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Cada vez los colombianos se sienten más tristes, solos, desesperanzados, estresados, ansiosos y temerosos. El nerviosismo generado por la crisis económica, los altos índices de desempleo, la violencia y la sensación de inseguridad que se respira en las calles de las grandes y pequeñas ciudades están afectando seriamente la salud mental de la población.
En Estados Unidos la situación no es muy diferente. La angustia que invade a los altos ejecutivos que han perdido sus empleos y que ahora no pueden costear el nivel de vida al que sus familias estaban acostumbradas ha llevado a muchos a tomar una opción desesperada: quitarse la vida para que sus seres queridos puedan cobrar el seguro.
Las escalofriantes escenas que se vivieron durante la crisis de 1929, cuando los corredores de bolsa y los abogados se lanzaban de las ventanas de los imponentes edificios de Wall Street, en Nueva York, desesperados por la situación de la economía, han empezado a repetirse. Entre tanto el acceso a los tratamientos psicológicos y psiquiátricos en ambos países sigue siendo demasiado bajo.
No sólo hay muy pocos especialistas —en Colombia, por ejemplo, solamente hay 1.000 psiquiatras y la mitad de ellos se concentran en Bogotá, Medellín y Cali—, sino que aún existe el estigma hacia las enfermedades mentales y muchas personas prefieren no tratarse para no ser señaladas. Adicionalmente, en las regiones más apartadas del país, en donde son los trabajadores sociales y las auxiliares de enfermería quienes velan por la salud de la población, es difícil que se detecten los casos de depresión o estrés postraumático.
Este preocupante panorama encendió las alarmas de la comunidad médica, y en busca de respuestas un grupo de psiquiatras colombianos decidió invitar a los más influyentes especialistas del mundo en depresión, fobia social y estrés postraumático a presidir el XII Simposio Internacional de Psiquiatría Humberto Rosselli Quijano, que se realiza cada dos años en Bogotá. Y que en esta ocasión busca encontrar alternativas para afrontar una problemática que aqueja cada vez a un mayor número de adultos y menores.
José Posada, investigador de la Universidad de Harvard y de la Organización Mundial de la Salud en epidemiología psiquiátrica y asesor en salud mental del Ministerio de Protección Social, explica que el país debe dar una respuesta a las necesidades de salud mental de la población y “por eso es importante traer a un grupo de expertos que nos de luces sobre lo que debemos hacer”.
Por su parte, Glen Gabbard, Charles Nemeroff y Alexander Neumeister, los invitados especiales a este evento, buscan en su visita a Bogotá compartir sus preocupaciones y miedos por lo que también está sucediendo en su país y socializar, con sus colegas colombianos, experiencias que permitan abordar y combatir el problema.
La epidemia de la depresión
Desde hace casi una década se preveía que la depresión se iba a convertir en una de las principales causas de incapacidad laboral. Y así fue. La Organización Mundial de la Salud pidió a los gobiernos de los países que realizaran encuestas sobre la salud mental de sus habitantes para dimensionar la gravedad de este mal que amenazaba con expandirse rápidamente. Los resultados de estos estudios, realizados en el 2003, hasta ahora se están terminando de analizar.
Estados Unidos es el país con mayores índices de problemas de salud mental, después sigue Ucrania, Holanda y en el cuarto lugar está Colombia. Si solamente se mira el continente americano, nuestro país ocupa el segundo puesto. Juliana García, psiquiatra de la Clínica Montserrat, advierte que los niños y los mayores de 40 años son los más perjudicados. “Los adultos se ven afectados por el desempleo, el estrés de la crisis, la falta de dinero, y los niños por las circunstancias de sus padres. Una mamá depresiva genera hijos depresivos, un papá ansioso genera hijos ansiosos”.
Para el psiquiatra José Posada, a estas circunstancias se suma el hecho de que la población vulnerable del país, como los desplazados o los reinsertados, se ha visto muy afectada por los traumas que genera la guerra y el conflicto, pero la mayoría no tienen la posibilidad de recibir tratamiento e incluso de ser diagnosticada. Por eso estas personas deben aprender a vivir con la depresión, el pánico, el estrés y la ansiedad.
