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“Quizás evito desde hace años encontrarme de frente con este evento de mi vida, mi propio aborto, a pesar de mi feminismo ya casi endémico, a pesar de pertenecer a La Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres, a pesar de haber escrito más de una docena de columnas periodísticas sobre el tema y a pesar de haber mencionado mi propio aborto hace doce años en un libro muy mío, llamado Conversación con un hombre ausente. No obstante, he evitado hablar del tema como lo hubiera debido hacer desde hace años. Y cuando digo “como lo hubiera debido hacer” quiero decir desde adentro, desde lo más profundo de mi piel, de mis entrañas, de las palabras y de los silencios sellados en mi cuerpo desde ese final de verano francés de 1965. Diez años antes de la legalización total del aborto en Francia con la Ley Veil de 1975.
Aún no sabía mucho de anticoncepción. Del amor, sí. Nadie me había contado que el sexo era capaz de proporcionar goces intensos y estragos infernales. Iba a ser psicóloga y sin embargo puedo afirmar que no hubo una sola clase de Psicología que me hubiera preparado para lo que iba a vivir. Veintidós años, enamorada, con ciclos menstruales irregulares y sin calendario bajo el sol de España. De una España aún franquista que me miraba de manera inquisitoria por compartir la misma carpa con el hombre que amaba sin estar casados… Me acuerdo de las noches cálidas y del amor. El amor cada noche, el amor a mediodía y la euforia de tener el mundo en nuestras manos. Y sí, tomamos riesgos. El amor lo ameritaba. El amor siempre lo amerita. Tomamos riesgos y creo recordar que éramos conscientes de esto. El método Ogino no pudo con nosotros en España.
Llegamos a París al final de agosto después de tres semanas de sol en la árida Castilla y de embriaguez amorosa, yo dispuesta a buscar trabajo y él a preparar su retorno a Colombia, donde le esperaba un puesto de psicólogo organizacional. Nuestra separación de un año estaba prevista y significaba una prueba para los dos antes de cualquier decisión de viaje mío a esa lejana tierra de Colombia. Y es entonces cuando me alisto a vivir uno de los periodos más oscuros de mi vida. No; debo ser precisa. No uno de los periodos, sino el periodo más oscuro de mi vida. Yo ya intuía que el retraso de mi menstruación no era debido a mis ciclos irregulares.
Con los hombres, no quería hablar. Su género —término no socializado aún en Francia para nombrar a este sexo social— me inspiraba rabia. ¿Con qué derecho los hombres nos sometían a esto? ¿Cómo podían seguir caminando tan tranquilamente mientras yo sentía un peso inusual en los senos y me la pasaba buscando los baños de los cafés para descubrir una vez más que no encontraba ninguna mancha roja en mi ropa interior? Y sin embargo seguía sin querer saber más. Pensando que tal vez, un milagro… yo que nunca había creído en milagros. ¿Y él? Ya sabía que yo tenía un retraso pero evitaba hablar de esto y de alguna manera huía y me evadía. Me acuerdo de que, antes de que fuese tarde, decidí irme un fin de semana a Rouen donde mis padres, como lo hacía a menudo. Un fin de semana normal para ellos, un infierno para mí. Fingir que todo andaba como siempre. Responder a preguntas de trabajo, explicarles que parecía que me iba a salir un empleo en el Conservatorio de las Artes y Oficios de París. Un fin de semana de dos días que me parecieron siete.
Regresé a París. Ya eran casi tres semanas de retraso. Tenía que confirmar lo que ya sabía. Dolorcitos en los senos, inapetencia total y un mal genio que se manifestaba ante la menor provocación. Le pedí una cita al ginecólogo del barrio donde vivía. Todavía no existían las pruebas de embarazo que hoy en día se consiguen en todas las droguerías. Varias mujeres estaban en la sala de espera, algunas acompañadas de un hombre, otras solas. Algunas con un vientre prominente… quería insultarlas y preguntarles por qué tenían esta cara de madre feliz cuando yo no quería ni siquiera pronunciar la palabra embarazo. Finalmente me llamaron. Me auscultó este ginecólogo y por fin me miró y me dijo: “No hay duda, tiene un embarazo de aproximadamente dos meses”. Me vestí, pagué la consulta y salí casi corriendo.
