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Son las seis de la mañana a orillas del río Putumayo, en Puerto Leguízamo, un municipio amazónico en Colombia. Yeison Rodríguez, representante legal de la Asociación de Pescadores de la zona, espera paciente la llegada de sus compañeros, que llevan toda la noche pescando. Llegó a las 5:30 a.m., como todos los días, pero hoy no ha recibido buenas noticias. Hasta el momento, no ha habido un solo desembarco de pescado.
La escena se vuelve cada vez más frecuente. Para épocas como esta (finales de mayo), dice, el río debería estar totalmente desbordado… Pero aún no pasa. “La pesca de bagres y, en general, de esta zona, depende mucho del nivel del río. Si para julio el Putumayo no ha llegado a su tope, hay una gran probabilidad de que este año tampoco haya subienda”, explica. Hace tres años que la faena más esperada por los pescadores no llega. (Le recomendamos: Un esfuerzo sin precedentes para conocer una de las migraciones más largas del mundo)
Leguízamo es un territorio lleno de caños, quebradas, lagunas, zonas inundables, riachuelos y ríos medianos y grandes. Entre estos cuerpos de agua ocurre buena parte de la vida de los locales: son la única vía para movilizarse, fuente de alimento y sustento económico. También son claves para el ciclo de vida de los peces, pues están sus zonas de reproducción o alimentación.
Para quienes viven allí, la pesca está presente desde que son niños hasta que llegan a viejos. Es el sustento de su dieta, que incluye, por lo menos, 104 especies de peces. Cuando no hay trabajo, cuando irrumpe una pandemia, cuando tienen hambre, su mejor aliado es el río. Pero ahora les preocupa que la dinámica esté cambiando, que ya no suban los peces grandes, que no sean abundantes. Que cualquier día de mercado, sobre las 10 de la mañana, la zona de la plaza en donde se vende su carne, siga completamente limpia. (Le puede interesar: Esfuerzos de comunidades indígenas para monitorear los peces y conservar el río)
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Llegar de Puerto Asís, otro municipio amazónico colombiano, hasta Puerto Leguízamo, toma casi ocho horas a bordo de una lancha rápida. El río Putumayo, el décimo afluente más grande de la cuenca del Amazonas, es la única autopista para el viaje. Por allí se mueven las personas, la comida, los mandados, el dinero, las vacas, los insumos y productos del “monocultivo”, como se le dice a todo lo que tiene que ver, realmente, con los cultivos de uso ilícito.
El río es también lo que define hasta dónde llega Colombia y dónde empieza Ecuador, o, más adelante, Colombia y Perú. Principalmente, en los mapas de papel, porque en el día a día, el flujo entre ambas orillas es tan común como pasarse de una acera a otra. Más que frontera física, el río Putumayo conecta.
Bajo el agua ocurre uno de los viajes más impresionantes de la naturaleza: la migración de los grandes bagres amazónicos, que recorren casi 12 mil kilómetros, pasando por al menos cinco países de la cuenca amazónica, sin detenerse a sellar el pasaporte.
“La historia de los peces migratorios”, dice César Bonilla, biólogo del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas, SINCHI, en Puerto Leguízamo, “es una historia incompleta”. “Al tener una migración tan larga, hay partes del ciclo de vida de estas especies que ocurren en otras zonas, territorios, comunidades o países, y que desconocemos”. “A nosotros nos toca solo una partecita”, agrega.
Especies como el bagre dorado (Brachyplatystoma rousseauxii), que ostenta el récord de la migración de agua dulce más larga en el mundo, tiene sus lugares de reproducción en las cabeceras de los Andes y el Amazonas. Entre los ríos Caquetá y el Putumayo, en Colombia, llamados también Japurá e Içá, respectivamente, en Brasil; el Napo, en Ecuador; el Marañón, en Perú y Ecuador; el Ucayali, en Perú, y el Madeira (que confluye con el Mamoré y el Beni en Bolivia, y con el Madre de Dios en Bolivia y Perú). Desde allí, las pequeñas larvas viajan con la corriente por todo lo ancho del subcontinente, hasta llegar a Brasil, donde el río Amazonas desemboca en el Océano Atlántico. Pero esa es solo la mitad del viaje.
