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A la sombra del patriarca

El escritor mexicano Enrique Krauze le cedió a El Espectador un fragmento del polémico ensayoque escribió planteando interrogantes sobre la recién publicada obra del británico Gerald Martin.

Enrique Krauze* / Especial para El Espectador
17 de octubre de 2009 - 09:59 p. m.
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Gabriel García Márquez / A Life es la historia oficial de una saga literaria y política. Se divide en tres secciones. La primera, centrada en Colombia desde 1899 hasta 1955, compite de algún modo con Vivir para contarla pero refresca con datos nuevos los orígenes familiares, perfila a cada personaje del mágico gineceo de Aracataca, reconstruye con detalle la vida estudiantil en el prestigiado colegio de San José, toca las pocas alegrías y muchas miserias de la familia nuclear de García Márquez (cada año enriquecida y empobrecida con la llegada de un nuevo hermanito) y, sobre todo, las peripecias de un muchacho muy pobre en diversas ciudades (Cartagena, Barranquilla, Bogotá), rodeado de amigos periodistas y preceptores literarios, empeñado apasionadamente en perseguir un destino de escritor así fuera vendiendo enciclopedias en abonos o adaptando radionovelas.

Extrañamente, Gerald Martin elude casi por completo el contexto cultural en que creció García Márquez (la impronta abierta y alegre del Caribe, con su extraordinaria liberalidad, su sensualidad carnavalesca, su “bardolatría”, su musicalidad, su gusto por la broma estrafalaria, la magia negra y la muerte fácil); sobrevalora la riqueza y complejidad de su formación literaria (en realidad, buenas lecturas de Darío y el Siglo de Oro español, bastante de Faulkner y Hemingway, algo de Kafka, poco del “escabroso” Freud, menos del “farragoso” Mann) y apenas se ocupa de sus artículos periodísticos.

Aunque casi no hay cartas ni documentos de archivos privados o públicos en el libro, Martin —conocido por el clan García Márquez como el “Tío Jéral”, según el prólogo— entrevistó durante diecisiete años a más de quinientas personas, familiares, amigos, colegas, editores, biógrafos, hagiógrafos y académicos proclives en su mayoría al escritor. El efecto de esos testimonios puede ser literariamente eficaz pero biográficamente dudoso.

Algunos irrecusables, como el de Plinio Apuleyo Mendoza, confirman la agotadora pobreza del joven escritor, pero ¿vivió en realidad en un cuarto de tres metros cuadrados? ¿Se habituó “a un virtual olvido de sus propias necesidades corporales”? Y en otros lances, ¿se acostó de verdad con la mujer de un militar que al descubrirlo en el acto lo perdonó por gratitud a su padre homeópata?

¿Escribió La hojarasca, su primera novela sobre Macondo, inspirado por aquel viaje con su madre a Aracataca? Y ese viaje (tan parecido, como sugiere Martin en una nota, al comienzo de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo que fue decisiva para el tono de Cien años de soledad), ¿ocurrió realmente en 1950 y fue tan crucial para su obra como sugieren las memorias? Una carta no recogida por Martin, fechada en marzo de 1952 y publicada en Textos costeños (primer tomo de su obra periodística), parece responder negativamente.

La segunda sección abarca la trayectoria de ‘Gabo’, desde su vagabundeo por Europa con residencia en París (1955-1957), su matrimonio (1958) con Mercedes —su sagaz y paciente novia de juventud— y sus avatares en Nueva York como periodista de Prensa Latina (la agencia cubana de noticias creada tras el triunfo de Castro), hasta el año de 1961, en que se estableció definitivamente en México, el hospitalario país (felizmente autoritario, antiimperialista y ordenado, en aquel entonces) donde nacieron sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, y donde ganó por primera vez un ingreso razonable y seguro en un par de agencias de publicidad americanas (Walter Thompson y McCann Erickson), dirigió con éxito dos revistas comerciales (La Familia y Sucesos para Todos), probó suerte en el cine, publicó El coronel no tiene quien le escriba (1961), refrendó viejas amistades (en particular, Álvaro Mutis) e hizo muchas otras, no menos generosas y perdurables (por ejemplo, la de Carlos Fuentes) y, a los cuarenta años, sorprendió a los lectores con la aparición en 1967 de Cien años de soledad.

