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“Me acaba de llegar la lista con los nombres de los muertos”, le dijo una mujer de origen turco a otra sentada en la silla vecina. Ambas esperaban en la puerta H30 del aeropuerto de Múnich el avión de Lufthansa que salía a Ankara a las 18:35 del pasado sábado. El vuelo que en tres horas atraviesa casi todo el este de Europa hasta la puerta del Oriente Medio está retrasado, como casi todos los vuelos que apuntan ese día a la capital turca. Las dos bombas en ataques suicidas que mataron a 128 personas y dejaron más de 400 heridos en pleno centro de la ciudad -el ataque más mortífero que recuerden los turcos-, ha roto casi todas las rutinas.
“Lo siento, de veras”, le responde la otra en inglés. Nadie sabe si el vuelo saldrá ese día. Otra mujer con pasaporte diplomático de Naciones Unidas comparte información que acaba de recibir en su teléfono: “Se prevén marchas y protestas potencialmente violentas en centros urbanos de todo el país, desde las 16 horas. Las marchas están previstas en los centros de Istambul, Ankara, Izmir, Gaziantep, Diyarbakir…”.
Finalmente aterrizamos en Ankara cerca de la medianoche. Estoy aquí para atender una conferencia de medio ambiente, pero nadie quiere saber sobre la temperatura de la Tierra cuando el polvorín político está encendido. A esta hora, sin embargo, las calles de Ankara lucen tranquilas. El ataque terrorista fue dirigido contra una marcha que pedía parar la guerra entre el gobierno y rebeldes kurdos, una minoría independentista asentada en el sur de Turquía, Siria e Irak y que ha sostenido desde 1984 una guerra intermitente con el Estado turco. Desde entonces, se estima que unas 40 mil personas han muerto. A mitad de este año el partido kurdo le arrebató al presidente Erdogan las mayorías en el Parlamento y días después el PKK, el brazo armado kurdo, rompió con un cese al fuego que había sostenido durante casi dos años. Desde entonces la guerra en el sudeste del país se ha exacerbado. El gobierno ha desatado una ofensiva militar, toques de queda y cortado la electricidad y el teléfono en muchos pueblos. En Ankara miles de banderas cuelgan de los balcones y en los capós de los carros. “Es para honrar a los soldados muertos”, me explicó una conocida que trabaja para el gobierno en temas forestales, mientras caminábamos por una calle de Kizilcahamam, un pueblo de aguas termales en las afueras de Ankara. Desde julio, al menos 2.000 personas, sobre todo kurdos, han muerto en esta nueva versión de un viejo conflicto.
El ataque de Ankara se da en un contexto lleno de vientos encontrados. Por un lado, están las elecciones del 1° de noviembre donde Erdogan, desgastado tras más de 10 años en el poder, se juega su futuro político, sobre todo su anhelo de reformar la Constitución para poder quedarse, si quisiera, al menos otra década en el poder. Pero su más inmediato obstáculo en estas elecciones es el ascenso político del movimiento kurdo y del HDP, un partido que aglutina los intereses rebeldes, pero también el creciente descontento de muchos turcos, que no son necesariamente pro-kurdos, con su gobierno. Al HDP han ido a parar buena parte de los votos y los sentimientos que se galvanizaron en las protestas populares de 2013 y a las que logró, entonces, pasar en agache el régimen.
Tras una anticipada derrota electoral en junio pasado, el gobierno de Erdogan, empezó a cuestionarse sobre la utilidad política de sostener un proceso de paz con los kurdos y su brazo armado el PKK, que aunque logró silenciar los fusiles no le trajo ventajas electorales.
“Erdogan se dio cuenta de que no había ganancia política al seguir con el proceso”, me explica por el teléfono de mi hotel un amigo y periodista turco que solía trabajar desde Ankara para una agencia internacional. “Desde entonces se ha radicalizado y su comportamiento es cada vez más dictatorial”.
A la derrota electoral de junio le siguió una inesperada ofensiva del Estado Islámico o EI desde Siria contra el pueblo kurdo. Kobanî, una ciudad que hace frontera entre Siria y Turquía en el sudeste, fue brutalmente atacada por EI en una masacre que dejó 30 civiles muertos y más de 100 heridos. Los kurdos acusaron al gobierno de Ankara de haber sido permisivo con el avance del grupo yihadista y acusó al régimen de estar castigándolos en cuerpo ajeno. El gobierno ha negado estar jugando a una secreta permisividad. En todo caso, el PKK rompió el cese al fuego y asesinó a dos policías turcos y le dio a Erdogan el pretexto perfecto para iniciar una campaña de bombardeos en la región rebelde. Los muertos ya suman más de dos mil.
¿Y las bombas del sábado en Ankara? -le pregunto a mi amigo turco.
“Como turco me resisto a creerlo, pero muchos de los que quieren ver un cambio de gobierno se preguntan si las acciones contra militantes kurdos, incluidas las de EI, pueden ocurrir sin algo de consentimiento del régimen”.
En cualquier caso, la decisión de Erdogan de debilitar militarmente al PKK, justo ahora, retrata bien los intereses cruzados que intoxican toda la geopolítica del Oriente Medio. Debilitar al PKK es hacerles una zancadilla a Estados Unidos y sus aliados, incapaces hasta ahora de contener por su cuenta la expansión del EI en Siria y otros territorios. Por eso su apuesta es fortalecer a la resistencia kurda, la única que ha mostrado saber poner freno al EI, pero que no podrá sostenerlo si empieza a lloverle fuego del cielo.