Prisiones en el epicentro latinoamericano de la pandemia: el caso brasileño

En Brasil, dentro y fuera de las cárceles, no sólo hay un sub-registro pronunciado (debido a la precariedad de la política de tests adoptada), sino que hay evidencias de que se distorsionan los diagnósticos y se ocultan las muertes.

Karina Biondi*, Rafael Godoi** e Ítalo Lima Siqueira***
09 de septiembre de 2020 - 02:00 p. m.
En Brasil se ha denunciado por meses un subregistro de los casos de COVID-19.
En Brasil se ha denunciado por meses un subregistro de los casos de COVID-19.

*Universidade Estadual do Maranhão, **Universidade Federal do Rio de Janeiro, ***Universidade Federal do Ceará.

A fines de agosto, mientras Brasil reportaba más de 100 mil muertes por la pandemia, el país también alcanzó la marca oficial de 100 personas privadas de libertad (PPL) muertas a consecuencia de la COVID-19. Si consideramos al personal penitenciario e incluimos a los que trabajan en instituciones para jóvenes y adolescentes, ese número casi se duplica. Sin embargo, estas cifras están lejos de representar la realidad de los distintos Estados federales. En Brasil, dentro y fuera de las cárceles, no sólo hay un sub-registro pronunciado (debido a la precariedad de la política de tests adoptada), sino que hay evidencias de que se distorsionan los diagnósticos y se ocultan las muertes. En la favela de Rocinha, en Rio de Janeiro, por ejemplo, los médicos que trabajaban en el territorio iniciaron su propia contabilidad de casos y muertes, ya que sus diagnósticos estaban siendo ignorados por las autoridades sanitarias estatales. En las cárceles de Amazonas, los reclusos informaron que las autoridades penitenciarias manipulaban deliberadamente los registros de medición de la presión y la temperatura para reducir el número de casos sospechosos. Si las dificultades de control social y monitoreo externo de las cárceles en Brasil ya eran un problema, la pandemia ha agravado aún más esta situación.

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Según datos del Departamento Nacional Penitenciario (DEPEN, organismo del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública responsable de la coordinación y administración de los sistemas penitenciarios en todo el país), a fines de 2019, había 755.274 personas privadas de libertad (PPL) en Brasil, lo que representa casi la mitad de todos los presos en América Latina. Esta cantidad ubica al país arriba del ranking de los que más encarcelan en el mundo en números absolutos, solo por detrás de Estados Unidos y China. En términos relativos, entre estos tres países, Brasil es actualmente el que presenta la mayor tasa de crecimiento carcelario. Del total de la población penitenciaria nacional, al menos el 45% son personas detenidas sin haber sido condenadas. Con una capacidad sobredimensionada de 439.575 plazas distribuidas en 28 sistemas penitenciarios (incluido el Sistema Penitenciario Federal), la tasa de ocupación de las cárceles brasileñas ronda el 196%. Al hacinamiento de las instalaciones se suman la degradación material de las cárceles, la escasez de agua, la mala alimentación, la falta de iluminación, la infestación de plagas (ratas, cucarachas, chinches, pulgas), la falta de productos de higiene personal y de limpieza del espacio, la insuficiencia de exposición al sol y la precariedad de la atención médica. Todo esto resulta en niveles alarmantes de proliferación de enfermedades, especialmente tuberculosis, pero también sarampión, meningitis, sarna y otras dolencias, convirtiendo a la población carcelaria en un gran “grupo de riesgo” para la COVID-19, mientras que la prisión en cuanto institución en un importante catalizador de la pandemia.

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El 4 de febrero de 2020, Brasil decretó la situación de emergencia sanitaria. Semanas después, el 28 del mismo mes, el DEPEN creó un grupo de trabajo para monitorear la situación en los lugares de privación de libertad. Las primeras recomendaciones a los sistemas penitenciarios provinciales se hicieron el 18 de marzo, al mismo tiempo que se iniciaron las políticas para promover el distanciamiento social fuera de las cárceles en varios Estados de la federación. Sin embargo, no existía una política nacional y centralizada para enfrentar la pandemia, con lineamientos claros y acciones conjuntas, ni dentro ni fuera de los muros de las prisiones. Por el contrario, el presidente del país envió señales divergentes de las recomendaciones de la OMS, y los ministros de salud fueron reemplazados hasta que el cargo fue asumido por un general del ejército con una postura más en sintonía con el “negacionismo” del jefe de Estado. A nivel nacional, las acciones emprendidas ante la pandemia fueron, por un lado, tratar de evitar la interrupción o desaceleración de las actividades productivas y, por otro lado, promover la producción, distribución y consumo a gran escala de hidróxido de cloroquina.

