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Cuando en 1991 se desplomó el llamado mundo socialista, nadie se hacía ilusiones sobre la suerte de Cuba. Había sobrevivido tres décadas a un bloqueo infame de los Estados Unidos gracias a proclamarse socialista y a unir su destino al de las naciones que gravitaban en torno a la Unión Soviética, pero había vivido de vender su azúcar a unos aliados que la compraban a precio de oro. La caída de la Unión Soviética y de sus satélites dejaba al país de repente flotando en el vacío; era una isla dependiente, que sólo producía azúcar y tabaco, y no parecía estar en condiciones de soportar el bloqueo mucho tiempo más.
En esos años, Cuba había resistido también, gracias a la solidaridad internacional y al prestigio de sus dirigentes, una campaña de difamación continental que mostraba a los gobernantes cubanos como tiranos sangrientos y al cubano como un pueblo humillado y aplastado por la tiranía. Yo tenía ocho años en 1962 cuando oía por la radio esos programas difundidos por “La voz de los Estados Unidos”, que propagaban en todo el continente la imagen de Cuba como un infierno inhabitable.
Pero la verdad es que, gracias a la Revolución, por primera vez en mucho tiempo el pueblo cubano tuvo derecho a la educación, a la salud y a la esperanza. Por primera vez vivió la certeza de ser dueño de una isla donde sus padres habían sido esclavos y peones durante siglos, donde la riqueza y el goce de la vida sólo fueron posibles para unos pocos colonizadores peninsulares, para esa aristocracia criolla que hizo del Caribe su paraíso sobre un mar de desdichas y para esos magnates norteamericanos que tenían en Cuba su Jauja y su Sibaris.
Desde enero de 1959, cuando los jóvenes guerrilleros cubanos, barbados y llenos de proyectos, entraron en La Habana fumando sus puros enormes y rodeados por leguas de entusiasmo colectivo, Cuba se había convertido en el símbolo de un sueño histórico. Legiones de jóvenes solidarios venían del mundo a participar en las zafras, a sumarse al entusiasmo de esos dirigentes, Fidel Castro, Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara, que estaban tratando de instaurar la justicia sobre largos años de humillación y de tiranía.
Los Estados Unidos, habituados a ver caer a los dictadores que ellos mismos habían instalado sobre las repúblicas bananeras, azucareras y cafeteras, ya se disponían a apoyar estratégicamente al nuevo aliado, cuando advirtieron que la Revolución cubana quería de verdad contrariar unos siglos de desprecio hacia la gente humilde, discutir el derecho de los privilegiados, y empezaba a confiscar propiedades norteamericanas, sobre todo de los grandes capitales que, aprovechando las crisis económicas, prácticamente se habían comprado la isla.
Era como si en Cuba, contra todas las previsiones meteorológicas, hubiera surgido de repente un ciclón, y las consecuencias de la nacionalización de las empresas fueron la fuga de capitales, el desplazamiento de los magnates anexionistas hacia la vecina península de la Florida y, finalmente, el bloqueo económico, impuesto por los Estados Unidos pero exigido por ellos también a las otras naciones, un bloqueo que prohibía desde entonces todo comercio, incluso humanitario, y condenaba a la isla a la extenuación y a la derrota.
La Guerra Fría salvó a los cubanos de tener que entregar su Revolución a cambio de unos electrodomésticos y de un poco de pan para sus hijos. Y la ayuda soviética casi hizo olvidar a los cubanos que el bloqueo existía. Pero el bloqueo obró insidiosamente sobre la realidad porque forzó al gobierno de la isla a imponer numerosas restricciones sobre la población, y Cuba ha vivido las cinco décadas de su Revolución en estado de guerra, con todas las incomodidades que esto representa para la gente en cualquier país del mundo.
Nadie duerme tranquilo junto a las fauces de un dragón hambriento. Y los ricos cubanos de Miami, nostálgicos de su paraíso tropical, de sus hileras de sirvientes y de sus piscinas del cobalto al zafiro, no dejaron de conspirar día tras día anhelando volver a esos mares de caña de azúcar donde sus legiones de esclavos negros habían producido siglo a siglo, con sangre y sudor, la blanca azúcar que hizo la fortuna de los amos blancos.
Cuba vivió así, sin claudicación y en medio de numerosas contradicciones, las primeras tres décadas de su nueva historia. Mientras tanto, subsidiada por el imperio soviético, que no la conocía pero que se beneficiaba de tener un aliado en la vecindad del otro gran imperio, realizó sus experimentos culturales, renovó su sistema educativo, su notable sistema de salud pública, sus estímulos tempranos a niños y jóvenes en el campo de las artes y del deporte, su recuperación y valoración de la memoria cultural de los hijos de África, tradicionalmente despreciados.
