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La carretera entre Medellín y Montería es un mirador privilegiado de metáforas vivas. En la salida misma de la que se llamó la “tacita de plata”, agobian las comunas, debatiéndose entre la pobreza y el delito; más adelante, en zona fría, La Montaña —Don Matías y Santa Rosa— que huele a seminario y a leche. En el lomo de la cordillera, Valdivia, con sus casas encaramadas sobre el precipicio, y bajando hacia el río Cauca, sobre las cunetas de una carretera siempre en construcción, 232 ranchos, unos hechos con orillos de madera, llamados chilapos; otros, con cartón encerado, y los más, con plástico negro. Son las viviendas de campesinos expulsados de sus tierras hace 20 años que no acaban de llegar.
Más abajo, el río Cauca, impetuoso, envenenado con detergentes y matamalezas y, a sus orillas, las haciendas de los terratenientes paisas, mitad honrados, mitad mafiosos: ganado fino que reina en las vegas y en algunas donde hay humedales, hatos de búfalos. El búfalo, más depredador que la vaca, vive de la hierba de pantanos y con sus pezuñas y su peso aprieta la tierra y facilita la desecación. Es una máquina de hacer desierto, por lo que lo usan sus dueños para ganarles tierra a las ciénagas.
Por naturaleza, los terratenientes son expansionistas: les compran —o les compran— a los vecinos, desecan espejos de agua —que no les pertenecen— y corren las cercas hasta las bermas mismas de las carreteras, con el argumento de impedir invasiones. Es el paisaje económico entre Tarazá —tierra de Cuco Vanoy—, Caucasia —haciendas de Macaco— y Montería —tierras ubérrimas—. En el fondo es la historia expansiva y depredadora de la gran ganadería que ha imperado en Córdoba desde mediados del siglo XIX y que explica buena parte de la violencia que vive la región desde el asesinato de Gaitán. Pero es, además, el principio en que se funda la decisión del gobierno de Uribe de construir el embalse Urrá II, alias, “Proyecto río Sinú”. Las hidroeléctricas de Córdoba no son un asunto de energía y ni siquiera de aguas. Son un problema de tierras.
El río Sinú nace en el Paramillo, páramo excepcional que recoge las aguas de los ríos Tigre, Manso y Esmeralda; lo estrecha la loma de Quimar —donde se construyó Urrá I— y luego se riega por las sabanas, alimenta las ciénagas y desemboca en Tinajones. Su hermano gemelo, el San Jorge, hace el mismo oficio, pero bota sus aguas al Cauca, en la depresión momposina. Todas son tierras riquísimas para los ganaderos por la fertilidad del suelo, y riquísimas también para los campesinos que cultivan maíz, yuca, malanga y que son, a su vez, pescadores.
En el fondo, estas modalidades de aprovechamiento de la riqueza criada por los ríos son la causa de un conflicto social que desde la importación del pasto pará, a fines del siglo XIX, no cesa. Los ganaderos buscan, por cualquier medio, desecar las ciénagas para ampliar sus haciendas, y los campesinos —trabajadores anfibios, herederos de los zenúes— resisten porque de ellas proviene su comida. Desde los años 50 del siglo pasado, políticos, empresarios y hacendados sueñan con planes que regulen las aguas. Los distritos de riego construidos por el Incora en los años 60 y los proyectos Urrá I y Urrá II obedecen a ese propósito y han desencadenado enfrentamientos sociales que desembocan en la guerra entre paramilitares y guerrillas.
La última guerra civil (1899-1902) movilizó los ejércitos conservadores antioqueños hacia el Sinú para cerrar el paso de los liberales atrincherados en Panamá. Los antioqueños descubrieron así unas tierras ocupadas por bosques ricos en maderas finas —que terminaron siendo explotadas por compañías extranjeras— y por una población indígena desplazada por negros cimarrones o libertos, desplazados a su turno por mestizos —o chilapos—, todos pescadores y todos agricultores y todos ocupando territorios definidos. Los hacendados, todos blancos y ricos, llegaron de Bolívar, de Antioquia y de Magdalena.