“En ese estuario, que es como su criadero, viven al menos por dos años”, explica Edwin Agudelo, líder del Grupo de Investigación de Ecosistemas Acuáticos del Instituto SINCHI, desde La Pedrera, en Caquetá. Uno de los puntos de pesca de bagre más importantes de Colombia y la región. En el estuario alcanzan el tamaño y la madurez para volver a viajar, río arriba, hacia las cabeceras, que son también las zonas de desove. “Las migraciones a contracorriente pueden durar otros dos o tres años, y están influenciadas por el pulso de inundación del río”, agrega. Las grandes precipitaciones, que aumentan el caudal, los estimulan a iniciar la escalada. Al llegar comienza un nuevo ciclo.
Y aunque todavía hay muchas preguntas por resolver, como cuáles son los lugares exactos de desove, cómo se orientan los bagres para regresar a las zonas donde nacieron o por qué realizan migraciones tan largas para reproducirse, hay otras certezas… Muchos factores, de origen humano, están llevando a estas poblaciones a un posible colapso.
“En esa fracción de la historia que ha revisado Colombia, y que el Instituto Sinchi ha investigado hace décadas, se ha hecho evidente que, desde 1994, tras alcanzar su punto máximo, las pesquerías de los grandes bagres, que son indicadores también de sus poblaciones, cayeron a pique”, asegura el biólogo Bonilla. Una situación similar se presenta a lo largo de la región. Aunque cada zona tiene historias distintas, hay versiones que se comparten a lo largo de la cuenca.
Estos animales, que dependen de la migración entre los Andes y el Atlántico para sobrevivir, se enfrentan, cada vez más, a una difícil combinación: los ecosistemas que habitan ya sufren consecuencias por la pérdida de conectividad de los ríos, la deforestación, la contaminación, la minería, la extracción de hidrocarburos, el cambio climático y la sobrepesca. Cuando logran atravesar una zona, pasan a la siguiente cargando los rezagos de estas amenazas en su organismo, y enfrentándose a algunas nuevas.
Estudiar y proteger esta migración no es tarea fácil. Sobre todo, en un sistema tan extenso y complejo, que es atravesado por diferentes países, autoridades, comunidades y Gobiernos.
Comunidades afectadas por la ausencia de peces
Linda Bucheli pesca desde que era una niña en los ríos de su natal provincia amazónica de Orellana, en Ecuador. Hace más de 30 años acompañaba a su padre a las faenas de pesca en los ríos Payamino, Coca y Napo. En esa época, cuenta, eran abundantes los bagres conocidos comúnmente como pintadillo y lechero. Ahora, dice, “es como encontrar una aguja en un pajar. No son fáciles de capturar”.
Los peces son la principal fuente de alimento en la Amazonia. Solo en el Ecuador son sustento para casi 957.000 personas. Como afirma Ricardo Burgos, investigador de la Universidad Estatal Amazónica, cada habitante de las riberas en los afluentes amazónicos consume alrededor de 18 kg de pescado al año, mientras que el consumo de un ecuatoriano promedio es 6 kg. Sin embargo, ahora esa fuente de proteína es más difícil de conseguir. “Mientras que antes capturábamos 100 libras de pescado en dos o tres días… ahora nos demoramos seis o siete días para traer 40 o 50 libras”, cuenta Bucheli, quien es también la presidenta de la Asociación de Pescadores del río Napo.
Lo mismo sucede al otro lado del río, en territorio colombiano, cuenca arriba, en el municipio de Orito, también conocido como la “Capital petrolera del Putumayo”. Fernando y Fredy, pescadores de la zona, recuerdan cómo el bagre amarillo y el pintadillo se podían coger fácilmente bajo el puente del río Orito. “Ahora se ve uno por ahí cada dos años”.
Se trata de un fenómeno global. El primer informe sobre el estado de los peces migratorios de agua dulce en el mundo, de la World Fish Migration Foundation y la Zoological Society of London, reveló que sus poblaciones se han reducido en un 76 % en los últimos 50 años. La caída ha sido más dramática en América Latina, donde las poblaciones disminuyeron un 84 %.
“Hace 30 años, el bagre dorado aportaba el 62 % de las capturas en el bajo Caquetá”, asegura Carlos Rodríguez, director de la Fundación Tropenbos, que lleva años registrando, junto a los pescadores, las captura y poblaciones de bagres en el Chorro de Araracuara. Su archivo, lleno de libros y datos, evidencia que 50 toneladas de pescado salían en 1984 solo de ese punto. Durante el boom de las pesquerías, entre 1995 y 1998, se sacaban enormes cantidades de bagres “tabludos”, la palabra de los locales para describir peces de gran tamaño. “En ese momento alertamos que, si las condiciones seguían así, la pesca iba a colapsar… Y cayó más rápido de lo que yo me imaginaba”, dice.
