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Durante mi primer año de carrera en una de las más antiguas y prestigiosas universidades de Colombia, y mientras patinaba con mi vida pues aún no conocía el amor, había abandonado el alcohol y mi giro de estudiante de provincia no me alcanzaba para visitar un analista, un compañero de la residencia de estudiantes costeños donde vivía me puso como condición fundamental para continuar nuestra amistad que me leyera un libro: Cien años de soledad. Y con ello me cambió la vida, pues no solo retomé -ahora para siempre- uno de mis vicios mayores sino que nació en mi la grande admiración y cariño de lector agradecido por ese escritor que enseñaba que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.
Ya había escuchado hablar en mi casa de Valledupar de Gabo y de los García Márquez “como los parientes por el Cotes”. Mi abuela Josefita contaba historias de la casa de Aracataca en donde vivieron sus hermanos Agustín y Lázaro mientras eran estudiantes del Liceo Celedón. También de su prima carnal Luisa Santiaga y sus temporadas juntas en Manaure, “el pueblo más hermoso del mundo”. Pero la verdad es que me daba pena que se enfatizara ese vínculo de parentesco que ya daba entre nosotros solo para burlas y bromas. Pero un día fue el propio Gabo quien puso las cosas en su punto, y luego de una visita a Valledupar y conocer el árbol genealógico de los Cotes, dejó en uno de sus libros una dedicatoria que le dio a mi mamá todo el aliciente del mundo: “para Ruth, mi pariente comprobada”.
A Gabo siempre lo había visto de lejos. En alguna parranda, de jurado del Festival Vallenato, en un par de ocasiones en lugares públicos en Bogotá. Pero fue en 1995, mientras montaba una exposición sobre él y sus amigos de Barranquilla en el Museo de Arte Moderno de Cartagena, cuando doña Yolanda Pupo de Mogollón -su directora- llegó con la noticia grande: “Gabito viene a las cuatro”. Ya había organizado en el 93 una exposición -“los libros de verdad verdad de Gabriel García Márquez” -como homenaje y desagravio por la burla de los derechos de autor de él y de todos los autores en Colombia con las profusas ediciones piratas que circulaban. Esta que hacía en Cartagena rendía homenaje a una época y a unos vínculos fraternos: ¨El grupo de Barranquilla una historia de amor¨. El problema era que no teníamos a la mano una cámara fotográfica y aún no existían los celulares. Entonces salí de carrera en busca de algún fotógrafo profesional que nos ayudara a dejar el registro de esa anhelada visita. Lo encontré a unas cuadras del Museo mientras mandaba a revelar varios rollos de fotografías de bautizos y primeras comuniones. Compré dos rollos de 35 mm y en compañía de este fotógrafo nos preparamos para recibir la visita de Gabo y Mercedes. Cuando él llegó me contó que venía de jugar un partido de tenis con algún general de la República y yo incurrí en una de esas metidas de pata que me pasan cuando tengo enfrente a algún personaje a quien admiro. Le pregunte que si tenía el brazo caliente y él, que sabía el alcance de mi pregunta, (“Me moriré el día que se enfríe el brazo”), me dijo molesto que, por supuesto, lo tenía a punto.
Lo cierto es que durante más de una hora recorrimos la exposición y Gabo me corrigió la plana y me recordó otras anécdotas del famoso grupo. A propósito de éste, me aclaró que para él no había tal, pues “todos iban y venían y eran la misma vaina”. De ese encuentro me quedó, entre tantas otras cosas, una dedicatoria con la fecha más antigua de todas las que él regaló: 1933. Mercedes le llamó la atención por poner una fecha anterior inclusive a la publicación del libro, 1967. Pero él le contestó que dentro de mil años 1933 y 1967 iban a ser lo mismo. Yo me atreví a decir que esa fecha era la del año cuando su abuelo lo había llevado a conocer el hielo, imagen de la que él partió para escribir la novela. Gabo me miro con picardía y canceló la discusión: “claro, y ese fue el momento en que realmente nació el libro”. Lo otro que me quedó fueron los rollos con las 70 fotografías análogas tomadas por el ¨profesional¨, de las cuales a la hora de la verdad solo se salvaron cinco, pero esa es otra historia.
Como yo ya estaba decidido a chismosear sobre su vida y obra, y al ver que ya el capítulo barranquillero estaba más que valorado y que el periodo de Cartagena se estaba reivindicando con publicaciones como Un ramo de no me olvides de Gustavo Arango, y Cómo aprendió a escribir García Márquez de Jorge García Usta, y que Gabo construía su casa allí, y que sus últimas obras tenían a La heroica como su ámbito ficcional, decidí explorar un territorio menos seguro y prometedor: su relación con Bogotá y el interior del país. Esa de entrada la decisión de sacar a bailar a la más fea.
Sobre la relación de Gabo con Bogotá siempre ha pesado una leyenda negra, que los ha enfrentado y distanciado dejando por fuera todos los matices y eventos que convierten en realidad al capítulo cachaco de Gabo si no en el más importante, sí en el más interesante, complejo y definitivo en su vida, y para su condición de escritor y periodista. Fue por ello que me metí de lleno a revisar toda la prensa bogotana desde 1940 hasta llegar al 2004. Fruto de esa revisión tengo una información con más de cinco mil entradas donde se relacionan poemas, ensayos, cuentos, notas periodísticas y crónicas no recogidas en libro a pesar de la formidable labor de Jacques Gilard y otros. También están relacionadas noticias formidables como la participación del joven García Márquez en una feria del libro y de su grado de bachiller como el mejor de la promoción.