En los años 30, cuando López sacó adelante la función social de la propiedad, los terratenientes ocupaban tierras baldías con sus ganados para hacer actos de posesión sobre ellas, y los campesinos invadían tierras baldías o no con el mismo propósito. Los hacendados eran también militares y políticos, como el coronel Francisco Burgos y el general Pedro Nel Ospina, símbolos de un terratenientismo desaforado; y de otro lado, los campesinos eran sindicalistas organizados por Vicente Adamo, un anarquista italiano, o por Juana Julia Guzmán, una “mulata briosita”.
La ocupación de tierras y ciénagas se acentuó durante la Violencia de los 50. Julio Guerra se levantó en el alto San Jorge contra la persecución de los chulavitas y controló hasta los años 60 la región del Paramillo, donde a fines de la década nació el Epl. En las sabanas, los campesinos afianzaban sus posesiones con Baluartes y Colonias Campesinas, mientras el gobierno valorizaba las tierras con la construcción de carreteras —de Turbo a Valencia, de Arboletes a Montería, de Turbo a Pueblo Bello—. Justo por la alta rentabilidad de la tierra, el Frente Nacional impulsó tres grandes proyectos de reforma agraria y de riego en Córdoba, auspiciados por la Alianza para el Progreso.
No obstante, la redistribución de la propiedad fue mínima. Entre 1968 y 1975 se adjudicaron 4.203 hectáreas a 300 familias, pero se desecaron más de 10.000 hectáreas de ciénagas y humedales, que caerían tarde o temprano en manos del latifundio. No le faltó fundamento a Apolinar Díaz Callejas, ministro de Agricultura de Lleras Restrepo, cuando concluyó que el Incora “protegió el latifundio ganadero al institucionalizar la ganadería extensiva como ‘adecuada’ forma de explotación de la tierra”. El mismo Lleras fue consciente de la tendencia y trató de impedirla al organizar la ANUC, que en Córdoba llegó a tener más de 30.000 campesinos y pescadores asociados.
A comienzos de los 70, en los estertores de la tentativa reformista, hubo más de 700 invasiones a predios privados en la región. El movimiento campesino fue controlado, dividiendo a la ANUC y reprimiendo militarmente las ocupaciones de tierra. Los campesinos fueron empujados hacia la frontera agrícola, que en esos años se amplió en 660.000 hectáreas. Poco a poco, y no sin violencia, esta ampliación fue apropiada por los terratenientes. Más aún, la gran mayoría de las tierras entregadas por el Incora a campesinos en los distritos de riego de Ciénaga de Oro y La Doctrina pertenece hoy a ubérrimas haciendas.
El presidente Uribe, entre otros grandes propietarios, tiene una de sus haciendas en Ciénaga de Oro. No obstante, los ríos seguían reclamando sus cauces y las ciénagas sus orillas, sobre todo en las zonas bajas del Sinú y del San Jorge. Fue uno de los argumentos para construir Urrá I y Urrá II. El otro, claro está —más costeño que cordobés—, fue la producción de energía eléctrica en momentos en que el país entero vivía el apagón en 1990. Miles de millones de dólares se pagaron en estudios y diseños y, por fin, en 2000, entró en servicio Urrá I con 340 MW de potencia —el 2% de la energía eléctrica del país— y un embalse que inundó 7.400 hectáreas y costó 800 millones de dólares financiados por la banca mundial.
Para ese momento el excedente en el sistema eléctrico interconectado nacional era del 35%. Según Corelca, el aporte de Urrá I habría podido ser asumido sin los costos sociales por las hidroeléctricas de La Miel, el Guavio, Chivor. La obra generó varios conflictos y acentuó otros. El más conocido fue la movilización del pueblo embera-katío contra el proyecto. Los cabildos consideraron que la obra en su conjunto invadía su territorio —los resguardos de Río Verde, Esmeralda y Beguidó—, afectaba su economía, aceleraba la colonización campesina y amenazaba su cultura. En varias oportunidades paralizaron los trabajos de construcción, se tomaron oficinas de la empresa y organizaron una marcha a Bogotá. El asesinato de Kimi Pernía simboliza esa lucha.
