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Hace 25 años, mientras Colombia vivía días de dolor por cuenta de la organización paramilitar que hizo que 1988 fuera denominado el año de las masacres, comenzaba a gestarse un plan criminal que en los siguientes dos años se concretó con el asesinato de tres candidatos presidenciales.
Siempre se rumoró que los tres magnicidios tenían un origen común, pero sólo hasta ahora la justicia colombiana ha decidido atar los cabos sueltos de estos tres momentos sombríos de la historia contemporánea de Colombia.
La decisión fue adoptada por el fiscal Eduardo Montealegre, quien determinó que la recién creada Unidad de Contexto asuma el estudio de los tres casos, sobre la base de que existen muchos puntos en común. Según reportó el propio ente investigador, un equipo de trabajo de la Unidad de Análisis y Contexto encontró patrones criminales comunes en los tres magnicidios, coincidencia en los móviles, tipo de arma y forma de abordaje a las víctimas. Además, constató que incluso hay escoltas que participaban en los equipos de seguridad de los tres candidatos. La Fiscalía sostiene que son más de 25 puntos de conexión.
Recorriendo los caminos de la historia en los tres casos el primer elemento que salta a la vista es que el DAS era la entidad que estaba a cargo de la protección de los candidatos. Era una época en la que la violencia paramilitar y guerrillera estaba desbordada, caían decenas de militantes o simpatizantes de la Unión Patriótica, y las mafias del narcotráfico libraban una guerra aparte contra el Estado y la sociedad, por cuenta de impedir que se aplicara el tratado de extradición de colombianos a Estados Unidos. Un contexto de violencia que aumentó cuando la elección popular de alcaldes fortaleció la democracia a partir del poder local.
Esa fue la razón que disparó las masacres. Las matanzas conocidas como Honduras, La Negra, Mejor Esquina, El Tomate o Segovia, todas perpetradas en 1988, se cometieron para amedrentar a las poblaciones donde la izquierda democrática estaba ganando terreno electoral. Ese mismo año la entonces jueza segunda de orden público, Martha Lucía González, en una valiente decisión, señaló de dónde provenía esta violencia indiscriminada. En su investigación encontró una triangulación asesina con tres brazos armados y unos nexos de apoyo. El capo de capos Pablo Escobar, el gestor de las autodefensas del Magdalena Medio, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño, más conocido como Rambo.
Contra estos tres personajes, la jueza Martha Lucía González dictó auto de detención, y vinculó a la misma investigación a la Asociación de Ganaderos del Magdalena Medio, a varios personajes del mundo del paramilitarismo en esta misma región, y a una bien orquestada red de apoyos en la fuerza pública y los organismos de seguridad. En otras palabras, las ramas del árbol narcoparamilitar al desnudo. Desde ese momento, la jueza Martha Lucía González fue objeto de amenazas contra su vida, pero ella nunca cedió en su propósito de hacer justicia. Como la organización narcoparamilitar no pudo matarla, le cobraron su osadía asesinando a su padre.
El crimen del exgobernador de Boyacá Álvaro González Santana, padre de la jueza Martha Lucía González, fue perpetrado en Bogotá el jueves 4 de mayo de 1989. Desde una motocicleta, dos sicarios dispararon contra el abogado cuando se desplazaba por la calle 39 con carrera séptima en Bogotá. El caso quedó en la impunidad. La jueza Martha Lucía González no tuvo otra opción que marchar al exilio. Su expediente pasó a manos de la jueza tercera de orden público, María Elena Díaz Pérez, quien obrando en derecho confirmó las ordenes de captura contra Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha, Fidel Castaño y toda la red narcoparamilitar que estaba gestando una violencia sin control en el país.
Hacia el mediodía del viernes 28 de julio de 1989 en el barrio Santa Mónica, al occidente de Medellín, la jueza María Elena Díaz Pérez fue asesinada junto a sus dos escoltas. En una decisión posterior, otro funcionario echó abajo sus conclusiones judiciales. En contraste, los funcionarios del poder judicial entraron en paro nacional, pero ya estaba claro que una organización criminal de gran alcance estaba empotrada en el poder asesino. Paradójicamente, en vez de que el Estado respaldara a la justicia, sin mayor control, en un desconcertante acto público, más de cinco mil campesinos asistieron en Yacopí (Cundinamarca), al lanzamiento del Movimiento de Restauración Nacional (Morena), para impulsar las ideas de las autodefensas.
