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Aniceto Molina, el cumbiero nómada

Defensor de los ritmos sabaneros, fue integrante de Los Caporales del Magdalena y Los Corraleros de Majagual. Tuvo éxito con sus temas en México y Estados Unidos, donde tocó con figuras como Celso Piña.

Juan David Torres Duarte
01 de abril de 2015 - 03:39 a. m.
Aniceto Molina nació en 1939 en El Campano (Córdoba). / El Meridiano
Aniceto Molina nació en 1939 en El Campano (Córdoba). / El Meridiano
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La finca donde nació Aniceto de Jesús Molina Aguirre, La Florida, tenía 80 hectáreas, bueyes y pastos abundantes, y estaba enclavada en la sabana de Córdoba, en un pueblo pequeño llamado El Campano. En su niñez, las tareas de Molina eran simples: arrear los animales, cortar cañas, ayudarle a su padre en el trapiche. Años después, la finca fue dividida entre todos los hijos, que vendieron sus partes a otros y entonces, cuando Molina quiso volver a su tierra, apenas dos hectáreas pertenecían a su familia.Su patrimonio era de otros. Esta idea le disgustó, le produjo nostalgia.

Quiso comprarla. Para entonces ya había hecho dinero como miembro de Los Corraleros de Majagual y de Los Caporales del Magdalena. Había tocado con Alfredo Gutiérrez, Gabriel Chamorro, Rubén Darío Salcedo y Aníbal Velásquez, y tenía fama bien ganada como acordeonero, aunque al principio tuvo que conformarse con tocar el cencerro, con estar detrás del protagonismo. Primero le compró su parte a un sobrino y luego fue adquiriendo el resto del terreno, de modo que, en cierto tiempo, 30 hectáreas de la antigua tierra familiar estuvieron en su poder y reconstruyó, con base en su recuerdo, la casa en que nació. Con eso se declaró feliz.

Era su tierra. Y era su música.

“Al principio fui desordenado por la juventud —contó en una entrevista en 2014 con Édgar Cortés—. A veces no maduramos. Pero unos nos damos cuenta de las barbaridades. Al pasar el tiempo, el que quiere aparta todo y comienza una nueva vida. Yo era bebedor, era fumador, parrandero, mujeriego. Ahora tengo disciplina para todo”. Tenía 12 años cuando se topó con un acordeón; tenía 18 cuando se largó camino de Cartagena, a grabar un disco en reemplazo de su hermano Anastasio, que no quiso irse de su tierra. Víctor Caicedo, líder de los Bananeros de Urabá, se prendó de su forma de tocar y le ofreció el trabajo; tuvo que instalarse un mes en la finca para convencer al padre de Molina. Él, nómada y viajero, quizá ansioso, le dijo a su padre que no quería un solo pedazo de su tierra, que la repartiera entre sus otros hijos, que él se iba. Pero no olvidó de dónde venía.
Se fue. Volvería.

En Cartagena, por alguna razón que olvidó, no quisieron grabarle. Entonces se fue a Barranquilla y en la disquera Eva grabó cuatro temas. En la ciudad vivía tocando en la calle, cada tanto en una parranda. Tenía una habitación en una peluquería y un buen día el músico Aníbal Velásquez fue allí a cortarse el pelo. Molina se presentó. “¿Tiene acordeón?”. “Sí, lo tengo”. “Véngase a tocar conmigo”.

En últimas, Molina le prestó el acordeón a Velásquez y él se encargó del cencerro; aprendía cada paso que realizaba Velásquez y en las tardes y en las noches los practicaba. “Ya le estaba pisando los talones”, dijo. Era finales de los años sesenta; Molina se fue a recorrer, tocando en cada pueblo que paraba, la sabana de Córdoba. Tuvo la suerte, siempre tuvo la extraña suerte, de encontrar a alguien en su camino que lo llevaría a otro lugar. Un venezolano le propuso irse: se fue. Recorrió San Antonio de Táchira, Barquisimeto, Caracas, trabajó en televisión y fue conocido como la cabeza de Aniceto Molina y su conjunto. Tocaba porro, vallenato, cumbia, y antes de cada canción advertía qué era cada género, porque sabía que entre los tres había diferencias y que los tres eran, en esencia, gentilicios y no sólo ritmos musicales. Su advertencia señalaba su origen.

Regresó a Colombia y vivió en Valledupar por seis, siete años. “El acordeón está generalizado en el mundo —diría después—. No podemos decir que nació allí (en Valledupar)”. Su fama creció en aquella ciudad hasta que, a principios de los 70, mudó su hogar a Sincelejo, que antes había pasado de largo porque el camino, para él, era otro. Entró a Los Caporales del Magdalena y de ese entonces son los éxitos La charamusca y Coquito de agua. Allí estaban Alfredo Gutiérrez y Rubén Darío Salcedo; allí, de repente, se había formado una línea de músicos folclóricos que determinaban el camino del porro y la cumbia.

Se casó con Carmen Peralta, nunca se separaron y tuvieron cinco hijos. Había vuelto por un tiempo a su casa, cuando sus padres aún estaban vivos, pero algo en el camino lo llamaba: tal vez la mera aventura de estar en la ruta, tal vez la inexorable necesidad de ser un viajero sin fronteras. Salió de Los Caporales y fue a Bogotá a grabar con Julio Fontalvo. Estaba a punto de irse de nuevo, y de irse lejos. Antes de su partida hizo parte de Los Corraleros de Majagual, otra de las escuelas musicales del folclor colombiano. Por allí pasaron Fruko, Lisandro Meza, Calixto Ochoa. La burrita, Los sabanales, Festival en Guararé son las grabaciones de ese tiempo.
En Ciudad de México vivió más de diez años, hasta 1984. El acordeón, allí, era el centro de la música norteña y de la tradición más popular. Molina se sintió a gusto y abrió camino para que otros acordeoneros de su país llegaran a México y Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte, a los 76 años: en su acordeón, Molina no sólo recogía el valor del folclor nacional, sino su propia historia, la historia de un niño que nació en tierra de sonidos golpeados, algo melancólicos.

En 2010 celebró casi 50 años de carrera con Celso Piña y Los Chicos del Barrio. Viajó y tocó por El Salvador, Honduras, Nicaragua y Canadá, y de tiempo en tiempo volvía al país y se arremolinaba entre las hectáreas de La Florida. Siempre supo de dónde venía y siempre supo cuál era la fuente de su música. Por eso dijo: “Soy sabanero y soy cumbiero. Desde que comencé a tocar en una tarima, siempre era con mi acordeón. En México, explicaba los ritmos que tenemos aquí. Sabanero es un gentilicio”. Por eso dijo, también: “Vallenato no es un ritmo: es un gentilicio. El vallenato es un paseo. Lo que más me inquieta, y se lo digo a todos los músicos sabaneros, es la ignorancia que están cometiendo. Eso se lo digo a boca llena. ¿Por qué, si son sabaneros, tienen que utilizar el vallenato? Si es que no son vallenatos. La gente sabanera no debería pegarse a esos nombres sólo para vender. Hacen una canción, la tocan y si va a pegar, pegó. A ritmo de sabana”.

Molina quería que lo enterraran junto a sus padres, en su tierra.

 

Por Juan David Torres Duarte

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