La obra había sido construida sin consulta previa con las comunidades indígenas, como la ley obliga. Interpuesta una tutela, la Corte Constitucional (sentencia T 652/98) falló a favor de los nativos y ordenó la suspensión inmediata de los trabajos —tres días antes de ser inaugurada por el presidente Samper— y el pago de una indemnización “al menos en cuantía que garantice la supervivencia física del pueblo embera-katío, mientras elabora los cambios culturales, sociales y económicos a los que ya no puede escapar y por los que los dueños del proyecto y el Estado, en abierta violación de la Constitución y la ley vigentes, le negaron la oportunidad de optar”. Como evidencia del daño, se registró el desplazamiento de 6.000 pobladores de cuatro asentamientos indígenas nucleados y 17 dispersos, para llenar el embalse.
Los indígenas no fueron los únicos afectados. En el vaso del embalse había 500 familias campesinas censadas, que fueron desplazadas. La construcción de vías de la obra, la demanda de obreros y la pobreza campesina aceleraron la colonización de la región y, con ella, el cultivo de coca y amapola, el enfrentamiento entre colonos e indígenas y el enardecimiento de la guerra entre las guerrillas y los recién creados grupos paramilitares en el alto Sinú.
Aguas abajo de la hidroeléctrica, las consecuencias no han sido menos dañinas. Al interrumpir la subienda, necesaria para el desove, la mayoría de las especies ha mermado su tamaño y algunas han desaparecido o están siendo amenazadas de extinción. Los pescadores organizados en Aprosic han protestado con frecuencia y con vehemencia no sólo porque su nivel de ingresos ha disminuido, sino porque la alimentación de la región se ha visto comprometida. El cambio de niveles del río acelera la erosión de sus orillas y aumenta la sedimentación del cauce. La ciénaga de Lorica se conmata a pasos gigantescos; los desbordamientos son cada vez más peligrosos y frecuentes.
Los grandes propietarios han dado en construir temerarias soluciones para evitar que el agua anegue sus tierras. El caso de Betancí es célebre: Mancuso mandó tapar el caño que comunica la ciénaga con el río sin autorización. La iniciativa ha sido seguida por numerosos propietarios. La desecación de espejos de agua se ha generalizado al punto de que la Corte Constitucional aceptó una tutela que ordena “adelantar las acciones administrativas para recuperar el dominio público sobre las áreas de terreno de los cuerpos de agua que fueron desecados y apropiados por particulares” (T-194/99). La invasión y la defensa de humedales y ciénagas, rondas de quebradas y ríos son, en realidad, una forma del histórico problema agrario del país.
Poniendo entre paréntesis los efectos anotados, cabría preguntar si Urrá I ha cumplido los propósitos que le fueron asignados por el Gobierno y por los gremios regionales. El balance es negativo. Urrá I se ha dedicado a la generación de energía en desmedro de la regulación de las aguas del río Sinú. Desde el punto de vista ambiental, el embalse no ha logrado impedir las inundaciones aguas abajo de la presa. La más grande fue a mediados del año pasado, cuando subió dos metros arriba de la altura máxima de desbordamiento e inundó las llanuras de Cereté y Pelaya y aun el centro de Montería. “El río se emborracha —dicen los indígenas— y sale a buscar cambambas por pueblos, barrancas y potreros”. No obstante, según el Gobierno “en 110 ocasiones (la obra) ha logrado soportar grandes crecientes que hubiesen repetido históricas inundaciones”.
Urrá I tampoco ha servido como fuente de ingresos para la Nación. En palabras del ingeniero Rafael Melo, que dirigió el Plan Energético de Corelca en Barranquilla: “Urrá I nunca ha dado utilidades y nunca se debió construir porque nunca se necesitó”. Así lo confirma el informe Conpes del 19 de mayo de 2008: Urrá I ha generado sólo pérdidas en los estados financieros reportados, tanto que el Gobierno se vio en la necesidad de tercerizar el complejo, es decir, entregarle la empresa a un tercero para que la administrara. Según una destacada abogada de Córdoba, Urrá I “no es rentable. Es una carga para el Estado; en ocho años de operación no sólo no ha dado utilidades, sino que el déficit acumulado a 2007 es de $824.000 millones”.
A raíz del incumplimiento sistemático de los arreglos que indígenas y Gobierno habían firmado desde 1994, que contemplaban, como se anotó, el pago de indemnizaciones millonarias y la construcción de obras de infraestructura complementarias, los cabildos se movilizaron a Montería y a Bogotá en 2005. El resultado fue un nuevo acuerdo en el que el Gobierno, al no encontrar “necesario, conveniente ni factible el proyecto de Urrá II, se abstendrá de promover, autorizar y construir dicho proyecto”. El convenio fue suscrito por Sabas Pretelt.
