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Crisis en Baudó, palabras que no envejecen

El olvido estatal, el narcotráfico y los grupos armados se están devorando esta subregión. En el Alto Baudó sólo el 10% de la población tiene acueducto, 20 líderes están amenazados, más de 2 mil indígenas desplazados y el analfabetismo roza el 40%.

Óscar Güesguán Serpa
17 de noviembre de 2014 - 02:12 a. m.
En la zona urbana del Alto Baudó, Chocó, apenas vive el 25,18% de  la población  del municipio./Óscar Güesguán Serpa
En la zona urbana del Alto Baudó, Chocó, apenas vive el 25,18% de la población del municipio./Óscar Güesguán Serpa
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“En el Alto Baudó sólo el 10% de la población cuenta con acueducto. El resto, si lo tienen, ya no funciona y a todos les falta saneamiento básico”, dice Diana Leivi Rojas, coordinadora del Foro Interétnico Solidaridad Chocó (FISH). Esto quiere decir que 35 mil personas tienen que recoger agua lluvia para cocinar y bañarse, y construir letrinas o, en el caso de las comunidades indígenas, hacer sus necesidades fisiológicas en el río.

Para llegar a los corregimientos de este municipio, desde Quibdó (Chocó), hay que transitar 46 kilómetros de carretera parcialmente pavimentada y en la que los árboles rasgan los techos y las ventanas de los vehículos. Luego tomar una lancha, que navega el limoso río Baudó y, dependiendo del lugar al que se vaya, un recorrido puede tardar más de siete horas. Más o menos, de no conseguir un medio de transporte aéreo, esta es la peregrinación que hace un afro o un indígena que habita esta subregión en caso de necesitar atención médica de emergencia.

Recorrer el Alto Baudó, entonces, no es más que la posibilidad de darse por enterado de que en medio de un territorio en el que, según el Fish, las concesiones mineras pululan y donde no cabe una mata de plátano, de cacao, un árbol de papaya y de coco más, hay comunidades confinadas, huyendo de las balas y atormentadas protegiendo sus territorios. Por más que la violencia los obligue a desplazarse —como en este momento lo están las comunidades del río Catrú y Dubasa, que cumplen más de cinco meses fuera de sus tierras huyendo de los enfrentamientos entre el Eln y las Autodefensas gaitanistas. Según Denis Cabezón Cárdenas, consejero mayor del Pueblo Wounaan, 20 líderes están amenazados por ejercer la defensa de sus territorios.

“Es una zona con mucha riqueza cultural y en tierra, pero con muchas problemáticas sociales. Somos muy pobres y todo lo que pasó acá (desplazamiento) multiplicó y acentuó los problemas. No quiero ser pesimista, pero la cosa está muy jodida. Necesitamos que el Estado se comprometa de una vez”, dice en un tono desconfiado, advirtiendo que sus declaraciones le pueden costar la vida, Ixaí Córdoba, párroco de Santa Catalina de Catrú, catalán de ojos verdes y tez pálida.

La falta de presencia de las instituciones, sumada a la plantación de cultivos ilícitos, que fueron detectados allí a partir de 2000 según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unocd), hace que la solución a problemas en educación, salud, seguridad y alimentación sea aún más compleja y lejana. Algunos creen que una de las salidas más sensatas sería la legalización de la droga, así “probablemente estaríamos hablando de otro tipo de conflicto y no de uno armado”, dice Córdoba.

Según el defensor en Chocó, Luis Enrique Abadía García, “el Baudó pasa por una crisis de múltiples matices, la situación de conflicto armado viene victimizando y revictimizando a la población. La solución no pasa exclusivamente por la presencia de la Fuerza Pública, sino que se requiere una respuesta integral de Estado para mitigar y resolver aspectos coyunturales y estructurales que han mantenido en condiciones de marginalidad y vulnerabilidad a las comunidades”.

Y es que el 39,30% de analfabetismo, la nula cobertura de educación en primaria, el -41,85% de cobertura para los menores que deben cursar transición, el 12,25% en media y el 19,87% en secundaria se ven reflejados en que estudiantes de diferentes grados reciban clases en una misma aula, o que estas estén construidas a base de palos de madera y techos de cinc.

