas veces, ese inconveniente se convertiría en una oportunidad. “Salí desesperado, no sabía qué hacer. Imagínese, uno con hijo, esposa y sin trabajo. A los pocos días un amigo me comentó que necesitaban una persona que cuidara un cementerio judío. Así fue como llegué acá”.
Durante los primeros seis meses trabajó en horario de oficina. Pintó el cementerio, arregló la entrada y remodeló la casa destinada al cuidandero. Le gustó el trabajo, por eso se alegró cuando sus jefes le ofrecieron que se quedara allí a vivir. El único problema era que la vivienda estaba dentro del cementerio. “Nunca se me olvidará que llegué el 27 de septiembre de 1991: esa fue mi primera noche. Esa noche y el resto de la semana me fue imposible dormir. Fue terrible, escuchaba ruidos extraños, y cuando me asomaba a la ventana, la única vista que tenía eran las grandes lápidas del cementerio, pero con el tiempo me di cuenta de que los ruidos venían de la calle”.
Poco a poco fue adaptándose a la compañía de los difuntos. Y recuerda muy bien ese día cuando llegó el último de ellos, la vieja señora Blicstein. Luego de que llegaron las siete mujeres con el ataúd, Edilberto abrió la fosa. “Los familiares lloraban pero con cautela: los judíos no son como los colombianos, que muchas veces nos metemos al hueco para no dejar ir a nuestro ser querido; ellos no. Ellos oran y lloran, pero discretamente”.
Cuando el cuerpo ya estaba a punto de ser enterrado, los familiares rodearon la tumba y se pusieron un suéter de lana encima de la ropa. El rabino se ubicó frente a los dolientes cercanos y, uno por uno, les cortó la prenda con una navaja, en el lugar del corazón. Simbolizaba de esa manera que el corazón había quedado roto por la pérdida. Al final, sus familiares, luego de siete días de duelo, desecharon la ropa que usaron durante ese tiempo, para por fin cerrar el círculo de muerte y reiniciar sus vidas.
A la entrada del cementerio hebreo hay una puerta gigantesca con dos estrellas de David que representan la interacción de lo divino con lo terrenal. Y en un detalle menos simbólico, una de las paredes tiene los nombres de las 892 personas enterradas, como un mapa que guía al pariente a encontrar la lápida con facilidad. A mano derecha, un baúl de tamaño mediano guarda los gorros (kipa) que usan los hombres en los lugares sagrados, los cuales les sirven para recordar que sobre su cabeza está Dios.
En el centro del cementerio, un monumento les rinde tributo a todos los judíos asesinados por los nazis: “IN MEMORIAM: que recuerden todas las generaciones judías que seis millones de nuestros hermanos judíos de Israel fueron asesinados por el nazismo en los años 1939-1945”. A su alrededor, las lápidas de mármol toman formas variadas: algunas son un triángulo,
otras son rectangulares. Ninguna tiene imágenes, a diferencia de lo que se acostumbra en el catolicismo; sólo la Estrella de David y el candelabro de siete brazos llamado Menorah, el mayor símbolo del judaísmo, que representa la luz de Dios en cada uno de los días de la semana. Tampoco hay flores. A cambio, los judíos dejan una piedra de mármol para indicar que han visitado a su ser querido.
Polea Blicstein fue la última enterrada allí. Con su llegada se llenó para siempre el cupo del cementerio, pero Edilberto Pérez sigue teniendo la misma rutina desde la primera vez: brilla las lápidas, barre los pasillos, pinta y mantiene el cementerio limpio, abre la puerta cuando alguien viene a visitar alguna tumba. Trabaja de domingo a domingo las 24 horas, a cambio de 700 mil pesos mensuales. Por fortuna la vivienda es gratis, aunque Edilberto, desde el primer momento, decidió pagar 100 pesos. “Esa tarifa la coloqué yo, uno no puede vivir gratis en ningún lugar, eso no está bien”, dice.
Mientras camino entre las tumbas, pienso en lo extraño que debe ser vivir en un cementerio y me pregunto si yo haría lo mismo. Pérez me mira detenidamente, como si hubiera sospechado mi estupefacción, y me dice: “Los vivos son los únicos que asustan, no los muertos”.
Su sueño era entrar a la marina, pero a los seis años su hermana, por accidente, le cortó con un machete un dedo de la mano. “Éramos niños, ella era muy traviesa y sin querer me lo quitó. Por eso no pude entrar a la marina, pero eso queda en el pasado. Ahora estoy contento con este trabajo: aquí nadie me molesta, yo mismo me pongo mi horario. Espero poder seguir por muchos años más en este lugar”.
Su casa tiene dos pisos: en el primero están la cocina, un baño y un patio; en el segundo hay tres cuartos. En uno de ellos vive su hijo Jonathan, de 20 años, en el siguiente duerme Angie, su hija de 13, y en el ultimo duerme él con Ana, su mujer de toda la vida. Cuenta Pérez que las festividades, Navidad, Año Nuevo o algún cumpleaños, las celebran dentro del cementerio. “Toda mi familia ya se aclimató, se acostumbraron, de saber que mi vida desde hace tantos años se encuentra en este cementerio, hasta los amiguitos de mis hijos vienen a hacer las tareas acá, mis hijos se criaron en este lugar. Mi hijo llegó a los 3 años, mi hija no conoció otra casa que esta”.
Si Edilberto y sus patrones lo quisieran, esa extraña vivienda podría convertirse en su casa para toda su vida. La pregunta es si estaría dispuesto a ser el compañero perenne de difuntos cada vez más antiguos. Porque según la tradición del judaísmo, los cadáveres no pueden ser desenterrados antes de 100 años y el sitio donde se encuentran se convierte en un lugar sagrado, en espera de la resurrección. “Regresarás al polvo de la tierra, porque del polvo de la tierra has venido”, dice la Torá, su libro sagrado. (Génesis 3:19). Tampoco pueden ser cremados.
Debido a eso, la comunidad judía incluso logró evitar, tras una lucha jurídica, que pasara una avenida por el lugar, lo que implicaba demoler el cementerio. Gracias a su lucha, el lugar fue declarado Monumento Nacional el 30 de julio de 1998, lo que evitó que fuera demolido. “Ningún judío permitiría que fuese cremado, porque así lo indica la ley del judaísmo, por respeto a las víctimas del holocausto nazi y por la posibilidad de la resurrección; la única forma para romper con esta tradición es si alguien de la comunidad desea donar sus órganos para ayudar a alguien”, afirma Hilda Demmer, trabajadora de relaciones humanas de la Comunidad Hebrea de Bogotá.
Cuando llega septiembre Edilberto Pérez limpia lápida por lápida, pues es entonces cuando las familias judías celebran el Año Nuevo y por tradición visitan a sus muertos. Rezan durante media hora una oración para que los cuerpos de sus parientes tengan un descanso eterno y otra por la bendición de sus familiares vivientes. “Ese día las piedritas abundan en las lápidas”, afirma Pérez. Así ocurrió con la tumba de Blicstein. Sus familiares tomaron varias piedras de mármol, golpearon la tumba y dijeron: “Acá estoy, acá estoy”. Y Edilberto caminó entre las lápidas y se quedó solo nuevamente entre los muertos. Quizás con cada año que pase, el cementerio se irá quedando más solitario. Los parientes se irán muriendo uno a uno para ser enterrados en otros lugares. Cada vez habrá menos piedritas en las lápidas, y la gigantesca puerta con la Estrella de David se cerrará para siempre.