Los cambios en las capturas, la tecnificación de la pesca, la instalación de cuartos de refrigerado, los vuelos cargueros que repartían el pescado al interior del país y la caída de las poblaciones transformaron muchas de las dinámicas de la región. “A medida que fueron disminuyendo las capturas de los grandes bagres, como el dorado, por ejemplo, otras especies de bagres medianos, con migraciones más cortas, fueron ganando terreno en las ventas”, explica el ictiólogo Edwin Agudelo. Luego se aprovecharon bagres más pequeños y, más adelante, los migratorios de escama, como el bocachico o el sábalo, que no solían ser pescados para la venta, sino para el autoconsumo. “Hoy la gente come especies que no comía antes, porque la oferta del recurso ha cambiado”, añade el biólogo Bonilla, también del SINCHI.
“Esto ha afectado mucho la vida y la economía de quienes dependemos de ellos”, dice Yeison Rodríguez, desde Puerto Leguízamo. “Ahora el pescado está escaso y costoso. Y nosotros sí quisiéramos averiguar qué está pasando. Si hubo sobrepesca, si hay capturas muy pequeñas, si no están desovando o si desde río abajo no los están dejando subir”. La respuesta es compleja.
Las normas y regulaciones cambian entre cada país. Linda Bucheli y sus compañeros de la Asociación de Pescadores del río Napo se han autoimpuesto vedas y tallas mínimas de captura para ayudar a la recuperación de los peces, pero eso no es una obligación en la Amazonía de Ecuador. Este país, por ejemplo, no tiene una normativa que regule su pesca de río. Tampoco hay datos oficiales sobre cuánto se extrae de su región amazónica, o cifras sobre su estado actual.
Minería y deforestación: lo que pasa en tierra afecta el agua
El boom minero se ha extendido por toda la Amazonia. Varias bonanzas, impulsadas por el aumento del precio del oro, han impulsado esta actividad a lo largo y ancho de la región. Según la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG) e información recopilada por la FCDS, en la Amazonia brasileña 51 áreas naturales protegidas y 29 pueblos indígenas se han visto afectados por la minería ilegal. En la Amazonia colombiana son seis áreas protegidas y 16 los territorios indígenas afectados.
Sobre el río Putumayo, en la Amazonia colombiana, la minería ilegal es una actividad más entre los pobladores, como la ganadería o el cultivo de coca. La gente compra las tierras para “minear” o para arrendarlas y que otros hagan minería. Hay geógrafos especializados que, con un mapa, le muestran a los propietarios las zonas de su finca en donde pueden sacar oro. Lorena*, una habitante de la región a quien le cambiamos el nombre para proteger su identidad, contó que cuando compró su tierra, un geógrafo le señaló el área con oro. “Con lo que tengo en este triángulo me alcanza para vivir lo que me queda de la vida”, dijo. Con la minería ilegal construyó su casa y les dio estudio a sus hijos.
Aunque en algunas zonas de Caquetá, Guainía y Putumayo se explota el oro de aluvión con balsas, dragas y retroexcavadoras que remueven los sedimentos del río, en otras se hace de forma más “artesanal”. “La minería acá en el Putumayo es, en su gran mayoría, ilegal. A solo dos metros del suelo ya se pueden encontrar las vetas y, con ayuda de una motobomba, las familias remueven el barro por varios días y luego hacen un canalón, por donde baja el oro”, explica Lorena*. Según indica, para esta minería artesanal no utilizan mercurio, como en las explotaciones a gran escala. Pero sí se remueve el suelo. Las quebradas en las que hacen minería se tiñen del color rojizo de la tierra.
En el primer semestre del 2015, durante uno de los booms mineros de la región, se documentaron 65 dragas en el río Caquetá, 25 en el río Putumayo y 8 en el río Cotuhé. Según cifras de la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas (UNDOC), el 30 % del territorio colombiano afectado por la explotación de oro de aluvión coincide con la presencia de cultivos ilícitos. En Caquetá y Putumayo, este porcentaje se eleva al 80 %. “El sostenimiento del Putumayo es la minería y la coca. Y, actualmente, con la crisis cocalera, lo que está dando el sustento es la minería”, dice un habitante de la zona.
