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García Márquez, el único

Retrato de una figura políticamente incorrecta, incluso incómoda, que nunca se vendió al establecimiento.

Anita de Hoyos
18 de abril de 2014 - 12:51 a. m.
García Márquez, el único

Es el héroe. O al menos, lo fue. La gran leyenda fundacional. Y no porque haya sido un gran escritor. Al contrario, el mérito literario de Gabriel García Márquez se puede cuestionar y sería igual. Uno puede decir que su retórica es sospechosa, que su lirismo de pretensiones bíblicas resulta pesado, que la musicalidad de su frase diluye sus historias. Es más, ya en trance de aceptar lo inaceptable, se puede conceder que otros escritores del Boom, como Cortázar o Vargas Llosa, son más legibles o más eficaces. Y nada de eso importaría, porque la fama de Gabo desborda lo literario, los delirios críticos no disminuyen la estatura de su mito.

La verdadera gloria de García Márquez es que no necesitó ser el mejor escritor del mundo. Tal vez dentro de cinco siglos se seguirá leyendo al lado de Cervantes, suponiendo que Cervantes siga siendo leído y haya un planeta en donde leerlo. Pero eso -repito- es lo de menos. Al lado de la obra de Gabriel García Márquez, cabalga orgullosa su vida, ese ejercicio incierto en el que nos acompañó y que realizó con una honradez y una intensidad que le garantizaron nuestra admiración y nuestro afecto. Porque si hay algo evidente es que Gabo gozó con el hecho elemental y prodigioso de habitar este planeta y aceptó la aventura en que estaba embarcado sin reticencias, con toda su riqueza y todas sus limitaciones. “Esa vida que amamos con una pasión insaciable”.

Como era honesto, estaba dispuesto a pagar el precio. Sabía que “el amor estaba contaminado de los gérmenes de la muerte pero era todo el amor”. Por eso, la inmortalidad y sus arandelas jamás lo deslumbraron. Se convirtió en un millonario, gozó con los poderosos, conoció de vinos y navegó en yates de 200 pies, pero jamás descendió al extremo de “vestirse bien” y se cagó en la moda con descomunales carcajadas de barranquillero. No fue un escalador barato, que tratara de mimetizarse con los ricos que frecuentaba. No fue un traidor. Gabo se sabía hecho del mismo barro que nosotros y tener un cerebro privilegiado no le sirvió como justificación para convertirse en un aristócrata con título de marqués. Siempre estuvo “de este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas amarillas de nuestros incontables años de infortunio y de nuestros instantes inasibles de felicidad”. Le gustaba este lado, nuestro lado, lo conocía porque nació en él y jamás lo abandonó. Así de simple. Quería triunfar, desde luego, y trabajó y lo logró, pero a la hora del balance le bastó con acatar su destino. Un destino que lo bendijo con el raro don de estar en el sitio correcto en el momento correcto.

Un hombre oportuno. Un tipo que vino a ocupar un nicho que era urgente llenar. Un nicho que de otra forma se habría cerrado vacío, condenándonos a más hojas amarillas de desconsuelo. Porque vale la pena preguntar: ¿qué habría sido de nosotros sin García Márquez? ¿Qué habría pasado con este país provinciano y empobrecido, gobernado por una casta violenta y vulgar que desprecia todo lo que huela a colombiano? ¿Nos habríamos tragado el cuento de que somos de malas para pensar y que sólo servimos para trabajar como mulas? ¿Habríamos encontrado la reserva emocional necesaria para sentirnos participando en la historia del planeta? ¿Cuántos años más habríamos demorado en imaginar que este pedazo de mundo era nuestro y que merecíamos ser nuestros propios amos?

Muchos olvidan –o sencillamente no saben- cómo era Colombia en los años 50, cuando Gabo todavía no era famoso y trabajaba como reportero. Tal vez sea conveniente recordar los trescientos mil muertos de la Violencia, las ciudades que crecían sin control, las hordas de niños descalzos y harapientos a los que los ricos llamaban de una manera muy francesa “gamines”. Un país con treinta y cinco por ciento de analfabetismo. Para viajar a la costa había que subirse en un avión, no existía carretera. Si los chicos bien querían ponerse un jean, debían traerlo de Estados Unidos, aquí no había almacenes que los vendieran, ni fábricas que los confeccionaran. Miseria, temor e hipocresía, las piedras angulares de una sociedad deforme. Y en medio de este horror donde a los sacrificados se les practicaba el “corte de franela” o se los “picaba para tamal”, crecía una generación paralizada por las terribles historias que se contaban en voz baja en las cocinas, donde los fugitivos compartían sus desdichas en un español rústico del cual se burlaban sus amos, tan respetuosos de la “pureza del lenguaje”. Por eso, leer por primera vez La hojarasca o El coronel no tiene quien le escriba resultó sobrecogedor. Porque más allá del poeta, había un testigo que se levantaba del mar de sangre para señalar a los culpables.

Ahora, todo esto puede sonar viejo, revenido, mamerto. Pero en su momento, fue heroico. No siempre Fidel Castro fue una momia sostenida por un régimen de burócratas voraces. No siempre la guerrilla fue una organización desacreditada. No siempre estuvo de moda entregar nuestra tierra a los extranjeros. Y sobre todo, no siempre se pensó que formar parte del mundo fuera consumir la misma basura que los demás. Es la verdad. No siempre habitamos esta desesperación apocalíptica en la que para hablar del futuro se debe empezar por cerrar los ojos. Alguna vez hubo otro paradigma. Alguna vez se pensó que formar parte del mundo era marchar solidariamente en busca de la felicidad. Alguna vez creímos que los corruptos y los mafiosos eran unos criminales. Alguna vez soñamos en un mundo donde todo sería posible para todos. García Márquez le apostó a ese sueño.

