Talar un árbol por $400

La mayor reserva forestal del Atlántico, ubicada en el municipio de Piojó, ha sido devastada durante décadas por campesinos que utilizan los árboles para hacer carbón. Hoy, un grupo de ellos lidera un programa de conservación.

Carolina Gutiérrez Torres
26 de junio de 2013 - 10:00 p. m.
Los campesinos del municipio de Piojó, al norte del departamento del Atlántico, han deforestado incontables hectáreas de bosque para obtener carbón. / Fotos: Óscar Pérez - El Espectador
Los campesinos del municipio de Piojó, al norte del departamento del Atlántico, han deforestado incontables hectáreas de bosque para obtener carbón. / Fotos: Óscar Pérez - El Espectador
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La entrada a la mayor reserva forestal del Atlántico, al “pulmón verde” del departamento, es una especie de cementerio sombrío. A lado y lado del camino que lleva al bosque El Palomar, en el municipio de Piojó, se ven sólo troncos mal cortados y tierra árida. No hay quien diga con precisión cuántas hectáreas se han talado, pero cualquier cifra sería insuficiente para describir este paisaje de depredación. Aquí, en estas tierras, los campesinos se han dedicado por décadas a cortar los árboles para convertirlos en carbón. “Con unos quince como ese —dice el señor Augusto Bonilla, líder de la comunidad, señalando un árbol de unos tres metros— se saca una carga (dos bultos de carbón) por la que pagan entre $5.000 y $6.000”. Así las cosas, por la destrucción de un árbol en Piojó se pagan $400.

“Yo llevo 45 años de estar viviendo aquí y desde ese momento el carbón es el modus vivendi. Y no se puede prohibir porque es casi la única manera de subsistencia”, dice el señor Augusto, de 68 años, técnico agrícola, nacido en La Dorada (Caldas). Llegó hasta la costa Caribe a cultivar algodón y cuando esta planta dejó de ser rentable comenzó a producir carbón. Se dedicó a pagarles a jornaleros para que cortaran los árboles, los desplazaran a un terreno plano y los acomodaran allí, parados, filados uno junto al otro “formando un volcán. Luego se forra con pasto, se le echa tierra, se le hace una cavidad y se arma un horno en su interior, un fogoncito con madera seca que se prende con acpm”, explica Bonilla. Y luego dice: “¿Quieren ver uno? Vamos aquí no más?”.

A unos pasos de su casa está el “volcán”, listo para empezar a arder. Pasarán por lo menos seis días para que estos árboles queden reducidos a carbón. Luego serán empacados en bultos y vendrá alguna empresa —quizás esa compañía extranjera que se instaló hace poco en la región— a pagar unos pocos pesos por ellos. De eso se quejan Bonilla, quien ya no trabaja con carbón sino liderando un proyecto para proteger el bosque que ha resistido la destrucción, y José Hernando Ayala, de 27 años. Ambos coinciden en que el pago que reciben es irrisorio, en que apenas alcanza para sobrevivir. “No hay más opciones. Uno hace esto porque no hay más trabajo para hacer, pero no ganamos mucho”, dice Ayala, y luego cuenta que está dedicado a esta actividad desde los 14 años, cuando su papá se enfermó de diabetes y él, el mayor de los varones, heredó la obligación.

La casa de Augusto Bonilla está en la vereda Hibácharo del municipio Piojó. Desde allí, por un camino de tierra y barro, toma unos 45 minutos en moto llegar a El Palomar. En pocas semanas este bosque será declarado por la Corporación Autónoma Regional del Atlántico (CRA) como la primera reserva forestal del departamento. Empezará a llamarse Reserva Protectora Productora El Palomar, lo que —supuestamente— comenzará a blindarla de la deforestación, la caza, la ganadería y cualquier actividad que amenace su conservación. Ya los primeros kilómetros de la reserva en los que se ven los rezagos de los volcanes de carbón quedaron reducidos a tierras incultivables. En marzo de 2012 empezó el proceso de esta declaratoria que, según la CRA, sólo está a un evento protocolario de hacerse realidad.