Pero la explotación ilegal y la falta de control, también tiene sus impactos. Los ríos Coca y Payamino, al igual que en la cabecera del río Napo, en Ecuador, así como otros afluentes de la región, son indispensables para la reproducción de especies como el bagre dorado. Y, como en el resto de la Amazonia, la minería en esta zona ha crecido de forma acelerada en los últimos siete años. Solo en la provincia de Napo, el área de actividad minera aumentó un 300 % desde el 2015, según datos del proyecto MapBiomas. En la zona de Yutzupino, al sur de la provincia, incrementó 80% en un año.
El Ministerio del Ambiente, Agua y Transición Ecológica (MAATE) revela que se han identificado 94 puntos de minería ilegal en esta provincia amazónica. Por otro lado, esta misma Cartera de Estado ha otorgado el permiso ambiental a 583 concesiones mineras metálicas y no metálicas en toda la Amazonía ecuatoriana para que operen legalmente.
El crecimiento de esta actividad preocupa a la investigadora Jenna Webb, quien ha realizado, hasta el momento, los estudios más completos sobre presencia de mercurio en peces y comunidades amazónicas en Ecuador. Aunque se publicaron entre 2010 y 2017, desde entonces no se ha vuelto a realizar otro estudio similar. Y en ese momento, los resultados ya eran preocupantes.
Webb obtuvo muestras de cabello y de orina en los miembros de tres comunidades amazónicas de Napo. Los hallazgos de su estudio demostraron que las mujeres que obtenían agua de quebradas o del río tenían concentraciones dos veces más altas de mercurio que las que tenían acceso a agua subterránea o de lluvia. En el caso de los hombres, las muestras de orina mostraron mercurio orgánico, que no es el que entra al cuerpo por el consumo de peces. Lo que se descubrió es que los que habían trabajado en las limpiezas de derrame de petróleo tenían una concentración más alta que los demás hombres de la comunidad.
También se analizaron 468 muestras de pescado, en las cuales los bagres registraron las concentraciones más altas. La idea no es causar pánico, dice la investigadora, sino que se comprenda que estos peces que se comen a otros y que hacen parte de nuestra dieta bioacumulan el mercurio.
Otro informe más reciente, de Ricardo Burgos, revela que el 97% de bagres analizados en la Amazonía ecuatoriana sobrepasaba en promedio hasta cinco veces la concentración de mercurio en pescado recomendada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para consumo humano. En los tramos bajos de las cuencas se observó más bioacumulación.
En Colombia se han hecho estudios similares. Uno de estos, que tomó muestras de pobladores de Puerto Nariño, encontró concentraciones de mercurio en promedio 18 y 19 veces de lo que establece la OMS, cuyo límite es la concentración de una parte por millón.
“El mercurio es un riesgo para la salud humana, pero también puede afectar en gran medida el ciclo de vida de las especies, que empiezan a acumular estos metales tóxicos y se enferman, se presentan mutaciones, pierden viabilidad sus huevos y tienen un desarrollo fisiológico inadecuado”, agrega el biólogo Edwin Agudelo. Como los rangos de movilidad de los peces migratorios son más amplios, en zonas donde no haya directamente minería las personas que los consumen también pueden verse afectadas. “Todos los caminos del mercurio conducen al humano”, resume Víctor Moreno, de la FCDS.
Aunque no se use mercurio en la actividad minera, este también se encuentra naturalmente en los suelos. La deforestación para acaparar tierras, hacer minería o impulsar proyectos de hidrocarburos remueve los sedimentos con elementos químicos que, en palabras del investigador Víctor Moreno, de la Fundación para la Conservación y Desarrollo Sostenible (FCDS) “estaban neutralizados y no eran susceptibles de volverse orgánicos e incorporarse a la red trófica”.
Datos de la Fundación Ecociencia muestran que, en poco más de cinco años, se han deforestado 1 660 hectáreas por minería aurífera en la Amazonía ecuatoriana. En Colombia, aunque por primera vez en diez años disminuyó la deforestación, solo en el 2022 se talaron 123.517 hectáreas.
El problema, aseguran los expertos, es que cuando se quita la cobertura vegetal, no hay forma de retener el agua ante fuertes precipitaciones. El suelo se disuelve en los ríos. “La saturación de los sedimentos es tan alta que puede obstruir las branquias de los peces, generando mortalidad”, explica Silvia López-Casas, PhD en biología y experta en peces de agua dulce y el bioma amazónico. “Es como si nosotros tuviéramos que respirar en un ambiente polvoriento. Sobre todo, cuando se viene haciendo un enorme esfuerzo durante el ejercicio migratorio”, añade.
