Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Un lustro después de su entrada en vigencia, de todos los enrevesados saldos, números y estadísticas de la Ley de Justicia y Paz —interpretados, defendidos, criticados y desmentidos desde cada trinchera por el Gobierno y las ONG, académicos o violentólogos, el periodismo y las víctimas—, la conclusión más cruda de la violencia paramilitar es que Colombia nunca estuvo preparada para desenterrar sus muertos. Fue tal el salvajismo nunca calculado de estos ejércitos privados, aupados por el narcotráfico, que el país no termina de indigestarse con la sevicia de sus crímenes. Los cadáveres —o sus restos, o lo que queda de éstos— siguen apareciendo aquí y allá. Y ya no hay dónde abrirles campo.
La Fiscalía ha exhumado 2.644 fosas y encontrado 3.216 cuerpos. Datos apenas que ya ni escandalizan y reposan por ahí en informes oficiales. Lo que viene después de hallarlos, sin embargo, se ha convertido en un viacrucis para las autoridades, los legistas y las familias de las víctimas. Sólo en 922 casos los restos han sido plenamente identificados y devueltos. De otros 586 hay algunos indicios para reconocerlos, pero no hay certezas de laboratorio, y en otros 1.086 casos las cartas dentales o exámenes genéticos han resuelto las dudas y aclarado expedientes. Pero ocurre que el rastro de sus deudos en ocasiones se ha perdido en el entretanto de las averiguaciones forenses y los restos siguen apilados en cajas rotuladas por la Fiscalía esperando una mejor suerte.
No es lo más grave. De otros seiscientos y tantos casos no se sabe nada, sin señas mayores o rastro cualquiera para proceder a identificarlos; a diario siguen apareciendo más cuerpos, nuevas fosas, muertos por doquier, desde La Guajira hasta el Amazonas, desde el Valle hasta Guaviare. El horror desbordó la capacidad del Estado, ya no para desenterrar la barbarie de las autodefensas, pero sí para ponerles nombres y apellidos a esos despojos mortales. No es una tarea fácil. Las confesiones de los paramilitares se suceden, las comisiones judiciales se desplazan y los hallazgos continúan. Pero lo que viene en adelante es un ejercicio celoso y colosal: analizar las osamentas, establecer la causa de muerte, diagnosticar edad, sexo, raza y estatura. “Los huesos hablan”, le dijo una forense de la Fiscalía a El Espectador. “Siempre dan pistas”.
Ya para noviembre del año pasado los laboratorios de la Fiscalía en Colombia estaban atiborrados de restos óseos en proceso de identificación. Las alertas se encendieron en la Unidad de Justicia y Paz y hubo que recurrir a salidas excepcionales. Afanosamente se buscó un lugar en Bogotá con características mínimas de espacio, seguridad, conservación, iluminación y ventilación para trasladar los cuerpos que ya no cabían en la Fiscalía. La Cruz Roja asesoró el proceso, refirió que no existen protocolos nacionales o internacionales para este tipo de casos, pero aportó recomendaciones para cumplir a cabalidad la custodia de los esqueletos recuperados en las diligencias de exhumación. A través del coordinador de Justicia y Paz, Luis González León, se gestionaron los recursos y desde hace meses se adecua una bodega en la carrera 30 con calle 13.
La inversión ya ronda los $600 millones y se espera que en un mes esté en funcionamiento. De todas maneras no habrá números redondos sobre la financiación del proyecto o las osamentas que albergará hasta tanto se culminen algunos estudios y se trasladen las cajas apiladas que albergan los secretos de la saña paramilitar. La Fiscalía replicó este procedimiento en Barranquilla, Cali o Medellín, donde tampoco sus laboratorios daban abasto. “En la capital antioqueña estamos trabajando sobre la donación de un terreno aledaño al cementerio”, relató uno de los investigadores de Justicia y Paz. ¿Cuánto tiempo reposarán en esas bodegas los cuerpos? “Lo que sea necesario hasta que las evidencias forenses nos permitan encontrar a los familiares. Cinco años, quizá más”, añadió.
El Espectador se internó en los laboratorios del búnker de la Fiscalía, advirtió el rigor con el que antropólogos y forenses desarrollan el complejo proceso de identificación de los N.N. que siguen llegando y les llegarán, y dialogó con los protagonistas del oficio ingrato de apellidar la muerte. “Si logramos identificar a uno ya es un avance inmenso”, cuentan. Para hacerlo deben cruzar información en una base de datos que contiene más de 10 mil muestras de sangre o de saliva de familiares de los desaparecidos. Poco a poco se van elaborando los perfiles de los deudos, los restos hallados que se presume corresponden y por descarte geográfico —lugar del crimen o de nacimiento de la víctima— se van depurando las listas. Una labor que pareciera no tener un punto aparte.
