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“Escribo novelas como si fueran epitafios”

El invitado de honor al Festival Malpensante habla sobre su nueva novela, ‘Dublinesca’, y lanza críticas a los escritores que aseguran “no deberle nada a nadie”.

Angélica Gallón Salazar
26 de junio de 2010 - 08:00 p. m.
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Si uno se adentra en los libros del español Enrique Vila-Matas, decía Roberto Bolaño, es fácil notar que cuando habla una y otra vez de literatura, está hablando de todo lo demás: “De la vida y de la muerte y de todo lo que gira alrededor de ellas, de gente que vive y que un día deja de vivir, de aventureros y agónicos, de gente que lee y que un día deja de leer”.

Este escritor, ganador del Premio Rómulo Gallegos (2001) y merecedor del Premio Herralde de Novela 2002 con su obra El mal de Montano, ha hecho de poetas, editores y escritores los protagonistas de sus historias. Por su obra desfilan las más eruditas referencias de la literatura universal, como si en su casa (más bien en su memoria) habitara una biblioteca infinita. Y así, entre citas y guiños, el metatexto se ha convertido en el ADN de su escritura.

Vila-Matas escribe casi como un maníaco. Es gracias a sus más de 20 novelas que ha curado, por ejemplo, los acechos del suicidio: “Escribí sobre suicidas para no suicidarme, para quitarme de encima mi obsesión por ese movimiento de la muerte por mano propia”. Y cuando el alcohol, otra obsesión, pareció perseguirlo fue en el refugio silencioso del lápiz y el papel en donde encontró su cura. Sin embargo, son esos acechos vividos y superados los que han hecho tan desgarradores sus personajes, como si en los márgenes hubiera encontrado la verdadera pulsión para su literatura.

El escritor, que estuvo en Colombia como invitado del Hay Festival en 2007, regresa a Bogotá invitado por el Festival Malpensante, justo unos días después de lanzar su más reciente novela, Dublinesca, un viaje por la literatura de James Joyce y Samuel Beckett.

Ha dicho que la literatura le ha servido para curar sus obsesiones, ¿cómo cura y alivia la escritura?

Dije que la literatura me servía para curar —o mejor, agotar— obsesiones. Pero ahora, con mi nueva novela, Dublinesca, lo que digo es que soy muy partidario de las obsesiones, al menos en los artistas. Porque en el arte muchas veces lo que importa es precisamente eso, la obsesión desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra.

Una entrevista no es el mejor lugar para confesarse, pero… ¿por qué tanta obsesión con la literatura?

Le confesaré algo, no hay problema. Cuando nadie me ve, la literatura me interesa menos de lo que parece.

Con ‘Bartleby y compañía’, (Anagrama, 2001) usted se enfrentó al miedo de no poder volver a escribir, de convertirse en uno de esos autores que después de su gran obra se vuelven  presentadores de libros por encargo. ¿Por qué usa insistentemente la literatura como un obstáculo para su misma escritura?

Una vez me entrevistaron para la televisión venezolana y hacia el final de la hora que duró la entrevista, yo todo el rato estaba pensando que la pregunta que me hacían era la última y quizás por eso me esforzaba y daba una respuesta brillante y trascendente para el cierre. Así me pasé más de quince minutos, creyendo todo el rato que estaba ante la última pregunta y elevando sin darme cuenta, cada vez más, el nivel de profundidad y de veracidad de aquel eterno momento final… Bueno, debo decir que escribo mis novelas así normalmente, como en aquel cuarto de hora de Venezuela, y que eso es lo que me lleva seguramente a callejones sin salida. Mis libros siempre terminan con una página en la que parece que haya contestado a la “Última Pregunta”, así con mayúsculas. La última pregunta en una larga entrevista siempre lleva a una ingeniosa declaración de principios, parecida a la que podría ser un epitafio escrito por nosotros mismos sobre nuestra tumba; un epitafio en el que uno queda retratado. Yo escribo novelas como si fueran epitafios.

Cuando se enfrentó en esta novela a figuras que abandonaron la escritura como Rulfo, Arthur Rimbaud y Salinger, ¿se le revelaron los misterios de ese acto?

