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Los signos ciegos

La literatura afro ha sido eclipsada por años en Colombia. Autores como Manuel Zapata Olivella y Arnoldo Palacios, aunque reconocidos, son poco leídos. ¿Qué la caracteriza? Alfredo Vanini, investigador y poeta, analiza sus alcances.

Juan David Torres Duarte
16 de agosto de 2013 - 10:00 p. m.
Arnoldo Palacios y   Oscar Collazos buscan en la literatura afro una forma de expresión.     / Archivo - El Espectador
Arnoldo Palacios y Oscar Collazos buscan en la literatura afro una forma de expresión. / Archivo - El Espectador

En las sentinas de los barcos traían a los africanos hacia América, montados allí para el éxodo que ellos ya habían bautizado como “el viaje sin regreso”. Venían de Portugal, en principio, y pensaban, entre maderas y aguas, como dirían luego en cantos, como dirían luego los bogas y los abuelos de los abuelos, que los europeos querían engordarlos para engullirlos. Los europeos decían a viva voz que los africanos eran salvajes; estos, a su vez, pensaban que los europeos eran caníbales.

La nostalgia de esas horas perdidas en los viajes persistió y devino, tiempo después, en poemas y cantos y décimas. El desarraigo revivía. Y revivió luego, también, en los poemarios de Candelario Obeso y en las palabras de Gregorio Sánchez, también en las novelas de Arnoldo Palacios y en Changó, el gran putas de Manuel Zapata Olivella. “Yo aprendí a amar mi cultura —dice Alfredo Vanini— por las mujeres que me contaban historias”. La literatura afrocolombiana, si es necesario el término, fue primero, como todas, una literatura oral. Pese a la contradicción de términos, era eso cuanto emergía de los dolores pasados: cantos en creole y palenquero que contaban la vieja historia de las abandonadas tierras.

Nacido en zona rural de Timbiquí, Cauca, Alfredo Vanini (1950) es investigador, poeta y novelista. Ha publicado los libros Cimarrón de la lluvia, Alegando que vivo, Jornadas del tahúr, Los restos del vellocino de oro y El día de vuelta. Es allí, en sus obras, donde reviven los signos de sus ancestros: son pequeñas imágenes de cosmogonías asociadas al mundo de los afros. Están allí los dioses, los ríos, algo de la sensualidad femenina.

Pese a los numerosos autores de origen afro y a quienes han tratado de convertir en literatura la vida de ese pueblo, dice Vanini, en Colombia el problema de identidad ha afectado también al arte y su producción. Los colombianos, por décadas, han elegido serlo todo —mexicanos, estadounidenses, franceses, incluso ingleses—, menos colombianos. ¿Qué hay de propio, entonces? Vanini, a través de sus investigaciones, busca reconocer esas singularidades. “En África, cuando muere un anciano —cuenta—, se dice que muere una biblioteca. De ese modo (la historia) se va transmitiendo a los descendientes de la diáspora y sus técnicas se van combinando luego con estructuras poéticas de España”.

Dicha iniciación literaria, que gusta del retruécano, las hipérboles y las metáforas, se convirtió en la base esencial de la literatura afro. En tiempo de la Colonia, sin embargo, por razones prácticas, no eran los afros quienes podían escribir: no tenían el sistema de signos de los españoles, ni tampoco una cultura a la que interesara resguardar el conocimiento en papel. Entonces dedicaban su tiempo al canto, a la oralidad. Los demás los ridiculizaban: lo hizo Quevedo, por ejemplo, en algunos de sus versos. ¿Qué había que hacer entonces? Hacerse ver.

Quizá uno de los primeros que dibujaron la historia de los afros fue Jorge Isaacs. Vanini, que de pequeño tuvo dos bibliotecas —la de su padre, plena de libros; la de su madre, plena de palabras—, piensa que María fue rotulada como una novela de amor pero, en el fondo, esa era apenas una justificación para relatar la llegada de los africanos a América. Ese tema, a pesar de los esfuerzos, era el que menos interesaba.

Después fueron Tomás Carrasquilla en La marquesa de Yolombó y también Candelario Obeso en sus poemas —que son ricos en la transcripción de oralidad— quienes pusieron en primer plano la vida de esos hombres y mujeres, seleccionados por su fortaleza para hacer los trabajos más ruines. No obstante semejantes obras literarias, sus personajes eran olvidados y, en muchas ocasiones, incomprendidos: “Poquitos se leen Changó, el gran putas porque, primero, hay nombres de dioses desconocidos —dice—. Somos un país de Dios en el edén, pero nunca nos dijeron que también los mayas y los afros tenían una mitología. Changó no lo entiende nadie; Cien años de soledad, sí. Hace falta el código”.

La falta de código no ha sido óbice para que más escritores de raíces afro busquen en la literatura un espacio de expresión: Arnoldo Palacios, Hazel Robinson, Óscar Collazos. Algunos buscan recordar el ritmo y la riqueza de palabra de sus ancestros; otros optan, como Robinson, por una sencillez en el lenguaje que permita dar a la historia un salto adelante. Los temas son variopintos también: no sólo la raza, sino el viaje, el erotismo, la traición. El tiempo también ha demostrado que la literatura afro se alimenta de las perspectivas de otros; por eso, ser un escritor afro no depende del color de piel, sino de una forma de sentir.

¿Es necesario el término, entonces, si no interesa el color de piel? Vanini piensa que permite hacer una distinción y, al mismo tiempo, poner el acento en un objeto que pasaba —y aún pasa— desapercibido. Pero Vanini se niega también a aferrarse al concepto, a la separación, porque ser artista es un hecho universal, pese a que toda la obra se conduce por experiencias de vida. “Yo no quiero ser un poeta afrocolombiano —dice—: quiero ser un poeta”.

 

jtorres@elespectador.com

@acayaqui

Por Juan David Torres Duarte

 

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