“Estamos dándoles prioridad a los casos que tienen posible identidad. Los N.N. puros deben esperar su tiempo hasta que nos lleguen pistas. Por ejemplo, si tenemos un fémur, un cráneo o una dentadura sobre los que existan rastros concretos los mandamos a genética para desarrollar perfiles y los cruzamos con reportes de víctimas que han registrado la pérdida de sus familiares”, dice uno de los legistas consultados. La Fiscalía no puede inhumar las osamentas en un cementerio. Debe garantizar su custodia y ésta le cuesta al Estado hasta tanto se surta con certidumbre el proceso de identificación. Y el proceso es largo. Demasiado largo. Todos los despojos se albergan en cajas de cartón de 60 centímetros de ancho, 30 de largo y 35 de alto.
“Cuando llega un esqueleto normalmente viene con tierra, con barro. Lo limpiamos, lo metemos en una bolsa, lo rotulamos y lo guardamos en una caja sellada, y después vienen los exámenes. La mayoría de las víctimas corresponden a jóvenes entre los 20 y los 30 años. Casi todos hombres”, relata una de las forenses. Todavía hay 3.000 diligencias pendientes en campo abierto para buscar cadáveres. Diecisiete fiscales y nueve equipos de criminalística alistan un cronograma para continuar desenterrando la barbarie. En Nariño y Putumayo la acidez de la tierra es muy alta, los cuerpos se degradan con rapidez y ha sido en esas regiones donde más trabajo les ha costado las labores de exhumación. Tantos muertos faltan.
Las 288.816 víctimas registradas en Justicia y Paz cargan una cruz de violencia que no cesará hasta que la justicia y la reparación indemnicen como puedan sus almas atormentadas. Más de 52 mil han participado en diligencias de versión libre de sus victimarios, pero la verdad sigue transitando caminos cenagosos. “Muchos familiares han pedido acompañar a la Fiscalía a exhumaciones y toca llevarles psicólogos o paramédicos. Es tan fuerte lo que pasa cuando encuentran las fosas que parecieran pudrirse por dentro”, sostiene un investigador. Además, toca trasladarlos y proveerles alimentación. Los gastos van y vienen. En ocasiones, sin embargo, es imposible garantizarles la seguridad. Casos hay por montones de atentados a comisiones judiciales.
No han sido los violentos los únicos que han permitido hallar la estela de cadáveres que dejaron a su paso a lo largo y ancho de Colombia. Fiscales de Justicia y Paz han documentado decenas de episodios en los cuales los familiares de tantos torturados y masacrados fungían como enterradores. Tenían que hacerlo si querían rezarles de cuando en cuando algún avemaría. Los paramilitares prohibían sepultarlos, pero como podían escabullían la orden y los inhumaban por ahí en algún lugar al que tuvieran acceso. Las referencias eran árboles de plátano o algún otro. Así no se perdían y a escondidas visitaban esas tumbas sin nombre. “No podían divulgar que sabían dónde estaba el cadáver o también los mataban”, añade otro investigador.
Es la desgarradora radiografía de un país que fue desangrándose a destiempos, al compás de unos ejércitos privados, apalancados por el narcotráfico y las mafias, y un Estado impotente que apenas comienza a dimensionar la magnitud de la catástrofe. Una tragedia continuada que llenó de fosas a Colombia, de lágrimas a las víctimas, de horrores a los caídos y en medio del barullo una justicia con lánguidos resultados. Los muertos seguirán apareciendo y con ellos las verdades insepultas de la espiral paramilitar.
Los restos del magistrado Urán Rojas
Uno de los restos que últimamente fueron analizados por los forenses de la Fiscalía fue el del ex magistrado auxiliar del Consejo de Estado Carlos Horacio Urán Rojas, asesinado en el Holocausto del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985. En virtud de la investigación para esclarecer su muerte, declarada por el ente acusador como delito de lesa humanidad para evitar que prescribiera, se ordenó la exhumación de su cadáver del cementerio Jardines de Paz, en Bogotá.
Aunque existen evidencias y videos que demuestran que Urán Rojas salió con vida del asalto, su cuerpo apareció dentro del Palacio de Justicia con un tiro de gracia. La Fiscalía busca establecer cómo y en qué circunstancias ocurrió su deceso, la trayectoria de las balas que segaron su vida y cualquier información que pueda conducir a enjuiciar a los responsables del crimen.
La primera condena de Justicia y Paz
Cinco años se tardó la justicia para lograr la condena parcial de los primeros comandantes de las autodefensas. El Tribunal de Justicia y Paz de Bogotá les impuso esta semana una pena de ocho años de prisión a Uber Enrique Banquez Martínez, alias ‘Juancho Dique’, y Édwar Cobos Téllez, alias ‘Diego Vecino’, ex jefes del bloque Montes de María, por la masacre de Mampuján, Bolívar, ocurrida en el año 2000, y el secuestro de varias personas en la Isla Múcura, así como por la tortura psicológica, fabricación, tráfico y porte de armas y el desplazamiento forzado de miles de víctimas. La histórica sentencia dispuso el pago de 1.550 salarios mínimos legales mensuales vigentes para reparar a los afectados. Sin embargo, siguen procesados por muchos más delitos.