El Magazín Cultural
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Yo, el porro

A propósito de la muerte de Pablo Flórez, monólogo del porro en la terraza de una casa, cayendo la tarde. Versión editada.

CARLOS MARÍN CALDERÍN
08 de enero de 2012 - 09:00 p. m.

¡Ay, hombe, qué vainas las de mi compae Joselo! ¡Ese hombre sí era celoso con esa hija que tiene! Recuerdo que el hijo de Fidencio, el dueño de la tienda La Corraleja que queda allá por la calle larga llegando al río, al lado de la bruja Augusta para que no haya pérdida, tuvo muchos problemas para enamorar a esa muchacha, menos mal y ya se la sacó a vivir… pero caramba, ¡ese fue mucho el trabajo que le dio, uff, carajo!

A él le dicen Bombo Mocho porque le faltan tres dedos en la mano izquierda y toca el bombo en la Banda 19 de Marzo de Laguneta, la que dirige mi compae Miguel Emiro Naranjo. Un día pasó por aquí y me echó un cuento que tiene que ver conmigo y que me hizo pensar que mi compae Joselo es un hombre jodío… ¡jodío es un piropo! Es que los viejos de los pueblos son correctos.

Dice él que una vez les salieron unos toques por los lados de Punta de Yáñez. Como tenía que ausentarse varios días, fue a visitar a la hija de Joselo, que hoy es su mujer, y como mi compae se la pasaba caminando cerquita de ellos para oír lo que se decían, a Bombo Mocho, que es un tipo rejugao, le tocó hablar en clave y ella le siguió la corriente.

—Oh, Gertrudis, ¿ya oíste la canción que anda sonando en la emisora, Estoy triste porque no te he visto? —le preguntó él, y dice que vio cuando el viejo se detuvo un poco para oír la respuesta de la hija.

—No, esa no la he oído, Bombo, la que sí oigo que ponen allá en la cantina de la esquina, la Arrempújate el trago, es el corrido A mí me pasa lo mismo, de un cantante nuevo que no sé quién es. ¿Tú lo conoces? —le preguntó ella, y dice él que el papá frunció las cejas y se agachó a arreglar un taburete que tenía el cuero roto.

—No lo conozco, Gertrudis, pero sí sé cuál es esa canción, es muy bonita. Al que sí distingo es al que canta la ranchera Te espero en el parque, en la radio hablan mucho de él —dijo Bombo Mocho, y cuenta que el viejo se paró.

—Sí, a mí me gusta mucho. La que también me gusta es la balada Allá nos vemos, tiene una melodía bonita, mi tía Pompilia llora cuando la oye —respondió ella.

En esas estaban cuando a mi compae Joselo —cuenta Bombo Mocho— le entró una tosecilla. Se les paró al frente, le puso una mano en el hombro a él y le dijo a ella:

—Bueno, mija, ahora que ustedes están hablando de canciones románticas y bonitas, me acordé de un porro que a mí me gustaba mucho en la juventud. Se llama Como pongas la pata en la calle te mamas un garrotazo… ¿sabes cuál es?

Esas son las vainas de mi compae Joselo, ¡meterme a mí en ese cuento! Como ya no tiene a quién cuidar, él a veces viene por ahí y nos ponemos a hablar mientras nos empujamos un tinto.

La otra vez yo le contaba a mi compae que a mí me duele que anden diciendo por ahí que me voy a morir, y me duele, vea pues, porque yo represento una cultura musical rica, alegre y contagiosa.

Pero sigo adelante, animado, en mi cuna, el gran Caribe colombiano. Soy la identidad musical de mi gente sinuana y sucreña, ¡soy indígena!, ¡y soy africano!, ¡y claro, también europeo!

Yo soy el porro, el género musical más puro y nostálgico de Colombia. Cuando lo digo me regazo la camisa blanca manga larga, carraspeo mi garganta y saco pecho. Mi patria chica se la pelean. Que soy del Magdalena, que nací en la gran provincia de Cartagena de Indias, que surgí en Ciénaga de Oro, que en realidad mi cordón umbilical está enterrado en San Pelayo, que sí y que no, lo cierto es que habito más Córdoba y Sucre, antiguo Bolívar, y es en estos departamentos en donde crecí, me arraigué y me desarrollé. Con seguridad no soy de Cundinamarca ni del Cesar.