Hidroeléctricas, una nueva amenaza
A nivel global, solo el 37 % de los ríos de más de 1000 kilómetros fluyen libremente en todo su recorrido. Las represas, cada vez más frecuentes para producir energía en la región, interrumpen las migraciones de los peces y cambian los pulsos de inundación y ciclos del agua.
De acuerdo con el informe Amazonia Viva de WWF, en el bioma amazónico “hay alrededor de 250 proyectos propuestos para la construcción de represas, lo que podría alterar severamente la hidrología de todo el bioma y tener impactos catastróficos sobre las especies de peces migratorios”. Solo en Ecuador, que tiene la porción más pequeña de la Amazonia, se concentran el 18 % de las hidroeléctricas activas. La mayor cantidad de estos proyectos con licencias ambientales se encuentran en Napo.
Los impactos ya son evidentes. Coca Codo Sinclair, la represa más grande de este país, por ejemplo, ha sido asociada con un proceso de erosión que finalmente llevó a la desaparición de la cascada San Rafael. Los miembros de la Asociación de Pescadores, como Linda Bucheli, son algunas de las comunidades que han sentido el impacto de la instalación de este proyecto. Relaciona la reducción en cantidad y tamaño de sus peces a los impactos de la hidroeléctrica, que se juntan a las secuelas de la minería y el petróleo en esta zona. Daniel Escobar Camacho, científico de la Universidad San Francisco de Quito, explica que las estructuras impiden la migración de los peces y, al hacerlo, se separan sus poblaciones.
Ricardo Burgos-Morán, de la Universidad Estatal Amazónica, dice que los estudios que se requieren para las licencias ambientales de los proyectos hidroeléctricos pueden ayudar a llenar vacíos y generar datos sobre estos peces, pero, en estos, no se incluye a los investigadores o universidades. Por lo que casi no existen análisis completos de la situación de los peces en la zona.
El especialista teme que con la expansión de estos proyectos se conviertan en amenazas más fuertes. A la hidroeléctrica Paute- Molino, por ejemplo, se la asocia con la desaparición de un bagre del género Astroblepus, un pequeño bagre migrador que habitaba en Cuenca, que es la ciudad más occidental de la cuenca amazónica. La central, que tiene una potencia de 1 100 MW y es la segunda más grande del país, está en el río Paute, a 115 km de Cuenca. Desde su instalación, hace 39 años, no se ha vuelto a encontrar a esta especie.
¿Cómo revertir la desaparición silenciosa de los peces migratorios de agua dulce? Todas las personas entrevistadas para este reportaje coinciden en una cosa: se requiere una gestión concertada y compartida para asegurar la sostenibilidad de las especies y los ecosistemas. “Si el bagre migra por miles de kilómetros, la responsabilidad se extiende por miles de kilómetros y los actores están a lo largo de miles de kilómetros”, asegura Carlos Rodríguez, de Tropenbos. “Ese es el desafío. Reestablecer la presencia institucional, promover la capacidad organizativa de las comunidades de base e impulsar acciones coordinadas”.
Hasta el momento no existe ninguna normativa o acuerdo internacional para conservar a los grandes bagres migratorios. Tampoco un programa dedicado a vigilar su pesca. No existen estadísticas integradas de la pesca en las diferentes regiones a lo largo de la cuenca y en los tratados multilaterales de conservación de especies migratorias no hay ningún pez amazónico, teniendo las migraciones de agua dulce más largas del planeta.
El pasado 12 de junio, el Gobierno de Brasil presentó ante la Convención de Especies Migratorias, del programa de medioambiente de la ONU, la propuesta para incluir al bagre dorado en el Apéndice II de la Convención sobre la Conservación de las Especies migratorias de animales Silvestres (CMS, por su sigla en inglés).
“Es crucial establecer un compromiso integrado entre los países donde estas especies conviven para planificar y desarrollar iniciativas, acciones y estrategias para conservar la especie, gestionar y hacer un uso sostenible de los recursos pesqueros, a fin de conseguir la sostenibilidad medioambiental, social y económica en dichos países”, se lee en el documento de la propuesta.
La reunión de las partes tendrá lugar en Uzbekistán, entre el 23 y 28 de noviembre de este año. Hasta la fecha, todos los países del Amazonas, a excepción de Colombia y Venezuela, son signatarios de la CMS. Mientras tanto, bajo el agua, los peces migratorios se resisten en silencio a las amenazas.
*Esta historia fue producida con el apoyo de Earth Journalism Network