Entré en el primer café que encontré y pedí un café serré, es decir, un café oscuro y fuerte. Rompí la fórmula médica que me acababa de dar el ginecólogo. Fue en este café donde, por primera vez, empecé a pensar en el aborto. Del aborto, nunca habíamos hablado. Y sin embargo, uno de mis hermanos, el mayor, ya había terminado derecho y el otro estaba terminando medicina. Yo, psicología. Pedí otro café. A él no sabía si llamarlo. No sabía si quería su compañía. Lo amaba. Y al mismo tiempo le tenía rabia. Lo amaba y al mismo tiempo hubiera querido no haberlo encontrado nunca.
Ninguno de los dos estaba preparado para semejante cambio de vida. Ninguno de los dos estaba preparado para volverse padre o madre sin deseo de serlo. Era demasiado delicado. Demasiado grave para un hijo, para una hija. Padre y madre a la fuerza. Dar a luz a hijos huérfanos de padres simbólicos. Sí, por esto, ante mi segundo café oscuro, ya había tomado una decisión. Abortaría. Abortaría porque yo era una mujer responsable. Abortaría, y a pesar de que iba a recurrir a un acto de voluntad y de autonomía, no podía interrumpir voluntariamente mi embarazo; no había nacido aún esta expresión. La construiríamos algunos años más adelante. Hoy cuando estoy escribiendo esto, la estamos construyendo en Colombia y, sobre todo, le estamos dando su profundo significado ético. Después del tercer café lo llamé. Le dije que lo esperaba. A la media hora llegó y, claro, ya sabía lo que le iba a decir. El silencio se instaló entre los dos. Sin embargo, tenía que decirle que yo ya estaba decidida. Le dije. No respondió nada. No dijo nada.
No obstante, sus tres años de posgrado en París y su inmenso amor por lo que había vivido en esta ciudad de la cual se había enamorado profundamente le permitieron asimilar mi decisión y solidarizarse por medio del silencio. No podía pedirle más. Quiero recordar que todavía no era feminista. Le dije entonces que no había cambiado nada. Que nuestros proyectos seguían iguales. Que no se preocupara, que me las arreglaría.
La palabra anticoncepción y los debates relacionados con la libre opción a la maternidad eran muy recientes y las píldoras anticonceptivas no se encontraban aún en las farmacias. No existía tampoco la píldora de emergencia. Sólo dos años después se socializaría la anticoncepción y especialmente las píldoras anticonceptivas. Habría que esperar mucho más para la píldora de anticoncepción de emergencia.
Con mi madre no existía la más mínima posibilidad de poder tocar el tema. Resolví hablar con mi hermano, quien estaba terminando su internado en medicina. Me escuchó y se quedó en silencio. Por fin me dijo que lo sentía mucho pero que no podía hacer nada para ayudarme, que era demasiado peligroso para su futuro profesional, que además no se sentía capaz de tomar semejante decisión y que lo único que podía hacer era hablar con un amigo, ya médico. Por fortuna no emitió sentencias morales ni trató de juzgarme, porque creo que no le hubiera perdonado. Pero tampoco trató de solidarizarse conmigo y debo confesar que este día sentí que, antes de ser mi hermano, era hombre. Yo ya había comprendido que de la familia no debía esperar mucho; sin embargo, acepté su ofrecimiento de arreglarme un encuentro con su amigo médico. A los cuatro días, tuve una cita con él. Me recibió con amabilidad; ya sabía por qué lo necesitaba. Me dijo que conocía a otro médico, ya expulsado y condenado por la Sociedad de Ginecología, quien, al parecer, se dedicaba a esto, en la clandestinidad y en su casa.