“Todos tienen tres vidas, una vida pública, una vida privada y una vida secreta”, advirtió García Márquez a su biógrafo. Fuera de la notable revelación sobre el abuelo (los orígenes psicológicos de la relación ‘Gabo’-coronel Nicolás Márquez Mejía (1864-1936), el libro de Martin sólo desentraña un episodio de la “vida secreta” de García Márquez: su relación en París —prematrimonial, por supuesto— con una española, aspirante a actriz. Aunque tormentoso y desventurado, aquel amor fue importante no sólo en sí mismo sino como inspiración de El coronel no tiene quien le escriba y de un cuento perturbador: El rastro de tu sangre en la nieve. Pero otros aspectos de su “vida secreta” permanecen en la penumbra. ¿Por qué truncó súbitamente su relación con Prensa Latina? Sólo los archivos cubanos, si algún día se abren, podrían arrojar luz. ¿Cuál fue la trama de su largo noviazgo epistolar con Mercedes? Imposible saberlo: ambos dicen haber quemado sus cartas. ¿Cómo evolucionó su vínculo con sus colegas? Salvo las cartas cruzadas con su entonces amigo Plinio Apuleyo Mendoza y alguna más, los archivos literarios no fueron consultados.

En cuanto a la “vida pública”, Martin sí se ocupa del periodista García Márquez —en esa época reportero estrella de El Espectador— aventurándose por la Europa del Este (Alemania Oriental, URSS, Polonia, Hungría). Señala, por ejemplo, su extraña fascinación ante la figura embalsamada de Stalin: “Es un hombre —escribió García Márquez— de una inteligencia tranquila, un buen amigo, con un cierto sentido del humor (...) nada me impresionó tanto como la fineza de sus manos, de uñas delgadas y transparentes. Son manos de mujer”. De ningún modo se parecía al personaje “sin corazón que Nikita Jruschov había denunciado con diatriba implacable”. Martin advierte también la “intoxicación” que le produce la proximidad física de János Kádár, el hombre que reprimió la sublevación húngara, cuyos actos se empeña en justificar. Al enterarse del fusilamiento del líder Imre Nagy, García Márquez lo critica, no en términos morales sino por ser una “estupidez política”. “Quizá no debería sorprendernos —dice Martin, en uno de los pocos momentos de atrevimiento crítico— que el hombre que lo escribió, alguien que en ese momento cree firmemente en la existencia de hombres ‘adecuados’ e ‘inadecuados’ para cada situación, y que con bastante sangre fría antepone la política a la moralidad, eventualmente haya apoyado a un líder ‘irreemplazable’ como Castro en las buenas y en las malas”.

Las páginas dedicadas a la gestación de Cien años de soledad son francamente emocionantes, pero las conclusiones parecen exageradas: un espejo en el que su propio continente por fin se reconoce a sí mismo, y que funda así una tradición. Si fue Borges quien proveyó el encuadre (como un tardío hermano Lumière), fue García Márquez quien ofrece el primer gran retrato colectivo. De este modo los latinoamericanos no sólo se reconocen a sí mismos sino que también serían reconocidos universalmente.

Martin tiende a omitir estas críticas literarias o a descartar a los futuros críticos de su castrismo (Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa) atribuyéndoles un equivocado sesgo ideológico, motivos de amargura y una oscura envidia hacia el autor de la novela que, según Martin, “es el eje de la literatura latinoamericana del siglo XX, la única novela canónica e histórica a escala mundial del continente”. El biógrafo convertido en secretario de actas del Juicio Final.

Lo cierto es que a partir de la tercera sección del libro, “Celebridad y política: 1967-2005”, Martin pierde la distancia. Si bien continúa registrando animadamente las circunstancias en que fueron creadas las novelas subsiguientes, Martin no se separa del libreto oficial de García Márquez. El libro adopta el tono de un reportaje de sociales. La “vida privada” al servicio de la “vida pública”. Hasta los más fervorosos fans de ‘Gabo’ podrían encontrar fatigosos estos pasajes sobre su larga marcha hacia el sitial que Martin, en su epílogo, llama “Inmortalidad: el nuevo Cervantes”. García Márquez dice haber salido de ese laberinto poniendo la fama al servicio de un fin más alto y noble: la Revolución cubana. Pero el desarrollo de su obra ofrece elementos suficientes para explicaciones menos piadosas.

* Historiador, ensayista y editor mexicano. En 1993 ganó el Premio Comillas de Biografía, otorgado por Tusquets Editores a la mejor biografía internacional, por ‘Siglo de caudillos’. En la pasada Feria del Libro de Bogotá lanzó el libro ‘El poder y el delirio’ (Tusquets).

Por Enrique Krauze* / Especial para El Espectador

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