Al margen de que se compartan o no sus ideas políticas, uno debe reconocer la consistencia del sujeto, su increíble empecinamiento en luchar por una Latinoamérica más justa, más consciente y más libre. Para los escépticos o los de corta memoria -que muchas veces son los mismos, porque si cuesta recordar se sufre imaginando un futuro- va una pequeña lista: la revista Alternativa, el movimiento político Firmes, la escuela de cine de San Antonio de los Baños, la revista Cambio, la Escuela de Nuevo Periodismo. Todas empresas enormes en las que Gabo no sólo comprometió su nombre y su trabajo, sino su capital. Platica que se perdió, porque ninguna de ellas fue un negocio. No hay que pensar mucho para saber dónde terminaron las coronas del Nobel o los milloncitos que ganó con su talento. Y hay que pensar todavía menos para dimensionar la tremenda carga de trabajo que se echó encima.

Entonces, uno se pregunta: ¿cómo hizo este animal prodigioso para escribir sus novelas? ¿A qué horas se sentaba con esa legendaria disciplina de galeote febril a llenar página tras página? ¿De dónde sacaba tiempo para su obra este monstruo que dedicó lo mejor de sus energías a despertar a los demás por la humilde vía de la educación? ¿Cómo demonios logró no colapsar?

La respuesta es que tal vez lo hizo. De pronto, sí colapsó. Cualquier crítico sensato (suponiendo que exista un crítico sensato) estaría de acuerdo: después de El Otoño del Patriarca su nivel desciende y aunque El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto siguen manteniendo el decoro, nada de lo que escribió después de 1975 justifica el Nobel. Lo que por un lado no quiere decir nada porque el Nobel se lo dan a mucha gente; y por otro lado puede significar mucho si es verdad que Gabo ejerció la mayor generosidad de la que es capaz un escritor: sacrificar su obra.

Un escritor genial que deja de escribir como un genio porque quiere sacar tiempo para hacer trabajo político. A Malraux le pasó, dicen, y fue su fin. Pero en el caso de Gabo es una tesis atrevida, de pronto ingenua, que luce imposible de comprobar. Pero nos gustaría pensar que es cierta, que en algún momento García Márquez decidió que era más urgente educar a sus lectores que escribir novelas admirables. El que haya existido un escritor tan amoroso con su público resulta al menos refrescante en esta época gris en la que los autores colombianos son cada vez más prudentes y más acomodados, gentecita liberal y enclaustrada en sí misma que desprecia a sus lectores. El que el más grande de todos haya sido el único que se atrevió a ser políticamente incorrecto, el único que trató hasta el final de subvertir la realidad con algo más que palabras, debería inspirar actitudes más íntegras.

Hay que comer, se dirá. Es fácil jugar al comunista cuando se es millonario. Alguien mencionará que el mundo editorial es una carnicería que oferta despojos en las grandes superficies y que ahora, para vender mil ejemplares de una novela, hay que demostrar que uno es un niño juicioso. Bien. Cada cual es dueño de su miedo y se entiende que los intelectuales tengan problemas económicos. Los que viven de las palabras siempre han padecido bajo amos tiránicos. Por algo estamos como estamos y estuvimos como estuvimos y estaremos como estaremos. El problema no es nuevo y no tiene solución. Precisamente por eso, una actitud tan vertical como la de García Márquez es valiosa.

Pero dejémonos de mamerteces y hablemos del mito, aprovechando que el hombre está muerto. Dijimos al principio -y lo reafirmamos ahora- que Gabriel García Márquez es el héroe. O que al menos, lo fue. Y decimos que lo fue porque en Colombia lo único que hacemos rápido es olvidar y -guardadas las proporciones- a Gabo le pasó lo mismo que a Bolívar. Los dos se volvieron símbolos del castrochavismo y de la guerrilla. El compartir destino con El Libertador, coincidencia que es el origen de El general en su laberinto, bastó para asegurarle a Gabo su mala hora: la envidia de sus compatriotas y el destierro.

Y sin embargo, a él -como a don Simón- no podrán bajarlos de sus nichos. Bolívar seguirá en su plaza, encima de Palomo, reclamando libertad o muerte. Y vestido de liqui liqui, instalado en nuestra memoria, Gabo nos seguirá gritando en letras mayúsculas que ser colombiano significa más que ser paisano de Pablo Escobar, que están la guayaba, el pescado frito y la alegría del Carnaval, que si el hijo de un telegrafista de Aracataca logró ganarse un Nobel, tenemos una esperanza. Porque eso fue lo que Gabo nos regaló con su heroísmo terco: la certidumbre de que lo nuestro forma parte del patrimonio del universo. Y por eso nos hará tanta falta, porque nadie volverá a hablarnos con tanta fuerza sobre las posibilidades de nuestro destino. Y por eso, en esta hora de luto, también debemos bailar de júbilo, porque el tiempo de nuestra realización empezó con él y todavía no termina.

Por Anita de Hoyos

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