El vocero de este controvertido movimiento fue Iván Roberto Duque, con los años conocido como el jefe paramilitar Ernesto Báez. En ese momento, el entonces candidato presidencial de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo Ossa, reclamó que resultaba increíble que a través del movimiento Morena se estuviera legitimando un fenómeno que el país rechazaba: el paramilitarismo. Lo insólito es que días después, ya entrado el mes de agosto, ese mismo grupo Morena fue presentado en una controvertida rueda de prensa en Bogotá. En otras palabras, el Estado colombiano, en vez de desautorizar esta expresión política, le dio la espalda a la justicia y después tuvo que lamentar lo que sucedió con sus candidatos.
El viernes 18 de agosto de 1989, en la plaza central de Soacha (Cundinamarca), fue asesinado el candidato presidencial del liberalismo, Luis Carlos Galán. Cuatro días después del magnicidio, la Dirección de Policía Judicial (DIJIN) adelantó un operativo en el centro de Bogotá y capturó a cinco personas a quienes presentó ante el país como los autores del crimen político. El grupo estaba encabezado por el químico farmacéutico Alberto Jubiz Hazbum y, en rueda de prensa, tanto la Policía como el DAS ratificaron que por lo menos 40 personas los habían identificado como los sospechosos. Hasta el propio presidente Virgilio Barco celebró la rapidez con la que se actuó para aclarar el caso.
Sin embargo, en la segunda semana de septiembre de ese mismo 1989, un reconocido líder de la zona esmeraldífera de Boyacá, Pablo Elías Delgadillo, acudió al Ejército para denunciar que las fotos que habían aparecido en la revista Cromos con los momentos del atentado a Luis Carlos Galán, dejaban identificar a una serie de personajes que hacían parte de la red narcoparamilitar de Gonzalo Rodríguez Gacha. Con el apoyo de la justicia, el 19 de septiembre fue capturado José Orlando Chávez Fajardo, quien de inmediato confesó haber participado en el atentado y señaló al autor material del crimen: Jaime Rueda Rocha.
En cosa de horas fue capturado Rueda Rocha y dos sujetos más, su hermano medio José Everth Rueda y Enrique Chávez Vargas, este último primo del primer capturado. Chávez hizo lo mismo que su primo José Orlando: confesó su pertenencia al grupo criminal. Días después, tanto el uno como el otro se retractaron alegando que habían sido presionados. Sin embargo, sin que nadie lo entendiera, por supuesta colaboración con la justicia, los primos José Orlando y Enrique Chávez fueron dejados en libertad. El 5 de agosto de 1990, ambos fueron asesinados. Un mes después, Jaime Rueda Rocha se escapó de la cárcel de La Picota, después de intercambiarse con un presunto abogado. Dos años después fue abatido por la Policía en Honda. El sujeto restante, José Everth Rueda, también murió asesinado en 1992.
En otras palabras, la investigación por el crimen de Luis Carlos Galán se torció desde sus orígenes y solo hasta 1994 la Fiscalía General de la Nación vino a reconocer que el grupo capturado cuatro días después del crimen, nada tenía que ver con el magnicidio. Tuvieron que pasar 20 años para que la justicia volviera a ocuparse de este expediente. Hoy está condenado el ex congresista Alberto Santofimio Botero por haber insistido ante el capo Pablo Escobar para que el candidato presidencial fuera asesinado. Además se sigue investigando la conducta del ex director del DAS de la época, general Miguel Maza Márquez, porque supuestamente debilitó el esquema de seguridad de Galán para propiciar la acción de los asesinos.
Y es en este punto donde entra la conexión con los magnicidios de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro. Después del asesinato de Luis Carlos Galán, vino una época de narcoterrorismo. Los carros bomba se volvieron el orden del día. El entonces candidato presidencial de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo, no se cansaba de decir que las autoridades se estaban haciendo los de la vista gorda ante los vínculos probados entre narcotraficantes y unidades de las Fuerzas Armadas, para sostener e impulsar los grupos paramilitares. El jueves 22 de marzo de 1990, minutos después de ingresar al aeropuerto El Dorado, Bernardo Jaramillo fue asesinado.
En la reacción de la escolta, fue capturado el asesino material de Jaramillo, quien resultó ser un joven de 16 años llamado Andrés Arturo Gutiérrez Maya. Con el correr de los días, al joven menor de edad le permitieron la libertad condicional. Tanto él como su padre fueron hallados muertos a tiros en Medellín. El tiempo siguió pasando, y el jueves 26 de abril de 1990, se perpetró el tercer magnicidio. El candidato presidencial Carlos Pizarro Leongómez fue asesinado cuando viajaba en un avión de Avianca rumbo a Barranquilla. El homicida fue el joven de 20 años, Gerardo Gutiérrez Uribe, quien a su vez fue abatido por uno de los escoltas de Pizarro.