La verdad es que esta labor de ratón de biblioteca iba acompañada de un diálogo con algunos amigos de Gabo de esos años en el colegio, en la Universidad Nacional y en El Espectador. Con ellos, y con los hallazgos bibliográficos, monté una exposición y unas jornadas académicas en la Biblioteca Nacional, que generosamente nos habría brindado la oportunidad de desarrollar nuestras pesquisas bibliográficas. Esta investigación sirvió como base a una nueva exposición Los días que uno tras otro son la vida: Gabo en Bogotá. Con ella también viajé. Y otra vez en Cartagena y gozando de la hospitalidad del Museo de Arte Moderno, y de su apreciada directora, me reencontré nuevamente con Gabo once años después. Pero nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismos. Gabo ya no solo no me corrigió la plana sino que se mostró sorprendido al ver de frente su pasado escolar, al ver las carátulas de los libros que había leído en el Liceo, al ver sus notas escolares y universitarias, y al verse retratado en distintos momentos y lugares con tantos amigos de tantos años. Yo le pedí que por favor me firmara algunos libros y convenimos que se los llevaría al día siguiente a su casa en San Diego.
Cuando llegué a dejar los libros, la persona que me abrió la puerta me dijo que pasara, que Gabo quería atenderme. La posibilidad de encontrarme a solas con el maestro en la intimidad de su hogar, me paralizó, me sentía incapaz de atravesar el umbral. Finalmente me decidí y su asistente me guió hasta unas escaleras donde al final estaba Gabo esperándome. Me costó un esfuerzo enorme subir esos pocos peldaños y al llegar al final extenuado como de un largo viaje- él me soltó a manera de saludo, y al verme pálido y sudoroso, un “cómo te sientes”. Y yo le contesté con la verdad de mi corazón: “cagado del susto”. Él me consoló con una buena sonrisa y un “no seas pendejo, siéntate que quiero que hablemos”. En ese buen rato, quizás el más precioso e inolvidable de mi vida, hablamos de casi todo, empezando por los vínculos de sangre y del “coterío” en general. De alguna lectura común, de sus pasos por el Liceo Nacional de Zipaquirá, de sus amigos en la Universidad Nacional, donde me confesó que fue tirapiedras en el 47.
La verdad es que conservo en el recuerdo cada una de sus palabras de esa mañana como piedras preciosas, y como uno de los regalos más esplendidos que me ha dado la vida. De ese encuentro también quedaron dedicatorias. Pero hay una en particular que aún me perturba y es la de La Hojarasca. Y es que Gabo aprovechó ese momento para decirme que yo debía olvidarme de él y caminar otros caminos, y que a partir de ese momento empezaba mi edad adulta y también mi vejez. Pero no lo había terminado de escribir cuando empezaron los primeros síntomas, y cuando salí de su casa ya se me asomaban las primeras canas.
En el 2007, invitado por la Cámara Colombiana del Libro, tuve la oportunidad de organizar, acompañado de la asesoría y la inteligencia de Juan Gustavo Cobo Borda, la exposición Gabo del alma, la más grande y ambiciosa de las exposiciones preparadas sobre nuestro premio Nobel. En la feria del libro de ese año se estableció el récord de más de 370 mil visitantes y ésta ya ha recorrido decenas de países tan disímiles como la China, Egipto, Francia, Japon, etc. En ella se habla de los demonios culturales de Gabo, del Caribe, de sus lecturas, de su condición de melómano empedernido, del disparate de la crítica, de sus amigos de toda la vida, de su consagración con el premio Nobel de literatura.
Pero inconforme con lo efímero del formato de las exposiciones, y en mi afán por la conservación de la memoria, decidí -lastima que tal vez demasiado tarde- grabar mis conversaciones con los amigos de Gabo desde el colegio en adelante. Ya tengo unas 70 y lo triste es que se me quedaron por fuera varios con los que hablé varias veces pero sin registrar sus historias: Manuel Zapata Olivilla, Álvaro Ruiz, Luis Villar Borda, Enrique Grau... Pero están doce compañeros del colegio, una decena de condiscípulos de la universidad Nacional, paisanos de las pensiones bogotanas de los años cuarenta, la larga parentela cachaca, gente de El Espectador del cincuenta, amigos del Cine Club de Colombia, colegas de Prensa Latina, Alternativa, QAP, El otro, Cambio… Son 70 años de la vida de Gabo que son también la historia de Colombia en todos estos años.
No se si se me ha ido la mano curucutiando tanto sobre Gabo. Pero es que no se de que otra manera decirle todo lo que se le debe decir para agradecerle el esplendido regalo de su literatura que, al conocerla, nos alimenta - y de qué manera- la alegría de leer, la alegría de una obra que asumida a fondo y con todas sus consecuencias es una buena razón para vivir. Gracias maestro por brindarnos esta grande y feliz oportunidad sobre la Tierra.