Para la rectora de la Institución Agroecológica Felipe Abadía Moreno de Chachajo, Sandra Patricia Martínez Abadía, “por el conflicto armado algunos jóvenes toman alternativas no adecuadas o presentan desmotivación por mejorar su proyecto de vida. No tenemos infraestructura, trabajamos en medio de la selva, en la calle o los estudiantes están hacinados en unos cuarticos que no cumplen con las expectativas que debe tener un salón de clases para recibir educación digna”.

En medio de este panorama, que a todas luces resulta marginal, unas comunidades creen que las otras están mejor: donde hay posibilidad de atención médica primaria, los auxiliares se quejan por la falta de herramientas para su trabajo (camillas para atender a los enfermos y lanchas ambulancia para su transporte) y donde no hay, los pacientes ven en esos trabajadores de la salud la única esperanza de sobrevivir ante una enfermedad.

Cifras contenidas en la propuesta general de las Organizaciones Etnicoterritoriales Indígenas y Afrodescendientes del Baudó revelan que la tasa de mortalidad infantil llega al 83,2%. Esto quiere decir que en esa zona del país un niño tiene el doble de posibilidades de morir, sobre todo, por “problemas respiratorios e infecciones urinarias que se generan por el consumo de agua del río”, dice Johana Palacios Caicedo, auxiliar de enfermería.

Aunque no se ha desarrollado un estudio de los efectos que producen en las comunidades las fumigaciones de cultivos ilícitos —datos de Unocd confirman que a 2012 había 139 hectáreas de coca cultivada en la zona de los ríos Catrú-Dubasa y Ancoso, y el Chocó, después de Nariño, fue el departamento con más aspersiones áreas— campesinos e investigadores están preocupados por los efectos nocivos para las personas teniendo en cuenta que los herbicidas van a dar también en los sembradíos de maíz, arroz y plátano.

“Haremos una investigación en la cuenca del Baudó para ver qué tanto han avanzado y qué afectaciones han generado las fumigaciones. He sido testigo de ellas, en 2013 estaba en el bosque haciendo unos estudios y nos caía el químico en la cabeza. Según los pobladores, este año han fumigado dos veces”, manifiesta Daniel Robledo Murillo, investigador del Instituto Ambiental del Pacífico.

Mientras abundan las necesidades, mujeres y niños, vulnerables entre una comunidad vulnerada, siguen representando una forma de la celebración de la vida, la fortaleza y la esperanza. Ellas, paulatinamente, han asumido que no vinieron al mundo a parir y los menores siguen viendo en la pelota una de las formas más dignas de vivir, de realizarse, de ser. “Los muchachos de acá están diseñados para eso”, asegura Adelmo Palacios Salcedo, líder comunitario de Puerto Echeverry.

A pesar de que ese municipio cuenta tan sólo con una cancha de microfútbol medianamente construida, las demás son potreros mitad arcilla, mitad césped, que se inundan frecuentemente por las lluvias, ya hay dos menores que están dando de qué hablar, en Quibdó. “Tenemos a un niño que está en la categoría A de fútbol-sala, Johan Yair Mena, y en la B, Wilson Mosquera. Ambos con expectativas y que han recibido elogios. Tienen táctica, habilidad mental, saben hacer pases precisos y no viven chocando. El primero juega de diez y el otro es polifuncional”.

Como ellos, cientos esperan a que algún cazador de talentos pase por su pueblo porque aunque “sean una potencia del fútbol”, como dice Palacios, la posibilidad de llegar a jugar este deporte a nivel profesional es remota.

En su parafraseo de la escritora chocoana Yamileth Palacios de Moreno, una joven de la Red Departamental de Mujeres Chocoanas, Heydiz Mena Córdoba, resumió lo que pasa no sólo en Baudó, donde los reclamos se han convertido en “palabras que no envejecen”. Allí se olvidó lo sagrada que es la vida y eso, como dice Lucien Badjoko —uno de los tantos niños que hicieron parte de los grupos rebeldes que combatieron la dictadura de Mobutu en el Congo—, en la guerra es una ventaja.

Por Óscar Güesguán Serpa

 

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