Me dio el nombre de aquel médico, un teléfono y una dirección en un barrio en las afueras de París. Me recomendó que no revelara nunca que él me había dado este nombre y teléfono. Me deseó suerte y colgó. El hombre que amaba estaba preparando su retorno a Colombia y, a pesar de sus llamadas telefónicas que trataban de hacerme creer que estaba conmigo, sentía que algo había cambiado entre los dos. Lo que sí me aseguraba es que podía contar con él en términos económicos. Le conté que yo ya tenía una cita con un médico y le pregunté si me podía acompañar. Me dijo que sí. Acordamos encontrarnos tres días más tarde sobre el mediodía. La cita era a las dos de la tarde. Nos internamos en uno de estos barrios tristes del norte de París. Él decidió esperarme en un café cercano. Me habría gustado que me hubiera propuesto entrar conmigo, pero no lo hizo y no se lo pedí. Este evento es una experiencia de profunda soledad.
Timbré. Una mujer me hizo entrar en un corredor oscuro. Me abrió la puerta de un pequeño salón donde otra mujer sentada leía una revista. Flotaba en el aire un olor de coliflor mezclada con éter… me entró un irresistible deseo de huir. Ese señor, médico de blusa blanca, me hizo entrar entonces en una sala de muebles barrocos, una sala oscura que debía ser el antiguo comedor en el cual había una especie de bufé normando como los que había donde mi abuela.
En una esquina de la pieza se encontraba un pequeño escritorio con un viejo teléfono negro y unos papeles en desorden, y, en el centro, una mesa recubierta con una sábana; no una mesa ginecológica sino una mesa común y corriente, de pronto la vieja mesa del comedor. Al otro lado de esta mesa, había una mesita con algunos instrumentos extraños que no quise mirar bien.
Sabía que no podía retroceder, pero entendí en ese momento que, en el intento de abortar, podía morir. Sí, por haber tomado una decisión responsable. El señor me pidió sentarme ante su pequeño escritorio y empezó a preguntarme cómo había conseguido su teléfono y dirección, y quién me lo había recomendado. Me preguntó qué edad tenía, si era la primera vez que abortaba, cuándo había sido mi última menstruación y si estaba decidida del todo.
A esta última pregunta le dije que estaba decidida pero que tenía miedo, a lo cual me respondió que no tenía por qué sentir miedo, que todo iba a ser fácil y sin complicaciones teniendo en cuenta que tenía casi tres meses de embarazo y que era el mejor momento para el procedimiento. Me contó cuántos francos valía el procedimiento; me advirtió que yo debía asumir cualquier riesgo posterior, a pesar de que esto nunca ocurría.
No fui capaz de preguntarle entonces cuáles eran los posibles riesgos. Le di el dinero. Lo contó despacio. Llamó a la señora que me había abierto la puerta y me dejó sola con ella. Ella me pidió desvestirme y me dio una blusa blanca. Podía haber sido su esposa o una vieja secretaria fiel que lo había seguido en ese camino. Me trató de tranquilizar contándome que ya en este día había acompañado unas ocho mujeres en la misma situación, lo cual no me tranquilizó en absoluto. Me anunció también que en una media hora estaría afuera y liberada…
Me ayudó a subir en la mesa y me dijo que era muy importante relajarme lo más posible. De hecho creo que me dijo esto porque temblaba. Hubiera querido tomarle la mano y decirle que no se fuera. No hice nada, no pude decir nada. Cerré los ojos y me acuerdo muy bien que me dije a mí misma que no volvería a hacer el amor nunca más en la vida… Para vivir esto… nunca más. Un mes y medio después volví a hacer el amor, con condón, con algo de temor y con pasión. Pero, claro, ya sabía que no volvería a abortar nunca más en mi vida. Esto lo viví una vez en la vida. No lo viviría dos. Hoy me sigo preguntando cómo una mujer puede abortar dos o tres veces e incluso más. Es una pregunta que bien vale mantener viva. Yo me lo pregunto sin juzgarla.
Entonces entró otra vez el médico. Me dijo que, con ayuda de un espéculo, me iba a introducir una sonda en el cuello del útero para dilatarlo, que esto era algo sencillo, que ni siquiera dolía o que a veces dolía muy poquito, y que después sólo había que esperar las contracciones que significarían la expulsión del embrión; añadió que me iba a formular penicilina, la cual debía tomar entre ocho a diez días, y me advirtió que si cualquier cosa anormal se producía tenía que ir a una clínica sin mencionar nada de esta visita; que ellos sabrían qué hacer.