Aquí empiezan las coincidencias. Tanto el asesino de Jaramillo como el de Pizarro trabajaban en el mismo lugar: una fábrica de tizas para billar ubicada en Medellín. Además, la forma en que fueron reclutados fue semejante. Años después, el jefe paramilitar Carlos Castaño, en el libro “Mi confesión”, admitió que él mismo coordinó el operativo para asesinar a Pizarro. Aunque negó su autoría directa en el asesinato de Bernardo Jaramillo, sí dijo que había estado presente en el momento en que un sector de las autodefensas, es decir, sus compañeros de criminalidad, decidió cometer ese crimen. En otras palabras, develó el origen común de los dos magnicidios de candidatos presidenciales en 1990.
En el mismo libro, Carlos Castaño reconoció también que la organización a su mando tenía contactos en el DAS y sacó a relucir un nombre específico, el del exjefe de inteligencia del organismo, Alberto Romero. Aunque este ex funcionario alcanzó a ser vinculado a las investigaciones antes de su fallecimiento en abril de 2012, siempre dijo que la información que le daba Castaño la hacía a nombre de un tal Alekos, pero que nunca supo que se trataba del jefe paramilitar. De todos modos, ya la justicia venía evaluando testimonios de otros agentes del DAS de la época para unir cabos sueltos en ambas investigaciones.
A buena hora, la Unidad de Análisis y Contexto de la Fiscalía ha decidido que puede trabajar en una investigación conjunta para evaluar los tres casos. En los crímenes de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, no cabe duda de que existió una conexión entre las organizaciones narcoparamilitares y algunos agentes del Estado. En ese sentido, cuando se habla de patrones criminales comunes, abordajes a las víctimas, o coincidencia en los móviles, sin duda que se apunta a demostrar lo que siempre se dijo y poco se atendió en los años 80: se trató de una conspiración de la mafia y el paramilitarismo, con apoyo de agentes del Estado y dirigentes políticos, que quizás no obró sólo en estos tres casos.
A manera de hipótesis cabe recordar que hay por lo menos tres episodios semejantes que bien podrían encajar ahora en las conclusiones preliminares de la Unidad de Análisis y Contexto. En primer lugar, el asesinato del dirigente de la Unión Patriótica, José Antequera, perpetrado en el aeropuerto El Dorado, el viernes 3 de marzo de 1989, previa amenaza de las bandas armadas del paramilitarismo en Córdoba. Si se evalúa el caso en detalle, el modus operandi es muy parecido al del crimen contra Bernardo Jaramillo Ossa en marzo de 1990. Incluso, releyendo a Carlos Castaño, es la misma actuación de las autodefensas cuando lograron ingresar el arma al avión en que fue asesinado Carlos Pizarro.
De igual manera, se advierten coincidencias con otro crimen político de la época, el que segó la vida del miembro principal de la Unión Patriótica en Antioquia y diputado en el mismo departamento, Gabriel Jaime Santamaría Montoya. A pesar de la estrecha vigilancia en el Centro Administrativo La Alpujarra, de Medellín, el dirigente político fue asesinado en su propia oficina el viernes 27 de octubre de 1989. Como en anteriores casos, a Gabriel Jaime Santamaría le habían cambiado la escolta recientemente. A su vez el asesino material fue dado de baja después de perpetrar el crimen. Este caso continúa en absoluta impunidad.
Finalmente, en esta sucesión de coincidencias de la época, sin que sean todas, cabe recordar el asesinato de la alcaldesa del municipio de Apartadó (Antioquia), Diana Cardona Saldarriaga. El lunes 26 de febrero de 1990, la dirigente política tenía previsto viajar de Medellín a su sitio de trabajo en la región de Urabá. Sin embargo, en la madrugada de aquel día llegaron a su casa un grupo de escoltas del DAS para trasladarla al aeropuerto Olaya Herrera. Fue un engaño. No eran agentes del DAS, eran los asesinos que llegaban a cumplir su cometido. A las 5:30 de la tarde de ese día, la Policía reportó el hallazgo de un vehículo Monza a las afueras de Medellín y, en su interior, el cuerpo sin vida de la alcaldesa Cardona.
Recorriendo de nuevo el camino de estos días de violencia política, pueden ser más de 25 las coincidencias para que la Unidad de Análisis y Contexto de la Fiscalía elabore una investigación contextual sobre el origen común de los magnicidios de Galán, Jaramillo y Pizarro, sin que se descarten otros cuantos más crímenes políticos. La sombra del narcoparamilitarismo de la época llegó hasta muy lejos. Hoy empieza a quedar en claro que las órdenes de los crímenes políticos o las decisiones de sus ejecutantes no sólo salieron de Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha, Fidel Castaño, Carlos Castaño o de tantos otros victimarios de ese tiempo, entre ellos aquellos que siguen pasando de agache.