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Sobre una novela histórica

Rafael Baena ha abordado la historia del siglo XIX en Colombia en algunas de sus novelas anteriores. Ahora, con ‘Siempre fue ahora o nunca’, nos habla del siglo XX. La guerra continúa.

Sara Malagón Llano
08 de mayo de 2014 - 04:24 a. m.
Rafael Baena, antiguo periodista y fotógrafo de este diario, se dedica hoy en día a escribir. Ha publicado cinco novelas.  / Archivo
Rafael Baena, antiguo periodista y fotógrafo de este diario, se dedica hoy en día a escribir. Ha publicado cinco novelas. / Archivo
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Si tuviera que decir sobre qué es Siempre fue ahora o nunca diría que es una novela sobre la historia de Colombia en el siglo XX contada desde diferentes perspectivas, desde diferentes voces, desde las pequeñas historias: la novela juega todo el tiempo a mostrar y ocultar la historia, lo personal se intercala con lo general o, más bien, la historia es el sustrato permanente de lo que acontece en las vidas de los personajes, porque somos necesariamente seres situados, seres políticos. Es una novela sobre cómo la historia se cuela en nuestras propias historias, en nuestras vidas, determinándolas inevitablemente. Pero también diría que, además de ser una novela, es una reflexión sobre el periodismo como actividad en Colombia, y gracias a algunos personajes que de vez en cuando toman la palabra, el lector es capaz de meterse en las entrañas del oficio. Por último, diría que la novela es sobre la vida misma, sobre lo que en ella confluye, se cruza, aparece, muere, cambia, se mezcla; que se trata de un libro de confluencias, de historias cruzadas, como lo es la vida. “Múltiples voces interpretan a su manera la vida en el territorio de la guerra”, dice la contratapa de la novela, publicada por Alfaguara, que se lanza ahora en la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

En la lengua inglesa existe una distinción que nosotros, los hispanoparlantes, no tenemos: la palabra history se distingue de story para diferenciar el relato de los acontecimientos históricos de cualquier otro relato. Esa distinción sirve para pensar esta novela, porque lo que hace Baena es, como dije líneas arriba, contar la historia de Colombia a partir de múltiples y pequeñas historias, valga la redundancia. Con ello consigue acercar la historia al lector, esa historia que ya nos sabemos, la de los tratados, la de los libros de texto, la del periodismo: la versión oficial, “objetiva”, cronológica y lineal de los hechos. “Pero mi cuento iba en otra dirección, no en esa, porque para eso están los historiadores”, dice uno de los personajes.

Particularizar la historia le confiere realidad, verosimilitud, y abre la puerta a la identificación del lector con esos sobre quienes lee. Particularizar la historia es convertirla en experiencia, es hacerla entrañable, concreta: dejamos de pensar en discursos y en cifras para pasar a pensar en personas y en la manera en que ciertos hechos las golpean. Es así, y sólo así, diría Aristóteles, que sucede la catarsis.

En esta novela, la historia se construye mediante el entrecruzamiento de múltiples voces. Esas voces la iluminan, la arman como un rompecabezas al que, por su grandeza, sus secretos, su generalidad e incomprensibilidad, de todas maneras le faltan piezas. La vida y nuestra historia somos todos, la construimos a través de nuestros encuentros y desencuentros, y, sobre todo, a través de las palabras que intentan describirlos.

Las voces cambian conforme cambian los capítulos. Así, el escritor nos hace saber que un personaje ha callado para cederle la palabra al otro. Baena no sólo logra que cada personaje tenga su propia e inconfundible voz, sino que además se permite experimentar con la forma sin sacrificar la comprensibilidad, necesaria para enganchar a cualquier lector.

No sólo hay un entrecruzamiento de múltiples voces, sino también de múltiples tiempos: aunque el relato avanza peldaño a peldaño, cronológicamente, moviéndose desde el más allá hacia el más acá del siglo XX, la narración no es completamente lineal. Las voces se mueven juntas, pero ligeramente a destiempo, y se dan saltos hacia atrás y hacia adelante, porque el pasado nunca ha estado completamente muerto y el presente se acaba a cada instante. La novela acierta, como otros grandes ejemplos de la literatura, al atentar contra la idea de tiempo unidireccional que ha marcado por completo la percepción y el esquema mental de Occidente. Por ello, porque la novela no avanza de manera enteramente lineal, y porque en medio de ella hay, literalmente, un ejercicio de rememoración que lleva a cabo uno de sus personajes, la memoria ocupa un lugar central. Aquí, la narración es, a secas, un ejercicio de rememoración. No hay nada más que el recuerdo, y cuánto vale recordar, porque de allí surge el material con el que cuenta el escritor, el cronista, el periodista.

Los muchos tiempos y espacios, a veces indefinidos en principio, van cogiendo forma y van revelándose conforme el lector avanza en la lectura. De la misma manera, las muchas historias, inconexas, fragmentadas, se van hilando, van mostrando sus puntos de contacto. Escribir esta novela debió ser también un ejercicio de entretejido, de buscar revelar sólo poco a poco la unidad que el lector exige, una lógica que se va construyendo y develando progresivamente.

Que todos hablen sobre los otros no sólo es prueba de que siempre estamos en boca de todos, y de que los otros nos construyen —construyen nuestra historia e incluso nuestra identidad—, sino también de que las propias memorias sólo pueden estar inundadas de otros, de muchas personas, de historias ajenas.

Esta novela, desde su propia autoproclamación como texto literario —y por ello, varios pensarían, “ficcional”—, tiene mucho que enseñarle a la historia como disciplina y a cierto tipo de periodismo: no hay verdad, hay múltiples perspectivas, la realidad no es otra cosa que sus discursos contradictorios y las diferentes narraciones que existen sobre ella. Como dijo Nietzsche, “no hay hechos, sólo interpretaciones”.

 

 

saramalagonllano@gmail.com

Por Sara Malagón Llano

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