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En el Estado moderno el ordenamiento territorial transitó de la organización del espacio con el fin de lograr eficiencias tributarias a la parcelación del mismo para la elaboración de mapas electorales. Recientemente, el ordenamiento territorial evolucionó hacia otros principios, como el de su empleo como herramienta para el logro de una mayor extensión de la democracia. Esa fue, y tendemos a olvidarlo, la apuesta con que la Asamblea Nacional Constituyente incluyó en la Constitución de 1991 la posibilidad de crear nuevas entidades territoriales como la región, la provincia y los territorios indígenas. Empero, supeditado a la aprobación de una ley orgánica de ordenamiento territorial —que año a año es presentada, debatida y rechazada—, el componente participativo de la democracia ha sido sistemáticamente postergado.
En nuestro caso, además, España definió el diseño de virreinatos, audiencias, gobernaciones y provincias en un claro ejercicio de lograr la administración de los súbditos, el pago de los tributos, su recaudo y su envío a la península. Antes que espacios de vida, España instauró un sistema de extracción de excedentes económicos. Con el establecimiento de la República y la definición de la legitimidad por el sistema de representación política, el ordenamiento territorial se convirtió luego en un instrumento de precisión electoral. Las gobernaciones, provincias y cantones se convirtieron en recipientes de votantes, y el cambio de los mapas correspondió a la evolución de nuestra democracia electoral.
El siglo XX concluyó con una verdadera y bien lograda torre de Babel territorial, pues también se ha regresado a principios tributarios para ordenar el territorio. Este es el caso de los estratos socioeconómicos que ordenan los espacios urbanos, así como la estratificación de los municipios según sus rentas.
Frente a la propuesta de crear un nuevo departamento en el Magdalena Medio, que necesariamente debe pasar por morder porciones de otros departamentos, es de notar que se produciría un desajuste en los mapas electorales de los parlamentarios elegidos por esas circunscripciones, quienes no van a aprobar una ley que les puede condenar al suicidio electoral. E, igual de importante, es claro que ninguno de los departamentos como hoy están delimitados va a aceptar entregar sectores tan ricos como los que rodean el río Magdalena. ¿O alguien piensa que Bucaramanga va a ceder las rentas que drena de Barrancabermeja, o que Cartagena va a dejar que el sur de Bolívar, rico en oro que se explota de la Serranía de San Lucas, haga parte de un nuevo departamento?
Lejos estamos, pues, del legado de Orlando Fals Borda, y lejos seguimos de hacer realidad el espíritu reformista con que fue concebida la Constitución. El apoyo dado al desarrollo de la autonomía regional y la posibilidad de que toda decisión tuviese participación popular contrasta con el olvido y la displicencia con que, por ejemplo, Antioquia gobierna a Urabá, mientras explota sus abundantes recursos. No por nada en Cartago hay quienes desean anexarse a Risaralda y abandonar al Valle del Cauca, que tampoco ha estado muy presente en el sur del Pacífico, pero que de seguro lo estaría si de negar un movimiento independentista se tratase.
Continuamos administrando un territorio nacional muy dinámico, pero lo hacemos a partir de principios establecidos para el siglo XIX. Principios que hoy son obsoletos y que con seguridad alimentan la visión peyorativa que se tiene de lo periférico. Al inicio del siglo XXI, el ordenamiento territorial, antes que fomentar la democracia, bien puede ser uno de sus mayores enemigos.
Por El Espectador
