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Siddhartha Mukjerjee tiene la escasa habilidad de atrapar a un lector desde la primera línea para no soltarlo hasta la última. Aun si eso significa un paseo por 578 páginas como en su último libro: El gen, una historia personal, o en El emperador de todos los males, una voluminosa biografía del cáncer con la que ganó un premio Pulitzer y una comunidad global de lectores, desde la India, donde nació y creció, hasta Manhattan, en Nueva York, donde trabaja como médico oncólogo y profesor en la Universidad de Columbia.
Gen comienza con el relato de un viaje que Mukjerjee emprende desde Delhi hasta Calcuta para visitar a su primo Moni, internado en un institución para enfermos mentales, “una casa de lunáticos”. Moni sufre de esquizofrenia. No es el único en su árbol genealógico con un diagnóstico psiquiátrico. Jagú, uno de sus tíos, murió joven y posiblemente sufrió una enfermedad maníaco-depresiva, mientras Rajesh, otro de los hermanos de su papá, padeció esquizofrenia. El temor a llevar oculto en sus genes una tara genética o a que sus hijas la portaran, el deseo de entender qué tanto pesaba esa carga hereditaria y cuánto les correspondía a la crianza y factores ambientales, lo llevaron a revisar la historia de la genética.
“Este libro es la historia del nacimiento, el desarrollo y el futuro de una de las ideas más poderosas y peligrosas de la historia de la ciencia: el gen, la unidad fundamental de la herencia y unidad básica de toda la información biológica”, señala Mukjerjee. “Uso este último calificativo —peligrosa— con pleno conocimiento Tres ideas científicas profundamente desestabilizadoras brotan del siglo XX y lo segmentan en tres partes desiguales: el átomo, el byte y el gen… Cada una inicia su vida como un concepto abstracto, pero crece hasta invadir multitud de discursos humanos, transformando la cultura, la sociedad, la política y el lenguaje”.
Uno de los capítulos más fascinantes intenta zanjar, al menos bajo la luz del conocimiento genético actual, la cada vez más candente disputa entre grupos conservadores, que sólo aceptan una división binaria del género de los humanos, hombre y mujer, frente a grupos progresistas para los que los roles de género son una construcción cultural e histórica.
“Alguien que dude de que los genes pueden especificar la identidad bien podría ser un visitante de otro planeta que no se ha percatado de que en los seres humanos hay dos variantes fundamentales, la masculina y la femenina. Críticos culturales, teóricos extravagantes, fotógrafos de moda y Lady Gaga nos han recordado que estas categorías no son precisamente tan fundamentales como podría parecer. Pero hay tres hechos esenciales que no admiten disputa: que los hombres y las mujeres son anatómica y fisiológicamente diferentes; que estas diferencias vienen especificadas en los genes, y que dichas diferencias, con las construcciones culturales y sociales del yo a ellas interpuestas, ejercen una poderosa influencia”.
Hasta ahí un punto para los que, en Colombia, se opusieron a las cartillas del Ministerio de Educación, para las iglesias cristianas más recalcitrantes y, por qué no, para el exprocurador Alejandro Ordóñez, crítico implacable de lo que despectivamente algunos llaman “ideología de género”.
Pero calma. La genética y su constante juego interactivo con el medioambiente son un poco más complejos de lo que se intenta enseñar en sermones y desde discursos panfletarios. Es difícil encasillar a los genes en una ideología.
Mukjerjee recorre la historia de la medicina desde los griegos, como Anaxágoras, que creyeron que el factor que determinaba que alguien naciera hombre o mujer dependía del lado del útero en que se implantaba el embrión, hasta el siglo XX, cuando se aclaró el misterioso asunto. En 1903, recuerda el escritor indio, una estudiante de posgrado de la Universidad de Stanford, Nettie Stevens, estudiando el gusano común de la harina y aplicando una tinción de cromosomas, notó que en los machos existía un par de cromosomas dispares mientras en las hembras eran parejos. El azar dejó de explicar la diferencia de sexos. De ahí en adelante se hablaría de un doble cromosoma X para las mujeres y de un cromosoma X y otro Y para los hombres. Pero ¿qué tantos genes estaban involucrados en esa tarea? Pasarían casi 80 años antes de tener una respuesta.