Todos los días me siento aquí en la terraza de esta casa de Carrillo (San Pelayo, Córdoba), cerca al río, cerca al mar, bajo un sol que poco a poco deja de ser canicular para darle paso al aire que arrastra el olor de las frutas frescas de los campos. Aquí, como ahora, sentado en un taburete recostado a una pared de bahareque y boñiga, veo cuando de andén a andén atraviesan las muchachas y la brisa les levanta las faldas y ellas intentan bajarlas a sabiendas de que es demasiado tarde, y se ríen y se ríen unas de otras y miran a lado y lado para ver si les cogieron punta.

Allá viene mi amigo de toda la vida, Anselmo, me gusta como me llama, “mi sangre”, se nota que me siente.

Anselmo es muy respetado aquí en el pueblo, nosotros le decimos “el filósofo”, es que tiene unas frases que las personas repiten cuando me escuchan sonar o cuando están gozando, como “hombre que presta su mujer para bailar y su caballo para garrochar, na’ tiene que reclamá”, “¡nojoda, mandas más huevo que un ciento de toro!” o “más resbaloso que un moncholo enjabonao”. Yo me río de esas cosas de él, ¡tú sí eres facto!, le digo.

Soy para Córdoba y Sucre lo que el vallenato para el Cesar y La Guajira, la champeta para Cartagena de Indias, el son de negros para Palenque, la cumbia para El Banco y el bullerengue para Puerto Escondido. Mi origen es rural y soy elocuente y me gusta el énfasis. Miro con seguridad y mi rostro es amigable siempre. Visto camisa blanca de tela popelina, suave y delgada, ideal para el verano, y pantalones caqui de dacrón, arregazado, por supuesto. Uso abarcas trespuntá y jamás salgo a la calle sin mi sombrero vueltiao. Por la firmeza que da, de correa me gusta la cabuya extraída del palo de nigua. Terciada hacia la izquierda va mi mochila de fique. Adentro, mi sarapa de arroz, yuca, queso y chicharrón. Mi machete, del lado derecho, y en mi mano izquierda, el garabato. Me abro camino entre la maleza con pasos largos y silbando melodías mañaneras. Siento la fuerza de la sangre recorriendo mis venas como cuando el río crece y el cauce se queda estrecho. Tengo por costumbre nunca agachar la cabeza. Cuando saludo aprieto con fuerza la mano y miro a los ojos. Mi acento, puramente caribeño, es parecido a la voz del león, pero matizado por el encanto de los pájaros yacabó, guasalé, currucuchú y chamarías.

Mi ritmo y melodía empezaron a entremezclarse desde la época de la colonización española. Surjo de la unión entre las gaitas indígenas, los tambores africanos y los instrumentos de viento europeos. Nazco del mismo tronco de la cumbia y soy primo del vallenato y del bullerengue. El aborigen me dio la riqueza melódica de las gaitas; el esclavo me trajo el tambor con su sincopada tradición rítmica, que en el baile incita al desbaratamiento del cuerpo, y el colonizador me añadió el sistema tonal, eso que conocemos como el pentagrama, do, re, mi, fa, sol, la, si, y con ello, claro, orden, armonía, afinación y elegancia. ¡Por qué vamos a negárselo!

Soy un híbrido: llevo un cruce de sangres que me dan un carácter heterogéneo; represento razas distintas en cultura y colores, lo que me hace mestizo; y exhibo con hidalguía y señorío los elementos tradicionales que me componen.

Las trompetas son mi voz, ellas me echan a la plaza, a la fiesta de mi pueblo, me pronuncian con fuerza; los bombardinos le dan forma a mi estilo armónico, me dan elegancia, me adornan y me tornan orgulloso ante las mujeres, con el aire de macho manda a callar que me imprimen; los clarinetes me dan la sabrosura, los gestos coquetos de mi andar; la percusión, el bombo, los platillos y el redoblante me dan ritmo y les recuerdan a todos que soy caribe, ¡qué Caribe más festivo!

