Guillermo Cano: el faro de la buena fe

Cuando mataron a don Guillermo Cano nos mataron un poco a todos los periodistas.

Alberto Donadio
13 de diciembre de 2016 - 04:47 a. m.
El 19 de diciembre de 1986 se realizó la Marcha del Silencio. / Archivo
El 19 de diciembre de 1986 se realizó la Marcha del Silencio. / Archivo
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En una profesión donde algunos sufrimos de alergia severa a la autoridad, él era depositario del acatamiento que le ofrecíamos de manera espontánea. Su conducta pública y su austeridad personal, su defensa firme y desinteresada del bien común, así como el ejercicio noble del periodismo que encabezó desde El Espectador, nos llevaron a designarlo jefe de la tribu. (Vea el especial 30 años sin Guillermo Cano)

Cuando mataron a don Guillermo Cano nos mataron un poco a todos los ciudadanos. Él era el vocero de la conciencia ciudadana. Don Guillermo Cano fue el faro de la buena fe en un país donde impera —y triunfa— la mala fe. (Vea cómo era Guillermo Cano como director)

Se cumplen treinta años de su muerte, que son treinta años de orfandad que sentimos todos los colombianos. Es justo y apropiado que nadie haya tomado el lugar de don Guillermo Cano. No se le puede pedir tanto a la genética, que nos dio en cien años cuatro ilustres y honrados directores de El Espectador, todos insomnes fiscalizadores del poder: don Fidel Cano, don Luis Cano, don Gabriel Cano y don Guillermo Cano. (Vea qué pasaba en Colombia 100 días antes de que asesinaran a Guillermo Cano)

Está bien que no exista hoy un Guillermo Cano. No sobreviviría, pues los narcotraficantes se apoderaron del país y la contaminación de todas las formas del delito se registra en la Rama Ejecutiva, en el Poder Legislativo, en el Poder Judicial, en el mundo de los negocios, en la contratación pública, en la dictadura que ejercen las mafias que compran las elecciones supuestamente populares de alcaldes y gobernadores. Ya no somos ciudadanos y, por ende, no necesitamos un vocero honorable como don Guillermo Cano. Nos sentimos como siervos de la gleba que observan impotentes cómo los cabecillas de la política y del poder, con insolencia impune, desvían los impuestos hacia la ineficiencia y hacia el enriquecimiento ilícito, del mismo modo que los señores feudales exigían para ellos los frutos del arado.

¡Loor a don Guillermo Cano!

Por Alberto Donadio

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