Dos años después, en julio del 2007, el río Sinú se desbordó y el Gobierno estuvo a punto de declarar la emergencia económica. La empresa aprobó como paliativo parcial elevar en dos metros la cresta de Urrá I. La obra, ya contratada, cuesta 4,2 millones de dólares y aumentará la capacidad de almacenamiento de agua de 1.740 millones a 1.884 millones de metros cúbicos. Pero hasta el momento no se conocen estudios de impacto ambiental sobre la ampliación del embalse.
En septiembre del mismo año, el Presidente anunció en Maicao que el Gobierno construiría Urrá II. El Ministro de Minas pasó al bate. En Montería volvió a las andadas y anunció la constitución del Proyecto río Sinú, cuyo fin sería “el control definitivo de las inundaciones en las partes baja y media de la cuenca”. Al mismo tiempo solicitó al Minambiente renunciar a emprender estudios de alternativa. Hablando duro, sentenció: “Y no me vengan con pamplinas ambientales”. Urrá II sería un embalse cinco veces más grande que Urrá I: inundaría 53.000 hectáreas, costaría 2.000 millones de dólares y generaría 420 MW. La hidroeléctrica entraría a funcionar en 2017, cuando ya se hayan entregado otras represas como Fonce III, Pescadero, La Miel II, Besotes, Chimbo, que en conjunto significarán un excedente del 25% de energía, y elevaría esta cifra al 27%.
En círculos de expertos se opina que la nueva central tiene dos fundamentos reales. De un lado, beneficiar a los grandes propietarios de tierra de la cuenca entre Tierralta y Tasajeros. No son muchos por ser muy grandes. La CVS guarda en secreto un listado completo de grandes beneficiarios, muchos conocidos parlamentarios y no pocos testaferros de los paramilitares. La regularización del nivel de las aguas del río, quebradas, ciénagas y humedales, les daría la posibilidad de ampliar sus haciendas sobre las zonas recuperadas a las aguas y sembrar cultivos de alto rendimiento como la palma aceitera, la acacia magium y la caña de azúcar.
Son los planes y no son secretos. Una aspiración que responde a la tradición de ampliar sus predios sobre tierras desecadas y de expulsar los campesinos que aún hoy viven de la pesca y la pequeña agricultura. La expansión terrateniente beneficiada por la acción criminal de los “paras” se fortalecerá con la nueva hidroeléctrica. Se dice que Mancuso posee grandes propiedades en la zona. Conocedores de la región vinculan el desplazamiento al proyecto río Sinú. De ser así, los grandes propietarios, armados de sus influencias políticas, harían invertir al resto de colombianos en un proyecto cuyos principales beneficiarios serían ellos mismos.
Tierralta y todo el medio Sinú ha sido el territorio paramilitar por excelencia. El Diamante, sede del comando de las AUC, y Santa Fe de Ralito, sede de los acuerdos para refundar la patria y posteriormente zona de despeje para la desmovilización, no son más que los nombres de dos pequeñas poblaciones alrededor de las cuales jefes como Don Berna y Mancuso tienen extensas propiedades. Muchos de los financiadores de las masacres de los “paras” tienen también allí sus propiedades. Recuérdese El Tomate, Mejor Esquina, Valencia, Las Tangas, sitios donde se cometieron repugnantes masacres y que son a la vez enormes latifundios.
A mediados de los 80 fueron fundadas las Autodefensas de Córdoba y Urabá. Carlos Castaño en Mi confesión recuerda así el hecho: “Necesitábamos un eje para que nuestra autodefensa pudiera expandirse. Sacamos un mapa y definimos una nueva zona donde nacer, el alto Sinú. Pusimos la punta del lápiz en las tierras alrededor del río, allí existía guerrilla hasta llegar a Montería. Pero estar cerca de la capital de Córdoba conllevaba sus ventajas. Nos ofrecía extensiones de tierra abandonadas, a buenos precios y, sobre todo, fértiles”.