Es verdad que también los gobernantes, firmes en la ilusión de que su experiencia era un ejemplo y un camino para el maltratado continente mestizo, y olvidando el cúmulo de circunstancias singulares que permitieron su llegada al poder y su continuación en él, creyeron posible exportar su Revolución a otros países de la América Latina, sin advertir que en circunstancias distintas esas aventuras no desencadenaban procesos de dignificación de los pueblos.
En Colombia, por ejemplo, las guerrillas castristas, aisladas del pueblo y encerradas en una niebla de zozobra y de paranoia, produjeron monstruos como Fabio Vásquez Castaño, que casi exterminó en delirantes consejos de guerra a sus propios compañeros revolucionarios. En Bolivia, la aventura de propagar por el continente la Revolución cubana culminó en la muerte del legendario Che Guevara, cuya imagen llegó a convertirse en un ícono de la juventud mundial, una suerte de Cristo de los Andes, sacrificado por un sueño. Sin embargo, ¿cómo censurar a unos jóvenes entusiastas por haber querido compartir con sus contemporáneos el destino que les había tocado? Esos jóvenes idealistas creyeron que la conquista de un triunfo azaroso era la promesa de un triunfo irrestricto y ello apenas es evidencia de su juventud.
Es posible censurar a los dirigentes cubanos el que en esos treinta años de economía protegida no hubieran procurado la autosuficiencia de la isla. Treinta años son mucho para un hombre, pero pueden ser poco para un país, cuando las tareas urgentes no dejan tiempo para las más profundas. Estudiar sus potencialidades económicas y naturales para averiguar de qué modo podía Cuba inscribirse en el mercado mundial, habría exigido que sus dirigentes creyeran en el porvenir de la economía de mercado, pero eso habría descorazonado su esfuerzo, nacido del desprecio al mundo capitalista y de la fe en un ideal solidario.
Para sobrevivir al asedio, Cuba necesitó creer en un porvenir de solidaridad planetaria, aunque éste al final se revelara como un sueño. En la realidad, su ejercicio interno de solidaridad, que es indudable, creció al amparo de esa discordia internacional entre el este comunista y el oeste capitalista que se llamó la Guerra Fría. Y hay que admitir con alarma que fue esa tensa confrontación, en la que pulularon los espías, los desafíos y los arsenales nucleares capaces de destruir el mundo, la que permitió ese ejercicio generosamente humano del socialismo caribeño.
Cuba era el símbolo del planeta que se disputaban sin descanso dos fuerzas imperiales, y esa posición de privilegio le permitió algunos experimentos. Para comprender un poco este hecho hay que asomarse a algunas claves de la historia cubana, ya que la convergencia sobre el territorio de la isla de los intereses de las potencias es sólo un indicio del privilegiado lugar que ocupa Cuba en el planeta, desde el descubrimiento de América, cuando el Caribe empezó a convertirse en el corazón de la Modernidad.
Desde cuando las flotas españolas transformaron al mar Caribe en el centro de la economía de la nueva sociedad mercantil, Cuba fue tal vez la más privilegiada extensión del universo europeo en el Nuevo Mundo. Su belleza natural era admirable, su situación geográfica era estratégica; dominar a Cuba era dominar la puerta de entrada al continente americano, tanto del norte como del sur. Fue de Cuba de donde salieron las naves de Hernán Cortés a conquistar el imperio de Moctezuma.
Antes que en los Estados Unidos, en Cuba fue prácticamente exterminada la población nativa, y desde entonces la fusión étnica principal se dio entre blancos españoles y negros de África. Ya a fines del siglo XVIII el barón de Humboldt convirtió a la isla en su más importante destino, junto con el territorio de los viejos imperios Azteca e Inca, y con las orillas del Orinoco.
Justo a partir de aquella época, gracias a la Revolución Francesa y a las guerras napoleónicas que arruinaron la producción de remolacha en Europa, había comenzado la bonanza del azúcar de caña, que convirtió a La Habana en una ciudad imperial y a Cuba en el territorio consentido de la Corona Española en América.
Por ello no es extraño que la isla no haya compartido el destino de los otros países del continente, que se independizaron en la segunda década del siglo XIX, y que haya seguido formando parte del imperio español hasta la víspera misma del siglo XX.
Intensa actividad política en la isla
En lo que va corrido de este año Cuba ha recibido la visita de dos presidentes latinoamericanos. El primero en llegar a la isla fue el mandatario de Panamá, Martín Torrijos. Esta semana fue el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, quien estuvo dos días. En su visita oficial, Correa le aconsejó al presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama, levantar el bloqueo a la isla. “Las sanciones estadounidenses a Cuba son insostenibles, injustificables e intolerables”, aseguró.
Una de las visitas importantes será la de la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, una visita que será histórica: es la segunda mandataria de este país en visitar la isla, luego de que lo hiciera el ex presidente Raúl Alfonsín en los años 80.
* Escritor tolimense, autor de las novelas “Ursúa” y “El país de la canela”.
Este lunes: El desarrollo económico y cultural de la isla.