En 1980, un joven genetista londinense, Peter Goodfellow, determinado a encontrar cuál o cuáles eran los genes específicos dentro de todo el territorio de ese cromosoma que determinaban las características masculinas, logró demostrar que tan sólo un gen, que bautizó SRY, era el responsable de las grandes diferencias entre hombres y mujeres. Una prueba de esto es que las personas con síndrome de Swyer son anatómica y fisiológicamente femeninas, pero todas las células de su cuerpo esconden un código diferente: son XY. Es decir, en esos casos el gen que da la orden para desplegar todas las características anatómicas y fisiológicas para convertir en hombre a un organismo está apagado y por lo tanto se produce el desarrollo femenino.
Mukjerjee recuerda el caso de Burce Reimer, un hombre de 38 años que se suicidó el 5 de mayo de 2004 con una escopeta de cañones recortados en un supermercado de Winnipeg. Reimer había nacido cromosómica y genéticamente como hombre, pero en la operación de circuncisión fue mutilado por el cirujano. Sus padres consultaron a John Money, un psiquiatra de la U. de Johns Hopkins quien, influenciado por las teorías de moda en los círculos académicos de los años sesenta, en los que la identidad de género no era considerada una característica innata sino un elaborado producto de los roles sociales y culturales, recomendó criarlo como una niña. Burce se convirtió de la noche a la mañana en Brenda. Comenzaron a tratarlo como niña, le dejaron crecer el cabello y recibió muñecas como regalos. Al llegar a la adolescencia todo el experimento de Money y los padres se vino al piso. Reimer se negó a continuar siendo niña. Pero las cicatrices psicológicas eran hondas.
¿Cómo podemos conciliar esta idea de un solo interruptor genético que domina una de las dicotomías más profundas de la identidad humana con el hecho de que la identidad de género en el mundo real aparezca en un espectro continuo?, se pregunta Mukjerjee. Y ahí va el punto a favor de quienes defienden la diversidad humana.
Explica el médico indio que, para posibilitar aspectos más profundos de la determinación del género y de la identidad sexual, el SRY debe actuar sobre docenas de interruptores, conectándolos o desconectándolos, activando unos genes y reprimiendo otros. Como en una carrera de relevos en la que un testigo pasa de mano en mano. Estos genes integran a su vez inputs del yo y del ambiente —de las hormonas, los comportamientos, las situaciones, los usos sociales, los roles culturales y los recuerdos— para definir el género. “Lo que llamamos género es así una elaborada cascada genética y procesual, con el SRY en la cima de la jerarquía y los modificadores, integradores, instigadores y intérpretes debajo”, escribe Mukjerjee. Compara el asunto con una receta de cocina. Si el gen SRY dice “llenar cuatro tazas de harina”, en una panadería, dependiendo de otros ingredientes, con esa instrucción se puede preparar desde una baguette hasta pasteles de huevo.
“En la cima de la cascada, la naturaleza funciona con resolución y unilateralidad”, concluye Mukjerjee. “En la parte inferior, por el contrario, el enfoque puramente genético falla; no permite comprender de una manera particularmente sofisticada el género o la identidad. Aquí abajo, en los llanos estuarios donde se entrecruza la información, la historia, la sociedad y la cultura chocan y se intersectan con la genética cual mareas. Algunas olas se anula entre sí, mientras que otras se refuerzan. Ninguna fuerza es particularmente potente, pero su efecto combinado produce un paisaje singular y ondulado que llamamos ‘identidad personal’”.
* Lea en exclusiva en www.elespectador.com un capítulo del libro.