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“Yo estuve en Tiananmen”

Un corresponsal de Televisión Española fue uno de los pocos testigos de los terribles hechos en Pekín. Este es su testimonio.

Juan Restrepo*/ Especial para El Espectador
30 de mayo de 2009 - 10:00 p. m.

El hospital Fuxing, un destartalado edificio de los años cincuenta en el distrito central de Pekín, abrió las puertas del tanatorio a partir de las cuatro de la tarde de aquel domingo 4 de junio de 1989. Cientos de personas hacían cola en la calle, dispuestas a identificar a algún familiar en una de las dos salas destinadas a depósito de cadáveres, en donde cerca de medio centenar de cuerpos yacían extendidos en el suelo de cemento sobre unas mantas de lana burda o alguna sábana blanca manchada de sangre. La escena se repetía, a esa hora, en otras instituciones sanitarias de la ciudad.

A las afueras del centro hospitalario, algunas personas quemaban —siguiendo una tradición funeraria china— falso dinero en forma de billetes de papel y monedas de cartulina dorada en honor a los muertos. Cuando llegó la noche, la ciudad se sumió en ese silencio que sigue a las grandes tragedias, y —cosa curiosa— al final de algunas fiestas. Y es que en Pekín hubo también una gran fiesta aquella primavera que, de manera premonitoria, había comenzado con un funeral. El de Hu Yaoban, un viejo dirigente comunista simpático para mucha gente en China por su fama de liberal.

Veinte años después seguimos sin saber el número de víctimas mortales que dejaron los acontecimientos de la noche del 3 de junio de 1989 y la mañana del día siguiente en las calles de Pekín, después de que el gobierno chino diese la orden al Ejército Popular de despejar la plaza de Tiananmen, tomada por los estudiantes desde mediados de abril, tras la muerte de Yaoban.

Las manifestaciones de duelo habían degenerado en protestas contra el gobierno y contra la corrupción en las altas esferas del poder; entonces Deng Xiaoping, máximo líder chino, dio la orden de poner fin a sangre y fuego a las protestas y el ambiente casi festivo, que parecía el preludio de una apertura democrática, desembocó en tragedia.

Me encontraba en Pekín desde hacía varias semanas siguiendo todo aquello como corresponsal de Televisión Española en la región Asia-Pacífico. Como la mayoría de los periodistas, mis compañeros —una cámara y su ayudante— y yo nos habíamos acreditado previamente para asistir a la visita de Mijail Gorbachov a China, que tuvo lugar por aquellos días y era uno de los grandes acontecimientos políticos del año. El viaje del líder soviético, sin embargo, pasó con más pena que gloria y muchos nos quedamos en Pekín siguiendo las revueltas callejeras cuyo desenlace parecía absolutamente incierto.

Al anochecer del sábado 3 de junio supimos que cerca del barrio de los diplomáticos un tanque había embestido a una multitud y que en el lugar había algún muerto tirado en la calle y un montón de bicicletas aplastadas por los pesados vehículos militares, y hacia allí fuimos. Todos los periodistas que se encontraban en Tiananmen habían sido desalojados a las nueve y la mayoría se había instalado en el Hotel Pekín, sobre la avenida Changan, muy cerca de la plaza; pero, en todo caso, fuera del perímetro de la gran explanada frente a la Ciudad Prohibida. Fue desde allí de donde se tomó la famosa imagen del hombre solitario enfrentado a una hilera de tanques en la mañana del domingo.

Recorrimos casi durante hora y media la zona nororiental de la ciudad tratando de entrar en la plaza pero, por todas partes, encontrábamos las vías bloqueadas por vehículos en llamas y barricadas hasta que, en la intersección de Chaoyangmen con Dianmen, un grupo de chicos nos condujo hacia el lugar en donde un corro rodeaba algo que en principio no alcanzamos a distinguir. Sólo cuando nos abrieron paso para que grabásemos lo que allí había, vimos la imagen de lo que luego le daría la vuelta al mundo como si hubiese ocurrido dentro de la plaza de Tiananmen.

El cadáver de un hombre joven yacía con el cráneo aplastado sobre el pavimento junto a una docena de bicicletas convertidas en un amasijo de metal. A unos metros de allí, un camión de transporte del ejército —en cuyo interior un grupo de soldados permanecían sentados en silencio y expectantes— estaba rodeado por la gente que, paradójicamente, aparecía tranquila e igualmente silenciosa.