Charles Nemeroff, uno de los especialistas invitados al simposio, asegura que en Estados Unidos las cicatrices que ha dejado la guerra son irreparables para muchas personas, especialmente para un grupo de hombres entre los 40 y 60 años que viajaron a Irak o a Afganistán como reservas de la Armada, pero que terminaron en el frente de batalla, combatiendo para aniquilar al enemigo.
¿Qué podemos hacer? Los estadounidenses tienen puestas sus esperanzas en el presidente Barack Obama, quien prometió unificar el sistema de salud para que sea más fácil acceder a los servicios de psiquiatría. En Colombia la lucha es porque los psiquiatras dejen de ser una opción para la gente más adinerada y se conviertan en una herramienta de apoyo para responder a las necesidades de las víctimas del conflicto. Por lo menos así lo creen Juliana García y José Posada, quienes además aseguran que es indispensable prestarle atención a las nuevas generaciones y no dejar que los niños pasen tanto tiempo solos o sobreestimulados por los juegos de video y la internet.
Sin embargo, esto no será suficiente para detener el aumento en los índices de depresión. Debemos detectarla y tratarla a tiempo, para lo cual es necesario capacitar a los médicos y mejorar el acceso al sistema de salud, señala Glen Gabbard. Y sentencia: “De lo contrario serán cada vez más frecuentes las escenas de horror que ocurrieron en el 29, cuando la gente se lanzaba de los edificios porque había perdido completamente las esperanzas”.
“La bomba de El Nogal me quitó las ganas de vivir”
Mario tenía 17 años cuando explotó la bomba del Club El Nogal en Bogotá. Su mundo se derrumbó en cuestión de segundos. Algunos de sus amigos murieron, al igual que su profesor de squash. Su casa, ubicada cerca del lugar del atentado, quedó destruida.
Durante nueve meses tuvo que vivir en un hotel junto a su familia y aunque para algunos esto hubiera podido ser una experiencia divertida, para Mario fue un factor detonante de la depresión y los ataques de pánico que comenzó a sufrir.
Le hacían falta sus cosas. La ropa, el morral del colegio, sus libros, el computador con sus trabajos, todo había quedado destruido. Mario no quiso volver al colegio, ni tampoco estar con sus amigos. Le dejó de interesar el fútbol. “Ya no voy a estudiar. Para qué si me voy a morir”, pensaba.
Sus padres, preocupados por lo que estaba sucediendo, lo llevaron a donde una psiquiatra, quien le diagnosticó depresión profunda. Aunque Mario no tuvo que ser hospitalizado, le ordenaron una tableta de buspirona para la ansiedad y una cápsula de venlafaxina para la depresión.
Después de seis meses de psicoterapia comenzó a sentirse mejor. Ya lleva un año estable. Hoy, se dedica a dictar clases de inglés y a prepararse para ir a estudiar a Canadá.
Una opción desesperada
El psiquiatra Charles Nemeroff, director del Departamento de Psiquiatría del Memorial Hospital en Carolina del Norte (EE.UU.), recordó durante su visita a Bogotá el caso de un paciente que intentó suicidarse para que su familia cobrara el seguro de vida y así cubrieran las deudas que él no había podido pagar desde que perdió su trabajo por cuenta de la crisis económica.
Desesperado porque su esposa no trabaja y sus hijas estudian en un colegio privado, este abogado alquiló un cuarto en un motel y se encerró dispuesto a quitarse la vida. Se tomó una gran cantidad de pastillas revueltas con vodka.
La mortal combinación, sin embargo, no tuvo el efecto esperado y el abogado no murió. A pesar de su fallido intento, Nemeroff contó que su paciente está convencido de que la solución es matarse.
No puede pagar sus cuentas, no sabe cómo seguir cumpliendo con las obligaciones de su hogar y dice que lo único que puede hacer por su familia es suicidarse para que puedan tener el dinero del seguro y vivir tranquilos.