La mayoría de quienes han investigado mis orígenes afirman que vengo de los grupos de pitos y tambores, o sea de los gaiteros, de un proceso social, religioso y musical del siglo XVIII, por allá en la gestación de la república de Colombia. Cuenta uno de mis investigadores, mi padrino William Fortich Díaz, que en un principio mis ancestros recorrían las calles tocando y cantando en procesiones, celebraciones patronales o cualquier tipo de festejos populares, y que hasta hace unos sesenta años en la región del Magdalena nadie hablaba de mí sin relacionarme con el acordeón.

Julio Castillo Gómez, músico y docente que me defiende, recuerda que hasta hace poco se creía que la música nacional eran sólo el pasillo y el bambuco, ¡qué vaina!, y que el resto, la rural, era de baja categoría, ¡pero nada de eso!

Me llevaron por las calles de los pueblos, me cantaron heraldos que informaban acontecimientos cotidianos, en unos recorridos que ahora llaman bailes paseaos. De un barrio salían con rumbo hacia otro y de pronto se encontraban con músicos de otros grupos y se armaban unas piquerias inolvidables, que tú me dices, que yo te digo, que no puedes conmigo, que soy más grande que tú. Todos mis ejecutantes encuentran una evidente similitud entre la gaita ancestral y el clarinete europeo.

Hace muchos años empecé a popularizarme entre los pobladores gracias a las fiestas de los patronos de los municipios y corregimientos, o dondequiera hubiera un santo al que se le rindiera culto, ya fuera un pueblo repleto de gente o un casi despoblado caserío, ralito, como decimos en la Costa. Era una costumbre muy arraigada en las comarcas de mi tierra. Se celebraban tres días en los que había procesiones, matrimonios, bautizos, carreras de caballos, peleas de gallos, un derroche de comida de nunca acabar, porque en mi tierra amamos con el estómago, y, ¡claro!, ruedas de fandango. En estas fue donde yo logré darme a conocer más e imponerme. Son unos espacios de jolgorio en donde la grandilocuencia masculina brota a cántaro y en donde la pudorosa coquetería femenina intenta, sin lograrlo, ocultar su deseo de llamar la atención, imprimiéndole a la rueda del fandango un delicioso aire de teatralidad.

Sí, es que la rueda del fandango es una cosa bonita. Allí se baila fandango, porro y puya en círculo y de noche, por parejas, en sentido contrario a las manecillas del reloj y alrededor de la banda de músicos, ubicada en el centro. La mujer lleva unas velas que le dio su parejo en el preámbulo de la danza, en la mano derecha, hacia afuera, para no hacerles sofocante el ambiente a los músicos que tocan a su izquierda. Con las velas, amarradas en su base por un pañuelo rabo de gallo, ella alumbra y se abre paso, como lo hacía mi más famosa y mítica bailadora, María Varilla, una mujer que me lució con orgullo.

Mi doliente Margarita Cantero, directora de la agrupación Danza Catalina, de aquí de Carrillo, fundada en 1981 y autora del libro El fandango en el Caribe colombiano, explica que mi danza es una expresión de amor.

Sí, la mujer que me baila primero le dice que no al parejo, “no molestes”, “no quiero ahora”, “ay, tú sí eres cansón, Lucho”. Y de cuando en cuando le arroja a él una mirada enloquecedora, con cejita levantada y ojito entrecerrado, un anticipo de amor furtivo, un sí, pero no, mientras mueve su larga falda negra en corte canesú y de flores de varios colores conocida como viuda alegre.

Margarita dice de mi danza que la falda de la bailadora es larga y ancha para mantear y defenderse del acoso del parejo. Es que si usted viera ese espectáculo: él le camina a ella con todo el cuerpo y ella lo aleja echándole espermas.