En este escenario, las decisiones efectivas para prevenir el contagio por COVID-19 eran responsabilidad de los gobiernos provinciales y, en consecuencia, cada uno de los sistemas penitenciarios brasileños adoptó sus propias medidas de prevención y mitigación de la pandemia. Las respuestas frente a esta situación fueron, por tanto, locales, variadas y no integradas. A pesar de la pluralidad de medidas adoptadas localmente, la primera medida adoptada por las autoridades penitenciarias en todos los Estados brasileños fue la suspensión de las visitas familiares. La mayoría de los sistemas también suspendieron las actividades educativas. En algunos también se suspendieron las actividades laborales y en otros estas se intensificaron con la producción de máscaras por parte de las PPL. Algunos Estados también comenzaron a separar, en determinadas unidades o pabellones, presos según grupos de riesgo (mayores de sesenta años y con comorbilidades, principalmente), además de designar cárceles o celdas para el aislamiento de recién llegados y reclusos que eventualmente presenten síntomas. Todas estas iniciativas tienen en común un carácter administrativo, inmediato y local, que se puede improvisar, sin necesidad de mayores recursos ni de una planificación estratégica más precisa.

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En cuanto al sistema de justicia, cabe mencionar que, el 17 de marzo, el Consejo Nacional de Justicia (CNJ - órgano del Poder Judicial, responsable, entre otras funciones, de la coordinación y seguimiento del sistema de justicia penal) emitió una recomendación a los tribunales de todo el país para que adopten una política de detención preventiva para contener los efectos de la pandemia en las cárceles, tanto otorgando el derecho a arresto domiciliario a las PPL que se encuentran en grupos de riesgo, como mediante el uso ampliado de medidas cautelares alternativas a prisión para sospechosos y acusados. Sin embargo, todo esto no pasó de ser una recomendación, sin resultados sustantivos. En última instancia, le correspondía a cada PPL que entraba en el grupo de riesgo solicitar su liberación al juez responsable de su caso. Los defensores públicos formularon algunas solicitudes conjuntas y de gran alcance, pero la mayoría de ellas fueron denegadas. La adhesión de fiscales y jueces a la recomendación mencionada fue mínima. Las autoridades judiciales se amparaban a menudo en razonamientos vinculados al populismo penal. Otro argumento recurrente fue que las PPL estarían más protegidas de la COVID-19 en el interior de las cárceles que fuera de ellas. Un fiscal incluso afirmó que los únicos que estarían completamente protegidos del virus serían los astronautas. El caso es que, al final, no hubo indicios de reducción en la tasa de ingreso a las cárceles del país y el desencarcelamiento promovido fue absolutamente insuficiente. Según datos del CNJ, a fines de mayo, alrededor de 35 mil personas habían sido liberadas como consecuencia de la pandemia en 25 Estados, lo que representa menos del 5% de la población carcelaria nacional.

Durante toda la pandemia, el DEPEN se opuso a las recomendaciones de liberación de personas detenidas del CNJ. En lugar de contribuir a la identificación de grupos de riesgo y brotes de contagio, las autoridades penitenciarias nacionales intentaron ampliar el número de plazas en las cárceles del país flexibilizando la normativa vigente sobre la infraestructura necesaria para el encierro de seres humanos. La propuesta era utilizar contenedores adaptados para aislar casos sospechosos y presos enfermos. Afortunadamente, la iniciativa no salió adelante, tanto por la valiente oposición de la sociedad civil organizada, como por la total desarticulación del gobierno federal, atravesado por diversas crisis políticas, que incluso derivaron en la renuncia del ministro de Justicia y Seguridad Pública, Sérgio Moro, en abril, y en el cambio de dirección del DEPEN, en mayo.

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Esta desarticulación de la respuesta del gobierno a la pandemia en las cárceles también se manifiesta en otras iniciativas. Pese a la declaración de emergencia y la correspondiente suspensión del proceso de licitación obligatoria para la adquisición de insumos hospitalarios y sanitarios, los primeros envíos de alcohol en gel, jabón, materiales de limpieza y equipos de protección personal (EPP) enviados por DEPEN a los sistemas penitenciarios solo comenzó en la segunda quincena de abril, más de un mes después de la suspensión de las visitas. La insuficiencia de la política de tests implementada en los sistemas penitenciarios es aún más evidente. Aparte del Distrito Federal, la aplicación más sistemática de pruebas rápidas en las unidades penitenciarias solo comenzó a fines de mayo. Datos del CNJ indican que, para fines de agosto, sólo se habían realizado 28.804 pruebas a PPL y 26.766 a trabajadores carcelarios en el territorio nacional. De estos, casi 20 mil PPL y 8 mil servidores resultaron positivos. Cerca del 70% de las pruebas realizadas en PPL, por lo tanto, tuvieron un resultado positivo. Además del elevado número de resultados positivos en relación con los tests realizados, cabe mencionar que las pruebas serológicas adquiridas, las llamadas pruebas rápidas, tienen baja sensibilidad y no pueden confirmar la contaminación durante el período activo del virus. En otras palabras, sirven para un monitoreo epidemiológico mínimo, pero no para informar una política proactiva de contención de contagio.

En lugar de ocuparse de la contención del virus, las autoridades penitenciarias nacionales están más preocupadas por la contención de los reclusos. Previendo el agravamiento de los disturbios y protestas resultantes de las prolongadas restricciones de visitas, el DEPEN, desde fines de mayo, destinó alrededor de 20 millones de reales (alrededor de 3.774.000 dólares) a las administraciones penitenciarias provinciales para la adquisición de las llamadas armas “no letales”, como bombas de gas lacrimógeno, gas pimienta y balas de goma. De hecho, se registraron rebeliones y fugas en unidades penitenciarias de São Paulo y Amazonas, también en una unidad de detención de jóvenes en Rio de Janeiro. Sin embargo, en el último período, la presión para reanudar las visitas ha venido de afuera de los muros, debido a la creciente movilización de familiares y amigos de los presos que, durante meses, no han tenido contacto ni noticias de sus seres queridos. Considerando que la gran mayoría de los insumos de higiene, productos de limpieza, medicamentos, ropa y alimentos de los PPL son proporcionados por sus familiares, y considerando las restricciones en el envío o entrega personal de estos productos, se sospecha que los presos sufren privaciones aún mayores de las habituales durante la pandemia. Se registraron protestas de familiares en Estados como Ceará, Alagoas, Maranhão, Minas Gerais y São Paulo.

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Significativamente, la interrupción de las visitas a las cárceles ha sido una de las primeras medidas adoptadas por las autoridades públicas para contener la pandemia en el país y es una de las últimas en relajarse. De hecho, Brasil se distingue de otras naciones por hacer coincidir el pico de contagios con la relajación de las medidas de distanciamiento social, con la apertura comercial y la reanudación de servicios no esenciales, principalmente. Sin embargo, las restricciones políticas y económicas volcadas al restablecimiento de la “normalidad” no parecen pesar sobre las autoridades penitenciarias. En Ceará, en la región nordeste del país, su sistema penitenciario se encuentra bajo intervención federal y su administración penitenciaria en proceso de militarización, lo que ha resultado en una restricción aún mayor del acceso a la información sobre la situación de las unidades penitenciarias durante la pandemia. En la actualidad, es imperativo que al menos se comience a discutir y planificar protocolos de seguridad para retomar las visitas, en diálogo con los internos y sus familias, considerando sus aflicciones y necesidades. También es imperativo la reanudación de las actividades para el monitoreo externo e independiente de los espacios de reclusión. No se pueden ignorar los efectos nocivos de casi seis meses de aislamiento sobre la salud mental y física de los reclusos, lo cual se agrava dentro de la prisión, donde predominan las celdas insalubres y superpobladas, en medio de un contagio creciente y en un momento de gran incertidumbre, tanto dentro como fuera de los muros. La reapertura de las cárceles al escrutinio público será un primer paso para que se comience a medir con mayor precisión el alcance real de los efectos de la pandemia en los sistemas penitenciarios del país.

Para concluir, queda señalar que, paradójicamente, mientras Brasil superó la marca de las 100 mil muertes en la pandemia (la segunda más alta del planeta), el presidente Jair Bolsonaro (quien, desde los primeros momentos, no solo minimizó la gravedad de la situación sino que impulsó aglomeraciones y boicoteó abiertamente la adopción de medidas preventivas) alcanzó niveles de aprobación sin precedentes por parte de su gobierno. Parece haber logrado la hazaña de delegar la culpa de la crisis económica que acompaña a la crisis sanitaria a los gobernadores provinciales que fueron responsables de las medidas para combatir la pandemia, mientras que muchos de los sobrevivientes de la pandemia no parecen preocuparse por los más de 100,000 muertos y los otros miles que se registran casi a diario. Para evocar la famosa formulación de Hannah Arendt, la “banalidad del mal” parece ser el rasgo distintivo del espíritu de la época en el Brasil contemporáneo. En este contexto, aquellos que históricamente son los más despreciados en nuestra sociedad (los privados de libertad, la mayoría de negros y pobres de las periferias urbanas) están aún más expuestos a la muerte “natural” o “violenta”, si es que todavía se puede hacer ese tipo de distinción. De ahí la importancia de vigilar de cerca el desarrollo de la pandemia dentro de los espacios de privación de libertad y hacerlo en asociación con la comunidad internacional, especialmente con nuestros vecinos latinoamericanos.

Por Karina Biondi*, Rafael Godoi** e Ítalo Lima Siqueira***

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