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El legado de Álvaro Ulcué Chocué

Asesinado hace 30 años, fue el primer sacerdote indígena del país. Su lucha en defensa de la autonomía, cultura y dignidad de los pueblos indígenas del norte del Cauca sigue vigente hoy más que nunca.

Hugo García Segura
12 de noviembre de 2014 - 05:53 p. m.
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“El Gobierno siempre se pone de parte de los poderosos defendiendo sus intereses, pero los intereses de los pobres los tiene que defender la propia comunidad organizada”. Así pensaba Álvaro Ulcué Chocué, el primer sacerdote católico indígena de Colombia, nacido en el resguardo nasa de Pueblo Nuevo en Caldono (Cauca), asesinado hace 30 años –el 10 de noviembre de 1984—dentro de esa historia de despojo, dolor y muerte que por siempre ha acompañado a los pueblos indígenas, no solo de ese departamento sino de todo el país. Sus palabras siempre fueron incómodas, revolucionarias dirían otros, para esas esferas de poder legal e ilegal que han hecho del departamento del Cauca el escenario de una guerra que sigue siendo ajena para sus comunidades.

Por eso lo mataron, porque no soportaban que en sus eucaristías les cantara las verdades en la cara. Porque no aguantaban que hablara de organización, de educación, de defensa del territorio y de todos esos ideales por los que aún la comunidad Páez sigue luchando e incluso entregando su vida. Como la entregó él o como la dieron los dos miembros de la Guardia Indígena que la semana pasada fueron asesinados por las Farc. “Que el niño analice, que no trague todo. Enséñeles a leer y no a firmar su propia suerte. Aprender a leer, atreverse a pensar es empezar a luchar. Sólo es libre el que sabe a dónde va”, decía Álvaro Ulcué Chocué.

Hijo de María Soledad Chocué Peña y José Domingo Ulcué Yajué, quien fue gobernador del cabildo, pudo estudiar solamente desde los 11 años en la escuela mixta de Pueblo Nuevo, dirigida por las misioneras de la Madre Laura. Becado, terminó su educación primaria en el internado indígena Indocrespo, de Guadarrama (Antioquia) y pasó luego al Seminario Menor de Popayán, donde estuvo cuatro años y tuvo que retirarse porque sus padres no tenían el dinero para sostenerlo.

Tuvo que trabajar como maestro en San Benito Abad (Sucre) y luego regresó a su resguardo, en Caldono. Sólo por las medias becas que le dieron la Arquidiócesis y las Lauritas, pudo regresar al Seminario para terminar sus estudios de Filosofía y luego Teología en el Seminario de Ibagué. El 10 de julio de 1973 fue ordenado sacerdote en la capital caucana y la primera misa que celebró fue en Pueblo Nuevo, ante miles de sus hermanos nasas. “En el Seminario comenzamos 62 y sólo llegamos al altar Tomás Mina (un negro), Joel Ortiz (un campesino) y yo (un indígena). Así se cumple aquello de que Dios elige a los humildes para confundir a los fuertes”, dijo en ese entonces.

Y empezó su lucha. Fue vicario cooperador en Santander de Quilichao (Cauca), hasta enero de 1974, cuando pasó a desempeñar la misma función en Bolívar (Cauca), en enero de 1975. En 1977 fue nombrado párroco de Toribío y administrador de las parroquias de Tacueyó y Jambaló, lo que implicó también ser el primer párroco indígena en Colombia. En sus sermones siempre hablaba de la necesidad de los indígenas, las comunidades negras y todos los grupos marginados de prepararse para tener sus propios sacerdotes, maestros y médicos: “La verdad es que cuando la llaga es ajena no se siente, pero cuando es propia duele mucho”.

A mediados de 1980, Álvaro Ulcué Chocué convocó a 800 indígenas de los resguardos de Toribio, Tacueyó y San Francisco, para formular de manera participativa lo que se denominó el ‘Proyecto Básico de la Comunidad Nasa’, hoy vigente y en plena vitalidad. Sus posturas en favor de la autonomía de los pueblos indígenas, en contra del despojo y las manifestaciones violentas en sus territorios, y el apoyo a la organización de los cabildos y del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), desató una persecución en su contra, siendo amenazado y acusado repetidamente por los grandes propietarios de tierras de ser promotor de invasiones. Para él, la recuperación de las tierras por las vías legales era la esencia de su proyecto.

El 22 de enero de 1982, su hermana Gloria y su tío Serafín Chocué murieron en un confuso operativo de la Policía, cuando trató de recuperar a la fuerza un territorio donde se habían asentado varias familias, reclamando su posesión ancestral. Álvaro Ulcué presidió en Pueblo Nuevo las honras fúnebres de sus familiares. Ya hacia finales de 1982, las comunidades y grupos cristianos del Cauca publicaron un comunicado en el cual denunciaron la escalada de amenazas contra él: “Los terratenientes le han puesto precio a su vida, y sólo el amor de quienes lo rodean lo ha salvado de ser uno más de los impunemente desaparecidos”.

También aún se recuerda la represión de la Fuerza Pública en la hacienda López Adentro, del resguardo de Corinto, el 25 de enero de 1984, que les costó la vida a cinco indígenas, entre ellos una niña de siete años. O el encuentro en la casa cural de Toribio, el 8 de noviembre de 1984 – dos días antes de su muerte-- con el entonces ministro de Defensa, general Óscar Botero Restrepo, en el que quiso responder a las acusaciones que los militares le hacían. Para Álvaro Ulcué, se trataba de hacer respetar los derechos de los indígenas a la tierra y el carácter legal de las luchas por recuperar los resguardos.

El 9 de noviembre de 1984, la Policía y el Ejército arrasaron en la recuperación de López Adentro, quemaron las viviendas de 150 familias indígenas y con maquinaria destruyeron 300 hectáreas de sus cultivos. “Invito a los cristianos y a los demás compañeros indígenas para que levantemos nuestra voz de protesta y condenemos estos hechos como contrarios a la Ley de Dios”, dijo entonces con indignación.

Un día después, hacia las 8:30 de la mañana y cuando llegaba en su campero al albergue Santa Inés, en Santander de Quilichao, dos sicarios que se movilizaban en una motocicleta le dispararon. Quedó mal herido, logró bajarse del vehículo y se tendió en la tierra. Los asesinos regresaron y lo remataron. Han pasado ya 30 años, pero su legado sigue vigente, más aún en la actual coyuntura de lucha del pueblo indígena del norte del Cauca, que no acepta que su territorio sea zona de guerra y que reclama autonomía, respeto a su cultura y dignidad.

“A los jóvenes los invito a que piensen fuertemente todos los días sin cansarse. No olvidemos que los paeces siempre vencimos ante los conquistadores y esto nos enorgullece para seguir adelante y no tener miedo a la muerte. Por eso yo invito a que ustedes piensen y que sean valientes. Si son verdaderos paces, deben resaltar este valor donde estén ustedes. Ojalá no les dé pena ser indígenas”, decía Álvaro Ulcué. Para el pueblo Nasa, su memoria llama y grita. Y todavía no es tiempo de descansar. “La palabra tiene que caminar. Quedarse es debilitar la marcha del pueblo de los pobres. Marchemos unidos”, dicen aún en Toribio.
 

Por Hugo García Segura

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