—La cintura es el centro del baile tanto para ella como para él. El hombre debe mover la cintura de forma viril, muy viril, es un interesante juego erótico porque él nunca la toca.

Mi admirador, el escritor José Luis Garcés González, da en el clavo con sus palabras:

— El porro instrumental es sensibilidad. El cuerpo, cuando la baila, la expresa. La vuelve movimiento. Y esos movimientos tienen una antropología que les viene de lejos, y una atmósfera y un clima en el cual se desenvuelven. El negro, o los que tenemos negro, por ejemplo, en una significativa mayoría, lleva la música metida en el cuerpo, y manifestarla en el baile es un gesto natural y obligatorio de esa raza.

Quienes me interpretan o me bailan, emiten sobre mis melodías un grito que es propio de mi esencia al que llaman guapirreo. Es una vehemente manifestación de sentimientos que en palabras es más o menos… ¡a-uuuuu-iiiii-pi-pi-pi! Es como ajustarle de un golpe la tapa a la botella en donde se guarda la felicidad. Es decir sin palabras frases como “Sírvase el trago, compadre, y celebremos la amistad”.

Cuando el hombre toma impulso para pronunciarlo, se traga su entorno y su historia. Cuando lo suelta explota en emoción, y cuando acaba, surge, derramada, una ebullición de sentires.

Margarita Cantero lo explica así:

—Es un grito que surge cuando la palabra se ha hecho corta para expresar todo lo que el hombre está sintiendo.

En eso que Margarita dice no hay discusión, en donde sí la hay es en el tema de si deben cantarme o no. Dicen unos que con letra yo sería más universal, responden otros que no, que la gracia del porro está en lo instrumental.

En los desfiles de principio del siglo XX a mí me cantaban, pero con los años mi letra fue desapareciendo y me hice más famoso de forma instrumental. La desaparición del canto se debió a que me hice adulto en escenarios abiertos como plazas públicas, parques y ruedas de fandango y corralejas, en donde impera la confusa gritería.

Sin embargo, hay unas corrientes, que sostenían verdaderos juglares como Pablito Flórez que me cantan y me tocan en guitarra. Él es autor de Los sabores del porro, un himno de mi género.

Mi compae Miguel Emiro Naranjo, director de la Banda 19 de Marzo de Laguneta, que lleva cuarenta y cinco años tocándome y promoviéndome, y autor del famoso porro Río Sinú, dice que la banda en una plaza pública suena muy fuerte y que ese ambiente no permite la voz de un cantante, porque se pierde. Un día en esta misma terraza hablamos.

—En aquella época no había amplificadores de sonido. Un cantante en un fandango, con todo su bullicio, con el calor, el sereno y el polvo, además de que no iba a ser escuchado, podía perder la voz. Pero hay otra razón: nuestros músicos de esa época tenían muy poco conocimiento sobre cómo matizar los sonidos y desconocían las técnicas musicales que permiten bajar el sonido para permitir una voz cantante.

Mi vecina Margarita analiza esta problemática mía desde su función como directora de la Danza Catalina.

—Si es vocalizado pierde la libertad, porque ya les dice a los bailadores algo específico, y de pronto esa realidad no es cercana a esa persona.

Miguel Emiro va más allá y delega en los músicos y compositores viejos y nuevos la responsabilidad de ponerme letra. Asegura él que mi mensaje así llegaría más rápido al público.

—Mucha gente se abstiene de escuchar la música popular instrumental porque no le dice nada. Y lo popular debe llevar una información.

Uno de mis grandes amigos y exponentes, el músico y compositor Francisco Zumaqué Gómez, también me defiende con letra. Para explicarlo, me compara con mi primo el vallenato.

—El vallenato ha desarrollado el texto, la palabra. La palabra asociada a un recuerdo. Una persona recuerda una canción vallenata, o la pide, a través del título o tarareando fragmentos de la letra, pero con un porro instrumental eso es mucho más complicado porque ya el ciudadano común y corriente tendría que entrar a dominar un concepto musical complejo, y eso es ya un lenguaje musical.

