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Desde este martes 5 de agosto sabremos si somos capaces de unirnos en torno a un solo objetivo: la educación. De apostarle con la convicción de que es la herramienta para la paz. La única opción para de una vez por todas empezar a vencer las brechas de inequidad. Dentro de dos días el país conocerá el resultado de ese grupo que asumió el riesgo de hacer el Pacto por la Educación, la propuesta con la que esperan redireccionar las prioridades de Colombia en este tema. Pero su lanzamiento, a las 9 a.m. en la Universidad Nacional, será apenas el comienzo de una incertidumbre, de una ilusión.
La historia es bien conocida: desde el 24 de enero cinco jóvenes se dieron a la tarea de hacer lo que nadie había hecho: poner de acuerdo a múltiples actores. Al Gobierno, a Fecode (el sindicato de maestros), a la izquierda, a la derecha, a los uribistas, a los santistas, a los padres, a los estudiantes. Todos —aunque no todos los tomadores de decisiones que ellos hubiesen querido— dijeron que sí; que estaban dispuestos a jalar hacia el mismo lado.
Y ahora, tras haber recorrido 14 ciudades, donde se encontraron voces de protesta, donde se percataron de una Colombia prevenida, incrédula y dudosa, que ya ha oído miles de veces esas promesas, terminaron siendo 452 voluntarios en 18 ciudades y recopilando alrededor de 11.000 firmas.
Hace 20 años, un 21 de julio, un grupo de sabios, integrado por diez especialistas en ciencias básicas y humanas, también quiso intentarlo. Quiso crear un plan educativo para el progreso del país, para que, como lo anunciaron los medios entonces, pudiésemos abandonar el tercermundismo.
“Las condiciones —escribió García Márquez— están dadas como nunca para el cambio social”. Pero ese documento de 150 páginas que llevó por nombre ‘Colombia, al filo de la oportunidad’, se deshizo en el tiempo. Nada se pudo concretar. Por la ineficiencia de las autoridades, porque, en palabras de Eduardo Aldana, uno de aquellos sabios, el país aún estaba invadido por el narcotráfico. Todavía no había sido capaz de superar esa década del miedo y seguíamos gobernados por el azar.
Por eso algunos ven con desconfianza este proceso. Pero hoy, dice el físico Eduardo Posada, quien también integró aquella comisión que convocó el presidente César Gaviria en septiembre del 93, “las condiciones son mejores. Tienen las ganas, el apoyo y a un Gobierno que aumentó el presupuesto del sector. Pero, sobre todo, tienen internet, tienen las redes sociales. Es un mecanismo que ahora cumple un rol en la democracia y que permite opinar sobre los temas de trascendencia nacional”.
Pero Posada, esta vez, luego de que aún no se han hecho realidad sus planteamientos, persiste en la educación como un motor de desarrollo. Y recomienda una cosa: paciencia. “Porque aprendimos que para llevar a cabo estos programas se requiere perseverancia. Perseverancia y mucha paciencia”.
Paola Portilla, Carlos Andrés Santiago y Daniel Díaz, integrantes de ese pacto que busca revolucionar a Colombia, lo saben: ellos tan sólo son una pieza de este rompecabezas. La que se encargó, en medio de ideologías y diversidades, de definir las siete prioridades que en materia educativa requiere el país. Fueron los que pusieron el tema sobre la mesa, los que sentaron e hicieron poner de acuerdo a empresarios, políticos, académicos, sociedad civil y medios de comunicación.
“Pero el camino —asegura Paola— no depende de nosotros. Vamos a hacer veeduría, pero ahora corresponde a los expertos, a las instituciones, al Gobierno. Ellos son quienes deben crear una ruta para que esto no se quede en el papel”. “Y para eso —complementa Carlos— es necesario que la ciudadanía se crea este cuento, se convenza de que la educación es la prioridad, se empodere y reclame cuando los que toman decisiones intenten cambiar el rumbo. Esta es una apuesta de visión de país”.
Es una apuesta que necesita más esmero y esfuerzo del que hizo Colombia luego del 21 de julio de 1994, cuando la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo presentó aquella propuesta que se diluyó, como diría Posada, cuando a Samper se le atravesó el Proceso 8.000, cuando Pastrana asumió la Presidencia y cuando llegó luego la crisis económica de 2000. “Hasta ahí la mala suerte, pese a los esfuerzos, ya estaba dada. Desde aquella vez la ciencia y la tecnología quedaron en el olvido. Pensamos que era el eje central, como debería serlo ahora, pero el presupuesto se mermó y quedó un sistema desestructurado que aún hoy se mantiene”.
No valió que durante diez meses esos sabios de múltiples áreas se dividieran el trabajo en grupos de tres y de cuatro. Que se reunieran cada tanto en casas y que luego convocaran plenarias. Que viajaran con asesores a Medellín o Barranquilla. Que encontraran, como recuerda Eduardo Aldana, un diálogo y un consenso que en ninguna otra comisión ha hallado. Que dialogaran, que se rieran, que hablaran horas por teléfono. “Que tuviéramos esa magia que nos impregnó Gabo”.
Porque aunque sus propuestas fueron recibidas con cámaras y aplausos, aunque hicieron un buen diagnóstico de un “sistema que impedía el desarrollo y calidad laboral”, la desidia imposibilitó que se graduaran los 36 mil investigadores que ellos suponían se formarían en diez años. O, como quedó registrado en este diario, se construyeran 60 centros de investigación con un presupuesto anual de US$4 millones cada uno. Eso por sólo anunciar un par de los puntos inconclusos.
Quizá por ello, para que los objetivos no pareciesen etéreos e inalcanzables, el nuevo Pacto por la Educación sintetizó las necesidades en siete puntos, “sobre los que —afirma Aldana— hay que establecer una prioridad: acabar con la desigualdad”. Pensar, como dice Paola, en una Colombia sin conflicto, equitativa, urbana y rural.
“Las condiciones, concuerdan los dos sabios, hoy sí están dadas más que nunca”. El mejor guiño de ello es que por primera vez el Gobierno presentó un presupuesto para educación ($28,9 billones) mayor que el de defensa. Al parecer hoy Colombia sí está al filo de la oportunidad. De ella —de nosotros— dependerá no volver a resbalar.
ssilva@elespectador.com
@SergioSilva03