El Magazín Cultural
Publicidad

‘Días de memoria’, antídoto contra el olvido

El próximo 15 de agosto se lanza en la Feria del Libro la obra de Jorge Cardona, editor general de El Espectador.

Fernando Araújo Vélez
06 de agosto de 2009 - 11:15 p. m.

No fue por un asunto de modas ni de épocas que un día, a los 17, se dejó el bigote, y tiempo después, se caló unas gafas redondas que una amiga le regaló y no volvió a sacarse nunca. Aquellos dos detalles lo identificarían año tras año, en lo físico y en lo moral, porque desde siempre, Jorge Cardona fue uno de aquellos soñadores de los 60 y 70 que se comprometían en cuerpo, vida y omisión con la vida y con la paz, “peace and love”. Por aquel entonces llevaba el pelo largo. Frecuentaba el Parque de los hippies en la 60, compraba libros cien veces leídos y tarareaba canciones de José Feliciano, “pueblo mío que estás en la colina, perdido como un viejo que se muere”.

Los viejos libros lo llevaron a Nietzsche, y Nietzsche a formar un grupo de iniciados que lo seguía por callejuelas y colinas por sus tierras de Caldas. “Romped, rompedme las tablas”, les decía y repetía, para luego referirles alguna anécdota histórica de la Colombia del siglo XIX. Alguna vez les contó, como contaría en varias ocasiones más, que el libro que le había cambiado la vida era Demian, de Hermann Hesse. Les habló de Abraxas, el dios del bien y del mal, y del huevo que había que romper para volver a nacer. El mundo le dolía. Por ese dolor, buscaba la manera de cambiarlo.

Jugaba, coleccionaba, sentía y respiraba fútbol, sobre todo aquel fútbol del Millonarios modelo 72 de Alejandro Brand, Willington Ortiz y Jaime Morón. Pasadas tres décadas, el fútbol seguía siendo una de sus razones de vida, tal vez porque el resto de los asuntos que alguna vez lo había ilusionado había terminado por decepcionarlo. Como escribió Ernesto Sábato, vivir era irse desilusionando. Se decepcionó de la política y los políticos de tanto conocerlos en sus distintos trabajos como periodista. En Todelar, en Caracol y El Espectador, hurgó entre expedientes judiciales, declaraciones y documentos, y se convenció de que, como decía uno de sus tangos preferidos, “cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”.

Por eso, en parte, comenzó a dictar clases en distintas universidades, la Central, el Externado, la Santo Tomás, los Andes, la Javeriana. “Cuando yo lo vi entrar a su primera cátedra, con esa libreta de cuaderno recortado en la que anota todo, la expectativa y la pereza de los primeros días del semestre lo hacían tan convencional como cualquiera. Pero desde la segunda clase, cuando llevaba las láminas de los próceres del país y recitaba con tanta naturalidad los acontecimientos de cada época, entonces me di cuenta de que ese hombre llevaba en su cabeza la radiografía de Colombia. Era, en definitiva, un maniático de la historia”, comentaría alguna vez uno de los más de mil alumnos que ha tenido.

Sus años más difíciles fueron los últimos 80 y los primeros 90 del siglo XX, precisamente los que decidió plasmar en su libro Días de memoria. Lo amenazaron, lo conminaron a guardarse en su oficina y su casa, agredieron a sus colegas.  Sin embargo, sus antiguos ideales lo salvaron. Había que seguir luchando por la vida y la libertad. “Para la libertad, sangro, lucho, pervivo”, como había escrito uno de sus poetas predilectos, Miguel Hernández. Su manera de luchar era investigar, escribir sus notas en El Espectador y enseñar la historia del país, con sus espinas y sus pocos aciertos. Su manera de luchar era cubrir las noticias que lo destrozaban. “Quizá la peor fue la única que no aparece en el libro, la de la bomba de Pablo Escobar en el Centro 93 en el año de 1993”. Ese día Cardona olió la muerte. Vio a decenas de seres humanos en su más alto grado de desolación. “A un conductor que lloraba sobre el timón de su buseta calcinada, a una madre destrozada”. Sufrió y lloró la bomba del Quirigua, la de Paloquemao, la del avión de Avianca que salió de Bogotá y nunca llegó a Cali, su destino inicial, los asesinatos de Luis Carlos Galán, del coronel Jaime Ramírez, de Enrique Low Murtra y de tantos y tantos otros.

“Me revolvió el de Bernardo Jaramillo por la clase de persona que era, y porque apenas un día antes le había hecho una entrevista. Me quedaron grabados los funerales de Jaime Pardo Leal, pues ese día hubo saqueos y revueltas, y si los incidentes no pasaron a mayores fue por obra y gracia del entonces alcalde, Julio César Sánchez, que manejó muy bien y rápido la situación”. Cardona recordaría días, meses y años que esa tarde, mientras huía de todos pues todos eran sospechosos, un hombre lo alcanzó. Él temió lo peor, pero cuando volteó vio a un indigente desdentado que le sonrió con la sonrisa plena de un hombre que ha salvado a su amante-maniquí del saqueo y la  hoguera.

Tres años atrás, cualquier tarde, una de sus alumnas, Beatriz Turbay, le sugirió que escribiera un libro sobre todo aquello que había visto, investigado, cubierto, escrito y dictado. Él dudó, pero en últimas, comprendió que sólo la palabra escrita perduraría, y que aquellos sucesos de horror y sangre iban a terminar por diluirse si no se registraban. Entonces comenzaron a surgir sus Días de memoria, hora tras hora, página tras página, segundo a segundo.

Por Fernando Araújo Vélez

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar