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“Ordenar la libertad inmediata e incondicional del procesado Feliciano Valencia Medina, la cual se hará efectiva si no es requerido por otra autoridad”. De esa manera, la Corte Suprema de Justicia determinó que Valencia, un reconocido líder indígena de la comunidad nasa, abandonara el “sitio de armonización” en el resguardo Munchique Los Tigres, zona rural de Santander de Quilichao, donde se encontraba desde el 6 de noviembre de 2015 tras haber sido condenado a 18 años de prisión por el Tribunal Superior de Popayán. Valencia, señaló el alto tribunal, no cometió ninguna falta contra la ley.
Este líder indígena fue sentenciado por cuenta de un supuesto crimen: el secuestro del cabo del Ejército Jairo Danilo Chaparral, miembro de un batallón contraguerrilla que el 14 de octubre de 2008 fue interceptado por la guardia indígena mientras caminaba por un sendero alterno en zona rural de Piendamó, Cauca. Para la Corte Suprema, sin embargo, ese crimen en realidad no fue tal: a su juicio, la comunidad nasa aplicó la jurisdicción especial indígena a la que tiene derecho al encontrar en su territorio a un intruso, vestido de civil, pero armado, que inicialmente negó ser parte de las Fuerzas Militares. Los indígenas no estaban seguros de si era un militar o un guerrillero.
Chaparro, recordó la Corte, estaba de permiso e iba de regreso a su batallón ubicado en el Meta, pero una minga indígena había bloqueado la vía Panamericana y el militar optó por un camino secundario. La Guardia Indígena lo detuvo al detectar su presencia. Él se identificó como miembro de un resguardo vecino, afirmación que pronto se desmoronó. Luego señaló que estaba en busca de unos medicamentos. Al final admitió ser un cabo del Ejército. Los indígenas lo encerraron en una jaula metálica dos días y le pidieron que se excusara públicamente por haber invadido su territorio. Chaparro se rehusó y recibió un castigo de nueve latigazos, que implicaron una incapacidad de 29 días sin secuelas.
El 16 de octubre de 2008, dos días después de su detención, el cabo Chaparro fue trasladado a una cancha, donde la asamblea indígena determinó que el castigo eran los latigazos. A pesar de que fue una decisión colectiva, sólo una persona terminó sancionada: Feliciano Valencia. El gobernador del reguardo Munchique Los Tigres alegó que este era un caso para la justicia indígena, porque el imputado pertenecía a su comunidad y los hechos habían sucedido en su territorio, pero la Fiscalía se mantuvo en su posición y lo llamó a juicio en septiembre de 2010. En primera instancia fue absuelto, pero el Tribunal de Popayán estableció que era culpable y lo condenó a 18 años de prisión.
Lo absurdo de esta historia es que, al final, la Fiscalía —la misma que lo había llevado ante los jueces— determinó que Valencia no era culpable de ningún delito a los ojos de la justicia ordinaria y le pidió a la Corte Suprema que casara el fallo, es decir, que declarara al líder indígena inocente “ante la clara violación del debido proceso en su componente del juez natural, porque en su concepto la jurisdicción especial indígena debía conocer del asunto”. La entidad incluso fue más allá: concluyó que ni siquiera se había cometido un secuestro, que la retención del cabo Chaparro “fue por la aplicación del pueblo nasa de sus usos y costumbres ancestrales”.
Lo que la Corte tuvo en cuenta
El estudio del caso que hizo la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, a partir de la ponencia del magistrado Eugenio Fernández Carlier, duró más de un año y medio. El planteamiento que se hizo el alto tribunal, que terminó con la absolución del líder indígena, es que la justicia ordinaria, al condenarlo en segunda instancia, desconoció que la Constitución de 1991 le da un amparo especial a las comunidades indígenas para que desarrollen su propia justicia dentro de sus resguardos. La Corte recordó que en el primero y el séptimo artículos de la Carta Política se reconoce la diversidad étnica y cultural del país para, precisamente, “mantener la armonía social, propender por la convivencia pacífica o de baja conflictividad y fortalecer la democracia”.
El reconocimiento de esa pluralidad de creencias y comunidades permitió, además, que se les diera una atribución especial para que cada una de ellas manejara su propia jurisdicción dentro de sus territorios. El objetivo de esa misión, recuerda la Corte en la sentencia, es que “las autoridades tradicionales sean quienes investiguen, de acuerdo con sus normas y procedimientos, para reconocer y preservar sus costumbres, valores e instituciones, siempre y cuando no sean contrarias al ordenamiento jurídico nacional”. Bajo ese parámetro, la Corte encontró que Feliciano Valencia había actuado de acuerdo con los derechos que la Constitución de 1991 le atribuyó a él y a su comunidad.
La Sala Penal de la Corte, asimismo, explicó que el caso del cabo Jairo Danilo Chaparral fue considerado por la comunidad indígena como una lesión y una ofensa para sus territorios sagrados y de paz y, por eso, se ameritaba un “juzgamiento a manera de armonizarlo”. El alto tribunal recordó un hecho que, explica, fue completamente ignorado por el Tribunal Superior de Popayán, que condenó a Valencia en 2015, y que no se podía dejar por fuera de la decisión, pues se trataba de un hecho directamente relacionado con el contexto en el que fue castigado el miembro de Ejército: la Minga de Resistencia Social y Comunitaria que se desarrolló ese año, 2008, en el resguardo La María, en Piendamó (Cauca).
En ese momento, la comunidad estaba en máxima alerta, pues el presidente de entonces, Álvaro Uribe, había dicho que la protesta indígena estaba “infiltrada” por guerrilleros. Por eso, que apareciera una persona vestida de civil, con un uniforme militar en la maleta, sin explicar la razón por la cual estaba en el territorio del resguardo que lideraba Valencia, levantó todas las sospechas dentro de la comunidad. Además, el hecho de que las autoridades indígenas le dieron la oportunidad al militar de defenderse, de explicar por qué estaba en ese lugar y de pedir disculpas por sus acciones —a lo cual el cabo Chaparro se rehusó—, es para la Corte la evidencia de que no se violó ninguna ley y que, por el contrario, la comunidad actuó bajo los derechos que le da la Carta Política del 91.
“El carácter pluralista de la Constitución Política implica reconocer también un pluralismo jurídico para dar cabida al derecho consuetudinario de los pueblos indígenas, de ahí que la limitación de la libertad de locomoción que afectó a Jairo Danilo Chaparral Santiago obedeció al cumplimiento de la función por parte de los órganos establecidos por la comunidad nasa para resolver un asunto que estimaron ofensivo, en una clara manifestación de decisión y control de su autonomía y ejercicio de justicia”, se lee en el fallo que absolvió a Valencia.
La Corte Suprema, por otra parte, calificó de “nimia” la queja que hizo la defensa del militar al decir que los latigazos que recibió el cabo configuraban una tortura. El alto tribunal recordó un fallo de la Corte Constitucional de 1997, en el que se indicó que, aunque “indudablemente (los latigazos) producen aflicción, su finalidad no es causar un sufrimiento excesivo, sino representar el elemento que servirá para purificar al individuo. Es pues, una figura simbólica o, en otras palabras, un ritual que utiliza la comunidad para sancionar al individuo y devolver la armonía. En este caso, la Corte estima que el sufrimiento que esta pena podría causar al actor, no reviste los niveles de gravedad requeridos para que pueda considerarse como tortura”.
La absolución de Valencia la celebraron las comunidades indígenas del país. Para ellos, la decisión de la Corte es crucial para el respeto de sus derechos. Ya lo había dicho Valencia el año pasado en entrevista con El Espectador , cuando explicó que su actuación era el resultado de una tradición que milenariamente han realizado los indígenas y que está protegida por las leyes. Que un tribunal de la altura de la Corte Suprema le recuerde al país que es legal que estos pueblos tengan su propia jurisdicción para proteger sus tradiciones, y deben gozar de un amparo especial por parte de todas las instituciones del Estado para preservar su cultura, significa la reivindicación, una vez más, de los derechos especiales que tienen las comunidades indígenas de Colombia.