Después de 45 minutos de camino hay una casa enorme, con techo de paja, que también fue bautizada El Palomar. Se llega a un quiosco con hamacas y un balcón desde el que se ve un paisaje muy verde y, al fondo, la ciénaga del Totumo como si fuera el mar. Tanto bosque y tanto verde hacen pensar que la depredación no ha llegado hasta allí, el punto más alto del departamento —alcanza los 360 metros—, pero es tan sólo eso, un engaño visual, porque luego escucha uno a Enrique Jiménez (quien vigila y mantiene estas tierras por encargo de su cuñado, Rafael González, uno de los dos dueños del 54% de la reserva), diciendo que acaban de arrasar con dos hectáreas para cultivar yuca, ñame y maíz, y que “como fue tan grande la ‘tumba’, para no desperdiciar la leña, la convertimos en carbón”.

“No es que esa sea la intención —dice Armando Ariza, desplazado de Bolívar que llegó a la finca a trabajar en construcción y terminó viviendo allí—. El carbón no da nada, casi ni para comer... Si hubiera otras opciones...”. Y mientras el señor Ariza insiste en que “no hay otro medio para defenderse”, Enrique Jiménez se queja además de que este año la sequía ha empeorado la situación. “El aguacero más grande fue el 28 de mayo, que cayeron 20 mm —dice, enseñando un cuaderno en el que están apuntados los datos del pluviómetro que les enseñó a manejar la Universidad del Atlántico—. El año pasado, para esta temporada, ya había patilla”.

Hoy se quejan de la sequía, pero dos años atrás los lamentos corrían por cuenta del invierno incesante, que ahogó los cultivos. Como bien lo dice el señor Augusto Bonilla, el invierno en Piojó se volvió impredecible. Ya son cosa del pasado los tiempos en que en aquel rincón del Atlántico no reinaba el calor bochornoso, sino el frío y la niebla mañanera. Hoy “no hay equilibrio —explica Bonilla—: cuando llueve, llueve bastante, y cuando hay sequía, como por estos días, pega igual de duro”.

Hay que proteger a El Palomar porque allí aún sobrevive un área de bosque seco tropical, “uno de los ecosistemas más amenazados por la deforestación: ya ha desaparecido el 82% de este bosque en el país”, explica Inés Cavelier, coordinadora del programa Paisajes de Conservación del Fondo Patrimonio Natural. Hay que proteger a El Palomar porque es el hábitat de innumerables animales, como el venado y el mono tití cabeciblanco, una especie endémica del noroeste del país que hoy está clasificada como “críticamente amenazada de extinción”. Hay que protegerlo porque allí está uno de los mayores nacimientos de aguas de la región, que alimentan innumerables ciénagas y arroyos.

Pronto, como lo explica Alberto Escolar, director de la CRA, será declarado reserva, en un proceso que empezó en febrero de 2012. Mientras eso sucedía un grupo de 18 parceleros, liderados por Augusto Bonilla y en compañía de la Fundación Ecosistemas Secos y Patrimonio Natural, viene trabajando para proteger las zonas que rodean la reserva. Ellos son dueños de unas parcelas que el Incoder les entregó a familias desplazadas y vulnerables de la región, y ellos también han sido responsables de la destrucción de estas tierras, por eso ahora quieren encontrar alternativas al carbón y la ganadería.

“Les propusimos: ustedes nos entregan ocho hectáreas para conservar y en las otras les ayudamos a crear sistemas productivos, granjas autosostenibles —explica Gina Rodríguez, directora de la Fundación Ecosistemas Secos—. Hoy todo lo que se vende en Piojó viene de Barranquilla. ¿Por qué no proveer al municipio de lo que ellos están produciendo?”. Esas hectáreas las vamos a utilizar para implementar corredores ecológicos que se unan con las áreas de bosque de Piojó”, corredores para que los animales, como el tití que hoy está arrinconado, puedan moverse.

En otras palabras, dice Inés Cavelier, lo que se busca es la conservación de los recursos al mismo tiempo que se entregan alternativas sostenibles de subsistencia a quienes han vivido por años del bosque. A quienes llevaron a este paisaje de destrucción y hoy, como el señor Bonilla, quieren reivindicarse.

 

cgutierrez@elespectador.com

 

Por Carolina Gutiérrez Torres

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