Pablito Flórez estaba de acuerdo:

—Es una realidad de a puño: el hecho de que el porro no tenga letra lo ha atrasado en el panorama nacional. ¿Por qué una persona de Nariño o del Huila va a consumir el porro si no le dice nada? ¿No será mejor cantar una historia para que aquella persona entienda más nuestra cultura? La prueba está en Carmen de Bolívar, de Lucho Bermúdez.

Y como la mayoría de mis composiciones son instrumentales me he encontrado en mi largo recorrido con que la gente se pregunta cómo y por qué ponen mis nombres. Miguel Emiro da detalles sobre la forma en que se escogen mis títulos. Dice que en esta parte juegan un papel importante las preferencias del campesino compositor, su grado de compenetración con la naturaleza, por eso nombres como El pájaro, El pilón, El binde, Sapo viejo, Boca de babilla, Río Sinú, entre otros.

—Pero el nombre de un porro instrumental, en realidad, es arbitrario. No hay ninguna relación entre la melodía y aquello que representa el nombre que lleva. Cuando los nombres de los porros son de personas casi siempre es porque hay una conveniencia económica, o un afecto.

Mi estilo sinuano, el que me dan en Córdoba, es más rápido que el que me imprimen en Sucre, nostálgico y casi siempre vocalizado. En mi tierra me dividen entre porro palitiao y porro tapao, ¡y se han armado unas discusiones sobre eso! El primero, también conocido como sinuano o pelayero, es de improvisaciones; en cambio el segundo, el tapao o sabanero, sí me da una determinación melódica, por lo que pueden escribirme con facilidad en el pentagrama.

Soy una música que aún tiene mucho de juglaría. Todavía no he penetrado, por falta de apoyo y promoción, los gustos de los habitantes de las grandes ciudades. Algunos ignorantes para ofenderme me llaman corroncho, a pesar de que las sinfónicas ya se han atrevido a tocarme en los teatros de la aristocracia.

¡El problema es que me valoran más afuera que en mi propio terruño! Faltan gestión y amor real.

Voy recorriendo los caminos de mi Costa y mi Colombia, sin padrinos políticos, pero con el apoyo de la gente que se reconoce en mí. Yo soy el olor de la tierra mojada, soy la viuda de pescao, el aguacero de por la tarde, los caminos viejos, soy mazamorra de plátano, brisa loca, campesino decimero, soy el bailador feliz de sonrisa sincera.

Esta crónica es el resultado de una beca de creación de periodismo cultural del Ministerio de Cultura (Dirección de Comunicaciones), con el aporte de la AECID y la OEI en el marco del programa ACERCA, y contó con la asesoría y edición de Alberto Salcedo Ramos.

EL PORRO SE BAILA, NO SE FUMA

En 2007, durante la celebración del IV Congreso de la Lengua Española, en Cartagena, un grupo de sabaneros rasos emprendió la tarea de hacerle entender al mundo que el porro no es un “cigarrillo liado, de marihuana, o de hachís mezclado con tabaco”, tal como lo define el Diccionario de la Real Academia Española, sino uno de los ritmos más representativos del Caribe colombiano y del país.

Todo comenzó con la desagradable sorpresa que Miguel Emiro Naranjo, director de la Banda 19 de Marzo de Laguneta, se llevó estando en Grecia, en un concierto. Luego de anunciar que traía “unos buenos porros colombianos”, la audiencia europea gritó y abucheó: “No, marihuana colombiana no”. Y aunque con el sonido de los metales y el redoblante, los silbidos cambiaron por aplausos, al maestro Naranjo le quedó la herida.

“Fue doloroso ver cómo insultaban y estropeaban el porro, un género musical al que le he dedicado la mayor parte de mi vida”, afirmó en aquel momento. Desde entonces, al lado de la Red de Sabaneros Militantes (un grupo de periodistas, investigadores y artistas dedicado a exaltar los valores de la región), ha encabezado un movimiento para que en el diccionario, consultado por más de 400 millones de hispanohablantes, el porro no sólo sea un cigarrillo de marihuana.

Por CARLOS MARÍN CALDERÍN

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