Después de recorrer los hutongs, o callejuelas antiguas cercanas a la plaza, llegamos a Tiananmen pasada la medianoche. El ejército había cortado todos los accesos excepto en la esquina sureste. Nada más llegar hasta aquel lugar, apareció un triciclo de transporte en cuya plataforma podía verse varios jóvenes heridos y, a los pocos minutos, llegó allí mismo un pequeño camión en cuya parte trasera yacían varios cuerpos inertes con heridas de bala. No supimos cuántos de ellos iban muertos.


En el interior de la inmensa explanada, apiñados alrededor del obelisco que hay en el Monumento a los Héroes de la Revolución, había unos dos mil estudiantes. Estaban tranquilos, pero empezaron a cantar la Internacional al ver entrar un equipo de televisión extranjera, el único que había en la plaza a esas horas. Permanecimos en Tiananmen toda la noche grabando cuanto veíamos y tomando la precaución de cambiar, cada cierto tiempo, las cintas ya grabadas por temor a que nos fuese confiscado el material de la cámara en algún momento.

A las cuatro de la madrugada se apagaron todas las luces y Tiananmen quedó a oscuras. Por los altavoces se oían unas órdenes de desalojo hasta que del Palacio del Pueblo, al oeste de la plaza, empezaron a salir gran cantidad de soldados que, fusiles con bayoneta en mano, avanzaron hacia el obelisco. Entre tanto, las tropas que habían permanecido bajo el retrato de Mao a la entrada de la Ciudad Prohibida, también avanzaron hacia el lugar en donde se encontraba el núcleo de estudiantes en la plaza. Estos soldados llevaban porras en la mano y, a medida que avanzaban, iban quemando las tiendas de campaña instaladas allí por los estudiantes durante varias semanas. El desalojo empezó entonces por la parte superior del monumento, en la base del monolito.

Después de discutir entre ellos y negociar luego con las tropas, los jóvenes comenzaron a abandonar la plaza entre el corredor que formaban los soldados. En las imágenes que grabamos de esa retirada hay un detalle que explica cómo ocurrieron los hechos: el cielo de la madrugada ya estaba completamente azul. Hubo violencia la noche anterior y murió mucha gente. Pero fuera de la plaza. Y hubo muertos también aquella misma mañana, cuando los estudiantes que habían salido pretendieron retomar la avenida Changan, junto a la Ópera de Pekín. Allí las tropas volvieron a disparar contra la gente hacia las siete de la mañana.

Dentro de la plaza, pues, no hubo tal matanza. La gente murió fuera. Da lo mismo para la mentalidad occidental, no así para los dirigentes chinos que, en medio de la brutalidad de los hechos, quisieron preservar un espacio “sagrado” para China del baño de sangre de aquellas horas. Protegiendo el material de una posible confiscación grabamos, como ya he dicho, a trozos en cintas diferentes. De modo que las imágenes no quedaron, en el orden consecutivo que ocurrieron los hechos. Por eso, al ser editadas con textos de agencias de prensa internacional que hablaban de una matanza en Tiananmen, la historia no se contó entonces como verdaderamente había ocurrido.

¿Qué pasó con el hombre que se enfrentó a los tanques?

Las versiones sobre lo qué pasó con el hombre que se enfrentó a la columna de tanques  son variadas. Unos dicen que fue apresado inmediatamente después del incidente, que fue enviado a la cárcel y que no se volvió a saber de él. Otros dicen que fue protegido por la población y se escurrió entre la gente.  En 2006 un diario aseguró que estaba en Taiwán. Pero hay otro protagonista más anónimo: el oficial que dio la orden de frenar y no aplastarlo.

El libro prohibido de Zhao Ziyang

Muy pocas personas en China conocen a Zhao Ziyang o saben que fue él quien se opuso a enviar los tanques para aplastar las manifestaciones en la plaza de Tiananmen. Su negativa a participar en la matanza le costó el cargo y provocó que durante los últimos 16 años de su vida —murió el 17 de enero de 2005— viviera en prisión domiciliaria. Antes de irse dejó escritas sus memorias, que acaban de ser publicadas. En el libro Prisionero del Estado, diario secreto de Zhao Ziyang Kong, cuenta las rivalidades políticas, las conjuras y la manipulación que condujeron a la matanza. Revela Zhao que la orden de enviar los tanques la dio Deng Xiaoping, influido por Li Peng. Varias figuras del gobierno chino tiemblan con el libro que se vende como pan caliente.

*Ex corresponsal de Televisión Española en China.

Por Juan Restrepo*/ Especial para El Espectador

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