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La patria y sus batallas sirvieron de inspiración —hecha luego motivo de transpiración— para los realizadores que buscaron, y no encontraron, un público receptivo al fervor de sus películas, quizás con una excepción: Colombia victoriosa (Hermanos Acevedo, 1933), un documental sobre el conflicto colombo-peruano, trucado con fragmentos de películas de guerra Made in Hollywood que hicieron aplaudir al público sin saber lo que veía.
El periodismo cinematográfico y su inmediatez triunfaron sobre la historia. El siglo XIX fue un tiempo opacado en el siglo XX por la violencia, que tuvo una historia prolongada en la ficción después que todos gritaron: “¡Mataron a Gaitán!”.
Las aventuras basadas en la historia nacional alrededor de 1810 definieron el fracaso inversamente proporcional a las ilusiones que tenían los pioneros para dar su grito de Independencia ante el raquitismo del cine colombiano.
Del primer largometraje histórico, asediado por el comportamiento histérico del país ante sus héroes, sólo queda el fotograma de una mujer que representa a la libertad, la misma que les faltó a los hermanos Di Domenico para seguir proyectando en los teatros domésticos El drama del 15 de octubre (1915). Aparecía en El drama la figura de Rafael Uribe Uribe, rescatada trece años después —¿una invocación de la mala suerte?— en otro filme invisible, Rafael Uribe Uribe o el fin de las guerras civiles en Colombia (Vásquez, 1928).
La terquedad no impidió que se filmaran otras películas, con otros héroes, y un aire de museo en movimiento que alejó al público de los teatros. Tendrían que pasar dos décadas entre el filme pionero sobre la Independencia, Antonia Santos (Joseph y Mayol/Martínez, 1944) y Antioquia, crisol de libertad (Kerk, 1960), para que el público viera, decidiera y se fuera.
tuvo un título opcional, Horizontes de gloria, y aunque la película no tuvo ni horizonte ni gloria, conservándose de ella nada más que 45 segundos de sus sesenta minutos, enseña de qué manera se aprendió a filmar y cuál era la actitud del país ante la imagen pomposa que puede tener de sí mismo.
La heroína santandereana fue un éxito —cuando se estrenó la película: después estuvo en las salas sólo un par de semanas—. Al teatro Lux de Bogotá asistieron el presidente de la República y su esposa, paseando por una calle de honor formada por los actores del glorioso cuadro histórico, acompañándolos luego a su palco “artísticamente adornado por la floristería Santa Marta”, según escribió un periodista anónimo (El Tiempo, 5-VI-44, citado por Hernando Martínez Pardo en su Historia del cine colombiano, Bogotá: América Latina, 1978, p. 108). Después la orquesta de La Voz de la Víctor tocó el Himno Nacional, los artistas de la película, vestidos con trajes de la época, fueron también a sus palcos y comenzó la función. En el intermedio se escuchó de nuevo a la orquesta y Luis Enrique Osorio, “líder del Teatro Nacional y escritor de gran prestigio”, hizo el ofrecimiento de la cinta. Tras la proyección se dio una gran fiesta, mientras que un locutor, Luis Carlos Sánchez, interrogaba a los asistentes “sobre sus impresiones acerca del cine nacional”.
Una película histórica que tuvo entre sus no menos históricos personajes a Carlos Schroeder, inquieto inventor de aparatos que le dieron voz al cine en Colombia; Enrique Bello, actor y luminotécnico, que conociera desde siempre todo tipo de oficios relacionados con el cine —acomodador, vendedor de revistas, “sonidista” de la película Alas (Wellman, 1927) en la Plaza de Toros de Bogotá, donde ubicó tras la pantalla un camión, matracas, sirenas y tambores para simular los sonidos de los aviones y sus tragedias—; a las Hermanitas Chávez y Maruja Yepes en la musicalización; a Horacio Rodríguez Plata y Belisario Mathos Hurtado, miembros de la Academia de Historia que asesoraron el guión; a Lily Álvarez en el papel de Antonia Santos y a Campitos como el Pacificador Morillo; a un par de directores que al final riñeron, iniciando la película Joseph y Mayol y terminándola Martínez, alegando el primero un sabotaje por el que se velaron los negativos y un precario estado económico que lo obligó a retirarse de la filmación.
Una lección de cine y de historia por la que se aseguró, con el orgullo superlativo que surge de la escasez, “el pronto y completo triunfo de las películas colombianas”; el éxtasis de un público que acogió la cinta “con cariño y entusiasmo”; la satisfacción por el deber cumplido que luego animaría a otros realizadores, igualmente decididos por el coraje y los sueños para filmar nuestra historia.