Sí, pero años después de escribir el libro. En 2006 dejé el alcohol y sentí que entraba en un bache, pero acabó ocurriendo lo contrario. Estaba acostumbrado a escribir con la euforia de las resacas, con la sensación de volver a la vida que me proporcionaba la resaca. Pero al dejar de beber descubrí un sistema nuevo, que es el que he utilizado, a pleno rendimiento, para escribir Dublinesca. Veamos si sé explicarlo… Imagino que tengo resaca y escribo como si tuviera dolor de cabeza y confusión, hago un borrador extenuante y “alcohólico”. Luego dejo que ese borrador, como si fuera una pintura, se seque. Y vuelvo al cabo de unas horas para ordenarlo todo. Tengo allí, al completo, el material deslavazado de la resaca, pero curiosamente no falta nada, salvo corregir, ordenar, dar sentido, quitárselo a continuación para darle un segundo sentido, más profundo e inesperado.


¿Por qué persigue tan fielmente las coincidencias en sus obras?

Mis padres, por ejemplo, se casaron un 16 de junio de 1947. Hasta hace unos meses no sabían que ese día muchos lo identifican con el Bloomsday. Soy el mayor de los cuatro hijos que ellos han tenido. Lo digo porque podría ser perfectamente que hubiera sido engendrado en la noche de bodas, es decir, en la noche del Bloomsday de 1947. ¿Qué cree que he de hacer? ¿Darle alguna importancia a esto o ninguna? Le responderé yo mismo. No le doy ninguna, pero tampoco olvido fácilmente lo que acabo de contarle. Porque si me engendraron un 16 de junio, no puedo de golpe olvidarme de que tengo una cierta relación con el Ulises de Joyce, ¿no cree?

El título de la novela ‘Dublinesca’ lo tomó prestado de un poema de Philip Larkin, ¿cómo se imagina una literatura sin referencias?

Estamos llenos de gente que escribe como si no les precediera ningún libro. Son tipos horribles —España está llena— que se empeñan en esa vulgaridad suprema de “no deberle nada a nadie”. Sus “ocurrencias” castizas no hacen más que repetir mal lo que ya se ha dicho bien antes. Es grotesco, porque todos esos que no citan no hacen más que “repetir” pero, encima, sin saberlo ni elegirlo. “Los que citamos —dice Fernando Savater— asumimos en cambio sin ambages nuestro destino de príncipes que todo lo hemos aprendido en los libros”.

Esta vez Samuel Riba, el editor literario protagonista de ‘Dublinesca’, no llega a esa nada a la que suelen llegar sus personajes. ¿Puede contarnos cómo se desarrolló este personaje?

En principio trabajé —como tantas otras veces he hecho— con un personaje que era escritor, un escritor de esos que aún salen en las anticuadas películas que se hacen sobre ellos: gente con máquina eléctrica, que fuma mucho. Pero un día, cuando llevaba ya treinta páginas escritas, decidí transformarlo en un editor y todo de pronto se me volvió diabólicamente diferente. Las situaciones que tenía ya escritas pasaron a poder ser interpretadas de un modo no sólo distinto, sino a veces incluso perverso. Hay sutiles pero tremendas diferencias entre un editor y un escritor. Y de golpe, pasé a divertirme mucho. Además, me di cuenta de que había muy pocas novelas —ninguna de éxito— con un editor como personaje de ficción.

Jame Joyce y Samuel Beckett inundan de referencias a ‘Dublinesca’. ¿Cómo fue poner sus palabras juntas en esta novela?

Dublinesca es una especie de paseo privado a lo largo del puente que enlaza el mundo casi excesivo de Joyce con el más lacónico de Beckett y que a fin de cuentas es el trayecto principal —tan brillante como depresivo— de la gran literatura de las últimas décadas: el que va de la riqueza de un irlandés a la deliberada penuria del otro; de Gutenberg a Google; de la existencia todavía de lo sagrado y de la epifanía (Joyce) a la era sombría de la desaparición de Dios y la afonía (Beckett).

¿Reproduce en esta novela sus experiencia en sus viajes a Dublín? ¿Por qué poner a Samuel Riba en el Bloomsday (evento anual que se celebra en honor a Leopold Bloom, personaje principal de la novela ‘Ulises’, de James Joyce)?

Si hubo alguna idea inicial para Dublinesca —donde no reproduzco experiencias personales de mis viajes a Irlanda, más bien todo lo contrario— ésta pudo llegarme en forma de reto. ¿Por qué no acercarme al realismo? A un tipo de realismo que siempre me interesó, aquel que acepta escribir sobre la vida gris y trata de llevarla al papel de un modo digamos que extraordinario. ¿No es lo que hizo Flaubert? Lo que él vino a decir fue que el tema podía ser corriente, bajo, degradante, pero el arte lo remediaría todo. Creo que ese desafío está en Dublinesca, donde, al escribir sobre la apática vida cotidiana de un editor retirado y sin horizonte, me planteo nuevas direcciones en las que escribir.

Por Angélica Gallón Salazar

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