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Relatos de violencia de un país amnésico

Santos señaló que la responsabilidad de construir memoria a partir de la verdad es una obligación.

Juan David Laverde Palma
25 de julio de 2013 - 12:16 a. m.
En ceremonia realizada en la Casa de Nariño, el Grupo de Memoria Histórica les entregó al presidente Santos y a las víctimas el informe sobre la violencia en Colombia entre 1958 y 2012.  / Presidencia
En ceremonia realizada en la Casa de Nariño, el Grupo de Memoria Histórica les entregó al presidente Santos y a las víctimas el informe sobre la violencia en Colombia entre 1958 y 2012. / Presidencia

“Nos llegó el momento de construir memoria a partir de la verdad. Y esa responsabilidad no sólo es mía, ni del Gobierno, o de las víctimas y los victimarios. Es un asunto de todos (...). A través de más de 50 jueces y magistrados agrarios se han restituido cerca de 13 mil hectáreas hasta hoy y hay más de 1.500 casos en espera de sentencia”. Así se pronunció el presidente Juan Manuel Santos durante la ceremonia de entrega en la Casa de Nariño del informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, elaborado por el Grupo de Memoria Histórica (GMH), un documento de 431 páginas que condensa el salvajismo del conflicto en los últimos 54 años.

Santos se mostró complacido por esta reconstrucción histórica, aunque el informe no deja de darle palo a la Ley de Víctimas. El Grupo de Memoria documentó, por ejemplo, que como consecuencia de la guerra prolongada 6,5 millones de hectáreas resultaron despojadas y que en 18 meses de vigencia de la norma tan sólo se ha logrado recuperar el 1% de las 31.111 reclamaciones de restitución. En palabras castizas, 13 mil hectáreas restituidas de un universo de 6,5 millones es demasiado poco. El Gobierno sigue al debe. Sin embargo, tener cifras redondas sobre esta barbarie constituye un paso significativo para restarle impunidad a la historia violenta de Colombia.

Sobre el capítulo de la violencia paramilitar, el GMH sostuvo que el Estado no intervino el modelo de desarrollo apuntalado por élites y grupos de autodefensa, no se replantearon fórmulas rurales para menguar la contrarreforma agraria que impusieron a machete y a motosierra los ejércitos privados de la casa Castaño. Por el contrario, se redujo la vigilancia del Estado en el campo, se incentivaron agresivos proyectos agroindustriales de biocombustibles y se expandió el latifundio ganadero. “El resultado perverso fue la compra masiva de tierras por parte de empresarios que convirtieron el abandono provocado por la guerra en una oportunidad de mercado, así como la legalización del despojo”.

Para el GMH la pepa del conflicto colombiano ha sido la lucha por la tierra, la vergonzosa inequidad en la distribución de la misma y los contextos de violencias cruzadas que desafiaron por mucho las tradicionales formas de la muerte. Los paramilitares estructuraron un repertorio de crímenes selectivos, masacres, torturas, desplazamiento y violencia sexual. Las guerrillas recurrieron en su mayoría a reclutamientos ilícitos, ataques terroristas, pillaje, homicidios, amenazas, bombazos y secuestros —extorsivos para financiarse, y políticos como botín de guerra—. La violencia del Estado se centró en desapariciones forzadas, uso desproporcionado de la fuerza, daños colaterales de bombardeos, torturas y asesinatos selectivos.

Sobre las ejecuciones extrajudiciales de civiles por parte de agentes del Estado, el GMH señala que fue una derivación perversa de la política de seguridad democrática “que se sumó a una saga de crímenes que se extendieron a lo largo del conflicto armado para encubrir errores militares o enmascarar acciones intencionales guiadas por el afán de retaliación por un ataque guerrillero o por la convicción de la eficacia de la máxima contrainsurgente de que sólo aislando a la población civil de la guerrilla se puede conseguir derrotarla”. De allí que de ese calamitoso conteo de 220 mil muertos en las últimas cinco décadas, 2.304 le sean adjudicados a falsos positivos perpetrados por la Fuerza Pública.

La crueldad de guerrillas y paramilitares, sobre todo, hizo que las víctimas se refirieran al miedo como la sensación más constante. La guerra sucia de alianzas entre ejércitos privados y agentes del Estado aumentaron el pánico y silenciaron las denuncias. El mundo rural modificó para siempre sus relaciones comunitarias y familiares. La impunidad en casi todos los expedientes de la guerra propició impotencia. Memoria Histórica estableció que la culpa de los sobrevivientes sigue inamovible, no se va, como una sensación de traición o deslealtad que los persigue porque no pudieron salvarlos.

Ahí están los relatos. Una hija de una víctima de la masacre de La Rochela (1989) señaló: “Mi mamá se entregó al dolor, tardó mucho llorando, mantuvo la ropa de papá por mucho tiempo; tuvo úlceras, se volvió adicta al tabaco” y un cáncer aceleró su muerte. Otra persona recordó: “Yo no me animo a reírme ni a bailar ni a estar contenta... ¿Cómo uno puede hacer esas cosas después de lo que pasó?”. Un hombre de la Costa Caribe admitió: “Los ‘paracos’ y los de la Armada les echaban el ojo a las más jóvenes y bonitas. A las de 14 y 15, ellas se dejaban engatusar y se iban con los manes. Ya después ninguno de aquí quería ser novio de ellas. Uno no las quería usadas, de segunda. ¿Me entiende?”.

Esta sensación de culpa el GMH la definió como “la privatización del daño”, pues las víctimas terminaron “percibiéndose como responsables de lo acontecido”. Los coletazos de esta guerra y sus traumatismos se trasladan sobre todo a la noche. Los vuelve insomnes. “El dictamen de la muerte de mi mamá fue pena moral. Ella no quiso vivir más. La desaparición de mi hermano le hizo olvidar que tenía otros siete hijos. Tuvimos que traer a una persona que se parecía a mi hermano para que ella en su hora de muerte lo tocara y creyera que él había llegado. Para que se pudiera ir tranquila y nosotros decirle: ‘Mamá, tranquila, Reinaldo está acá, llegó’”, sostuvo una mujer de Ciénaga (Magdalena).

Hasta velar los muertos fue un lío. “En los 90 nadie se atrevía a hacer un velorio, no había quién ayudara a cargar los muertos. Un día vi bajar a una mujer con una carreta y allí llevaba un cadáver, cubierto con hojas de plátano, fue denigrante porque en esas carretas cargaban los marrarnos”, contó una mujer de la Costa Atlántica. Una tragedia tras otra y en la mitad, impunes, los expedientes sin capturados. Justamente la debilidad del aparato de justicia también fue señalada por el GMH. En 50 años “ha habido una persecución y encarnizamiento contra funcionarios judiciales por sus investigaciones”. Administrar la ley en Colombia ha resultado un fracaso.

Con excepciones, por supuesto. Las pesquisas de la parapolítica por parte de la Corte Suprema fueron ponderadas por el GMH. Con una frase de advertencia: “Ocho de cada 10 de los investigados por parapolítica que ocuparon una curul en el Congreso entre 2002 y 2010 pertenecían a partidos de coalición uribista”. Según el informe, el narcoparamilitarismo aprovechó la precariedad institucional y las debilidades del sistema electoral para alterar el mapa político del país. Las guerrillas, entre tanto, mantuvieron sus ataques, masacraron población civil y secuestraron a su antojo. El Estado tiene un saldo enorme. Esta apuesta por la memoria busca reducirlo un poco.

Por Juan David Laverde Palma

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