Ahora bien, desde el punto de vista del negocio eléctrico, no se descarta que Urrá I sea vendida a empresas privadas para invertir en la financiación de la transversal de la Costa que romperá el Tapón del Darién y comunicará Montería y Medellín con Panamá. Sería una opción complementaria a la venta de electricidad producida por Urrá II al sistema eléctrico de Puebla-Panamá, que se adelanta en América Central y que Uribe quiere extender hasta Putumayo.
La inundación de 53.000 hectáreas en el alto Sinú tiene tres grandes consecuencias: primero, afectar la mayor parte de los resguardos indígenas del alto Sinú, ya golpeados por Urrá I. Los indígenas han dicho que no quieren y no permitirán más hidroeléctricas allí. Es previsible que las movilizaciones de los embera-katío vuelvan a ponerse en marcha. En segundo lugar, el nuevo embalse inundaría gran parte del actual Parque Nacional de Paramillo, considerado una de las pocas protecciones que hay de un sistema ecológico excepcional por su situación entre los Andes y los dos océanos: desaparecería casi en su totalidad el bioma de selva húmeda del bosque ribereño y de las llanuras aluviales de los ríos Sinú, Manso y Tigre, y la Ciénaga del Barrial, reconocida por su gran valor faunístico y florístico y declarada una de las áreas intangibles del Parque Nacional.
En un consejo comunal en Montería, el Presidente dijo que Urrá II no afectaría el Parque porque no había nada que conservar, y que todo había sido destruido por las guerrillas y por los narcotraficantes. Y añadió Carlos Buelvas, presidente de la Sociedad de Ingenieros de Córdoba, una de las entidades a beneficiar: Urrá II “desalojaría grupos delincuenciales que desde hace dos décadas vienen deforestando el Parque Natural Nacional Paramillo”. En el plano jurídico, se contradicen dos normas, aquella que postula que los parques naturales son inembargables, inalienables e imprescriptibles, y uno de los artículos de la ley que creó en 1977 el parque y que, aceptado lo anterior, exceptúa del cambio de vocación del suelo la inundación para construir represas.
En tercer lugar —y es un efecto muy grave—: dado que al inundar gran parte de los ríos de la cuenca alta del Sinú, el embalse requerirá aguas adicionales, sería necesario el trasvase del río San Jorge hacia el embalse, como había previsto el proyecto anterior. Los efectos ambientales son notables y han sido denunciados: la mezcla de aguas de diferentes cuencas que suponen composiciones y calidades diferentes afectaría la vida en la hoya del Sinú. Y los efectos sobre el San Jorge no serían menores: al mermar sus aguas, afectaría la pesca y la alimentación de la población ribereña. Peor, aceleraría la desecación de todos los espejos de agua —vasos comunicantes— de la depresión momposina, función que aplauden los terratenientes. Las ciénagas de Ayapel, La Florida, La Cruz, Machado y Punta Blanca se sumarían a la desaparición paulatina de las ciénagas del Sinú: Betancí, Martinica, Grande de Momil.
No es fácil entender para los colombianos que no tenemos intereses electorales en la Costa, ni haciendas en las cuencas del Sinú y San Jorge, ni empresas constructoras de represas, las razones que han llevado al Gobierno a desconocer los acuerdos firmados con las comunidades indígenas. Un Estado responsable no puede echar por la borda su palabra. Tampoco es justificable que se desconozca la legislación vigente sobre parques nacionales y resguardos indígenas y se proponga, a cambio de las tierras, inundar ilegalmente un globo de 50.000 hectáreas en otra región, como forma de compensación.
Los grandes beneficiados por las obras de Urrá II son una minoría en comparación con el daño sufrido por la mayoría de ribereños que verán disminuidos sus recursos alimenticios, y expropiadas sus tierras a cambio de unas vagas promesas de empleo en el proyecto o en las empresas beneficiadas. Se sacrificaría uno de los pocos refugios de fauna y flora de la región a favor de intereses particulares. El conjunto de efectos llevaría a exacerbar los enfrentamientos étnicos, sociales y políticos que generó Urrá I y que su funcionamiento no pudo resolver. Quizás haya interés en sectores guerreristas de mantener atizado el fuego. O quizá sea un mero regalo de Uribe a los propietarios que han sido fieles a su causa política, que no son muy distintos a quienes son hoy acusados de parapolítica o de colaboración con el paramilitarismo.