El médico se sentó entonces en una vieja silla frente a la mesa. Me abrió despacio las piernas y me introdujo el espéculo. No me acuerdo cuánto tiempo necesitó para instalar la sonda en lo más profundo de esta parte de mi cuerpo que no podía haber sido diseñada para semejante tortura.
No sé si las mujeres tenemos una particular capacidad para olvidar el dolor físico o si nuestra memoria funciona selectivamente por su capacidad de escoger, pero no me puedo acordar con precisión de un dolor físico, sólo de una sensación de pesadez en el vientre. Y ya. El galeno me dijo que todo había terminado, que no debía tocar nada, que había colocado un tapón de algodón por si perdía agua o algo de sangre, que podía ir al baño como siempre, caminar sin problema y que en un día o dos expulsaría todo.
En la mayoría de los casos el cuerpo se repone y la vida sigue igual o casi igual. No quiero dramatizar porque también está el alivio. Un inmenso alivio. Este tumor se fue, desapareció. Podía volver a vivir. Sin embargo, los hechos no terminan allí. Los dos días siguientes fueron peores. Esperaba las contracciones y, en lugar de ellas, me dio fiebre a pesar de los antibióticos.
Al segundo día sentía pánico, pues ya tenía 39º C de fiebre y ninguna contracción. Le conté entonces a mi hermano médico. Me fui con él a la clínica en un taxi. Él habló con el médico de turno en Urgencias y se fue, desapareció. Llegué a pensar que ahora sí me iba a morir. Finalmente, me llevaron a una sala de cirugía y tal vez me aplicaron algo que me adormiló. Supe después que me habían hecho un legrado. El ginecólogo me dijo que no me iba a denunciar y que alguien debía venir a buscarme. Le agradecí y a las pocas horas llegó el hombre que amaba, quien se excusaba por su retraso y me explicaba que —por la huelga de transporte— tuvo que caminar, que había tardado unas seis horas para llegar hasta la clínica. Aborté en el año de 1965 con un millón de mujeres francesas más. Un millón de historias silenciadas al año. Algunas mueren, otras quedan mutiladas y otras, como yo, se reponen y más tarde deciden hablar.
Me quedé unos días en cama descansando en el apartamento, bajo el cuidado de mi hermano. Tomé durante dos semanas antibióticos fuertes y todo volvió a la normalidad. Volví a cine con el hombre que amaba. Empecé a trabajar como profesional de psicología. Volví los fines de semana a Rouen. Mi madre no supo nada. Despedí al hombre que amaba con la promesa de que él volvería a buscarme el año siguiente. Sin embargo, algo había cambiado. Empecé a estar más atenta a los debates de sociedad relativos a la vida de las mujeres. El mayo de 1968 se estaba gestando.
Nunca sentí culpabilidad por haber abortado. Sentí más bien tristeza y dolor por haberme quedado callada durante tanto tiempo, por haber permitido y aceptado durante años los prejuicios de todas las sociedades que culpan a las víctimas de las violencias que viven. Sí, mi única culpa, si culpa tiene que haber, es la de no haber quebrado ese muro de silencio mucho antes”.
“No vamos a retroceder”: Florence Thomas
¿Qué piensa de la propuesta del nuevo director del Partido Conservador, José Darío Salazar, de aprobar la penalización del aborto en el Congreso? Que va a perder su tiempo. Le diría que si quiere luchar por algunas causas, que escoja otras, porque cuando las mujeres estamos juntas es impresionante lo que podemos lograr. ¿Cómo les habla a sus hijos sobre el aborto?
Hace muchos años dirijo el grupo Mujer y Sociedad de la Universidad Nacional, y muchas reuniones se hacían en mi casa cuando mis hijos Patrick y Nicolás tenían cuatro y siete años. Una vez una compañera nos dijo que creía que estaba embarazada. Patrick, que tenía cuatro años, levantó su carita y le preguntó curioso: ¿No vas a abortar? Ellos están oyendo hablar del tema desde niños y siempre he sentido su solidaridad.
Según un estudio reciente del Observatorio de Medios, el 71% de los bogotanos están en contra de la legalización del aborto ¿Qué le dice este resultado?Que hay casi 30% de gente a favor, lo que es algo formidable.